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Por SERGIO SINAY (*)
Dime qué prometes y te diré quién eres
Mail: sergiosinay@gmail.com
Nadie promete tanto como el que no va a cumplir. Así pensaba Francisco de Quevedo (1580-1645), hombre controvertido, muchas veces irritante, autor polifacético (ningún género se le resistió), desafiante y a menudo genial. Tantas veces se repiten, incluso sin saberlo, muchos de sus versos, como aquellos que dicen: “Pues da autoridad/ Al gañán y al jornalero,/ Poderoso caballero / Es don Dinero”. Su pensamiento sobre el incumplimiento de la promesa lleva a recordar que hay que tener mucho cuidado con lo que se ofrece, tanto como con lo que se recibe como proposición o juramento.
Hay una relación muy estrecha entre prometer y comprometerse. Ambas palabras se originan en el vocablo latino “mittere”, que significa enviar. Cuando se le antepone “pro”, que significa hacia adelante (pro-meter), enviamos algo hacia el futuro. El compromiso, a su vez, es el envío con una promesa. En todos los casos promesa y compromiso, además de resonar entre sí, llaman a la responsabilidad. El envío no puede ir vacío, no debe ser, para decirlo en lenguaje actual, puro “packaging”. Cada promesa esperanza e ilusiona. Cada incumplimiento hiere y defrauda.
Cada uno, aislado, es irremediablemente mortal. La humanidad no lo es, porque ella resulta de la permanente suma e integración de lo que cada quien hace y deja durante su vida. Una promesa incumplida viene a ser una resta en esa realimentación permanente de la condición humana
En el amor, en la política, en los negocios, en cualquier actividad en la cual los seres humanos se relacionan, crean vínculos e interactúan, la promesa es un factor esencial. En su formidable obra “La condición humana” (una visión sensible y profunda del acontecer humano), la filósofa alemana Hanna Arendt (1906-1975), nacionalizada estadounidense tras huir de la persecución nazi, señala que la continuidad de la existencia de la humanidad depende esencialmente de la posibilidad de perdonar y de la capacidad de cumplir las promesas.
Las consecuencias de nuestras acciones son irreversibles en todo sentido. Lo hecho, hecho está, reza un viejo refrán. Más allá de la intención o de la conciencia que guíe a los actos, estos tienen siempre consecuencias. La ley de causa y efecto se cumple a rajatabla. Por eso es importante el ejercicio de la responsabilidad: esto es, responder por las propias acciones. Irreversibilidad, escribe la filósofa, es la imposibilidad de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse lo que se estaba haciendo. Frente a esto solo hay un antídoto: la facultad de perdonar. Ausente esta facultad, las relaciones entre las personas penden siempre de un hilo, pueden naufragar por la inconsciencia de uno o la inflexibilidad de otro. De manera brillante Arendt dice que el perdón, cuando se ejerce, tiene el poder de no dejarnos encadenados eternamente a las consecuencias de un solo acto. Permite que la historia (la personal, la general) continúe. Que haya futuro y nuevas posibilidades.
Hay circunstancias que habilitan el perdón ante una promesa no cumplida. Pero también las hay que cierran el camino al perdón. De algún modo acaso sea posible decir que, en definitiva, por nuestras promesas nos conoceremos
Ahora bien, la historia (la personal, la general) avanza siempre por rumbos inciertos. Navegamos por la vida en un mar de incertidumbre y de inseguridad. Mucha de esa inseguridad está vinculada al imponderable, a lo aleatorio, a lo que no depende de nosotros y no puede ser previsto. Allí nada tiene que hacer el perdón. Pero otra inseguridad deriva de la irresponsabilidad de quienes no prevén lo previsible, no evitan lo evitable o provocan daño a sabiendas de lo que hacen. Y hay veces, en esto coincide Arendt, en que no se puede perdonar lo imperdonable.
¿Cómo tejer proyectos, cómo soñar futuros, cómo comprometerse en realizaciones cuando la incertidumbre manda (y manda siempre)? Ahí entra en juego la promesa. “Sin estar obligados a cumplir las promesas realizadas, dice la filósofa, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón”. Esa oscuridad, agrega, solo desaparece ante la presencia de los demás y, esencialmente, cuando quien promete cumple.
El novelista sueco Henning Mankell (1948-2015), célebre por su serie de novelas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander, policía que hurga no solo en la negrura del delito sino también en la del corazón humano, señaló: “Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor silueta y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que en navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos?”.
Que las pequeñas embarcaciones mencionadas por Mankell lleguen a puerto depende de los otros. Tanto el perdón como la promesa son imposibles sin el otro, machacaba Arendt. Perdonarse a sí mismo o prometerse a sí mismo son actos realizados en soledad. Actos de un yo aislado. Se promete a otro o se recibe la promesa de otro. Se perdona a otro o se recibe el perdón de otro. Creer lo contrario equivale a pecar de autosuficiente o sentirse superior a los demás, y por lo tanto prescindente de ellos. Somos libres, subraya la pensadora, pero no soberanos respecto del otro, no podemos emanciparnos del prójimo. Lo necesitamos, nos necesita. De ahí que haya que ser muy honesto con la clemencia (no se puede convertir en moneda de cambio, no se perdona a cambio de algo, si no se puede perdonar no se perdona) y también con la promesa. La tierra está habitada por todos los humanos, no por un solo humano, se lee en “La condición humana”. Cada uno, aislado, es irremediablemente mortal. La humanidad no lo es, porque ella resulta de la permanente suma e integración de lo que cada quien hace y deja durante su vida. Una promesa incumplida viene a ser una resta en esa realimentación permanente de la condición humana.
Las promesas, en cualquier campo del acontecer humano, desde el más íntimo al más público, nos ligan a los demás (a uno, a muchos). Una promesa es, en cierto sentido, un contrato moral. Es ella, dice Arendt, la que habilita a la fe y a la esperanza en los asuntos humanos. Una promesa dice que hay algo por comenzar, algo por construir, algo por continuar. Aletea en ella la idea de trascendencia, de ir más allá de la propia y solitaria mortalidad. No se puede, por lo tanto, prometer livianamente, sin escucharse a sí mismo, tomando conciencia de aquello por lo cual se da la palabra. El que se inicia será un año en el cual, a la luz de las elecciones de medio término, el aire se llenará de promesas. Sería bueno escucharlas y emitirlas a la luz de estas ideas. Sin embargo, fuera del escenario político, todos prometemos y todos recibimos promesas en nuestra vida cotidiana, en nuestras actividades, en nuestras relaciones con otras personas (familiares, profesionales, laborales, comerciales, de amistad, de pareja, de vecindad). No se trata de prometer demasiado, sino de prometer responsablemente. Hay circunstancias que habilitan el perdón ante una promesa no cumplida. Pero también las hay que cierran el camino al perdón. De algún modo acaso sea posible decir que, en definitiva, por nuestras promesas nos conoceremos.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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