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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

En defensa de la rueda

25 de Febrero de 2018 | 08:32
Edición impresa

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

Quítenle a un auto el airbag, el GPS, la radio, los parlantes, el aire acondicionado, los espejos retrovisores, y aún seguirá andando. Quítenle las puertas, los guardabarros, los paragolpes, y aún funcionará. Quítenle el motor y, si lo empujan, avanzará o retrocederá según el caso. Pero no lo quiten las ruedas, porque entonces habrá perdido toda utilidad e identidad. Los anuncios publicitarios de la industria automotriz machacan con las palabras confort, diseño y tecnología. Sin embargo, lo más importante de un auto, las que que lo convierten en vehículo, son las ruedas. Lo mismo ocurre con ómnibus, trenes, camiones, carros, bicicletas, motos, patines. E incluso los aviones necesitan de ruedas para el decolaje y el aterrizaje.

No se sabe quién inventó la rueda, aunque en Llubliana, Eslovenia, se encontró hace un tiempo la que es considerada por los arqueólogos como la rueda más antigua de la historia humana. Tiene 70 centímetros de diámetro, 5 centímetros de espesor, y está construida en madera maciza. Junto a ella hallaron un eje de 120 centímetros, aunque no la otra rueda. Según los cálculos de los científicos, la encontrada tiene entre 5.100 y 5.350 años de antigüedad.

Qué es, entonces, la rueda? Una de las más invalorables innovaciones del hombre

 

Imaginemos ahora la vida humana sin la rueda. Resulta casi imposible a esta altura del siglo XXI. ¿Qué es, entonces, la rueda? Junto al fuego o la electricidad, una de las más extraordinarias e invalorables innovaciones producidas en el devenir del ser humano por este planeta. Si lo pensamos de esta manera le devolvemos a la palabra innovación su significado esencial y, con él, su dignidad. No es poca cosa en una época en la cual el furor por la novedad terminó por hacer de la innovación un culto y de muchos de sus sacerdotes verdaderos lenguaraces que desarrollan teorías tan frágiles como un castillo de arena y tan volátiles como una pluma en el viento.

VIEJAS INNOVACIONES

La palabra innovar se origina en el latín “innovare”, que significa renovar o mejorar. Como siempre, el significado y el origen de las palabras son más que simples anécdotas o curiosidades. La rueda, la electricidad, el fuego (su descubrimiento es anterior incluso a la rueda), la escritura en tabletas de arcilla (alrededor de diez mil años atrás), realmente mejoraron la vida de nuestra especie en la tierra. Y lo continúan haciendo. Quiere decir que no fueron solo novedades, algo que nace y muere para ser remplazado por la próxima novedad, la que a su vez no tardará en envejecer y caducar. Fueron y son reales innovaciones. Incluso se puede mencionar otras, que se incorporaron de tal manera a nuestras vidas que parecen olvidadas. Un ejemplo sencillo: el cuchillo, la cuchara y el tenedor. Nunca remplazados, nunca rediseñados, siempre iguales a sí mismos, siempre atendiendo necesidades. O el botón y el ojal. O la imprenta. Antes aún, el papel. O el vaso. O el martillo. Con solo salir del automatismo y ejercitando la abandonada y útil práctica de ver lo obvio es posible descubrir que, desde hace siglos, vivimos rodeados de innovaciones que lo son en el verdadero sentido de la palabra.

En “De la estupidez a la locura”, una antología imperdible de sus columnas periodísticas, ese gran humanista que fue el italiano Umberto Eco (1932-2016), filósofo, semiólogo y pensador multifacético, enumera muchas de las insuperables innovaciones de las que nos beneficiamos hoy y que vienen de los dos últimos siglos. El tren, el auto, los barcos de vapor, la arquitectura de cemento armado, la dinamo, la turbina, el motor diésel, la máquina de coser, la heladera, las conservas en lata, el inodoro, la estilográfica, la goma de borrar, la aspiradora, la hoja de afeitar, los fósforos, el cierre relámpago, el impermeable. La lista se extiende, pero lo que importa es que, al repasarla, advertimos cómo una innovación es algo muy diferente de una moda. Y, sin embargo, aceptamos día a día que se nos ofrezcan modas como innovaciones.

¿Cuál es la diferencia? Sencillamente, las modas pasan, no responden a necesidades sino a deseos (que, muchas veces, ellas mismas crean), se renuevan incesantemente porque suelen responder a intereses comerciales o a la búsqueda de llenar vacíos existenciales extendidos y colectivos, mientras las innovaciones atienden necesidades y prioridades, al hacerlo mejoran la vida de las personas, producen transformaciones sociales y culturales y se inscriben en la historia.

Los verdaderos innovadores no se atribuían ese título

 

Es necesario advertir que mejorar la vida significa mucho más que hacerla más cómoda. Representa crear condiciones en las cuales se amplíe el conocimiento del mundo, se hagan más ricas las experiencias vitales y se enriquezcan los instrumentos externos e interiores que contribuyan al encuentro del sentido existencial. Como señala la filósofa Debra Satz, directora del Centro de Ética de la prestigiosa Universidad de Stamford, California, en su libro “Por qué algunas cosas no deberían estar en venta”, es mucho más importante atender las necesidades humanas desatendidas “que sobrecargar las arcas de quienes ya viven rodeados de lujo”. Para Satz, los mercados económicos y tecnológicos de hoy se desentienden de esas necesidades para apuntar en cambio a urgencias frívolas. Y si se observa en perspectiva la euforia innovadora del presente, pronto se le dará la razón. Buena parte de esa euforia está guiada por la frivolidad, por intereses comerciales, por precipitaciones mediáticas y por una aceleración devoradora que incita a cambiar por cambiar, que exige constantemente novedades para alimentar la bulimia consumista.

LA MANÍA Y SU ANTÍDOTO

Hoy parece imposible vender cualquier producto, desde un auto hasta un champú, desde un yogurt hasta un paquete de papas fritas, sino se le adhiere la palabra “nuevo”. Importa que sea nuevo y no qué contiene o a qué necesidad real va dirigido. Y se llega a absurdos como el de anunciar como “novedad” que una determinada marca de cerveza vuelve a ser igual que “antes”. Así, hasta lo tradicional y lo pretérito deben ser “nuevos”. No sería raro, en este festival de falacias, que pronto nos encontremos con una campaña publicitaria y de marketing en la que se nos anuncie el último grito de la innovación: la rueda.

¿Qué hace un innovador que no innova? Desaparece como tal. Los verdaderos innovadores no se atribuían ese título. Sus áreas de actividad y pensamiento eran diversas, y desde allí llegaban a las acciones transformadoras. Pero, al haberse creado esa categoría, los gurúes que la integran están obligados a justificarla generando una novedad detrás de otra. Carl Marx escribió que todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo mismo puede decirse del “innovador” que no innova. Para evitar que esto ocurra se suceden las noticias, eventos, ferias, congresos y demás, dedicados a la innovación. Allí se manifiesta lo que el ensayista Nassim Nicholas Taleb llama “neomanía”. La define como “el mal del amor moderno por la modernidad misma”. No se trata de un mal incurable. El antídoto consiste en valorizar lo que existe, recuperar el agradecimiento por lo recibido y crear aquello que de veras necesitamos. Porque a menudo no hay nada más nuevo que lo viejo. Viejo a mucha honra, por supuesto.

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