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El castigo social a los guardametas que cometen errores
Moacir Barbosa, arquero brasileño del Mundial en 1950 y Willy Caballero, arquero argentino en los dos primeros partidos del mundial 2018
Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar
En España se los alcanzó a llamar “Sanpedros”, así, sin separar. O también “porteros del cielo”. Se habla, claro está, de los arquero de fútbol. Así lo denominaron a Ricardo Zamora, más conocido como el “Divino Zamora”, un arquero mitológico de las primeras décadas del siglo pasado en el fútbol español.
No sólo los novelistas y cuentistas le rinden culto especial a los guardametas. También lo hacen filósofos, poetas y hasta teólogos. Hace poco tiempo el Papa Francisco enhebró una suerte de “ideología del arquero” en un discurso motivador para todo aquel que enfrente momentos difíciles y obstáculos en la vida. “A mí me ayuda mucho pensar en el fútbol porque me gusta y me ayuda” comenzó diciendo el Papa, durante una audiencia que mantuvo con jugadores y dirigentes del club español Villarreal.
Y agregó: “Pero cuando suelo pensar más, lo hago en el portero. ¿Por qué? Porque él tiene que atajar la pelota de donde se la patean, no sabe de dónde vendrá. Y la vida es así”.
Medio siglo antes había dicho algo parecido Albert Camús, que jugó como aquero en el club profesional Racing Universitario, de Argel:
“Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudo mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser lo que se dice derecha”.
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En Argel, Camús jugaba al arco porque en ese puesto no gastaba los zapatos
El novelista uruguayo Eduardo Galeano escribió: “En 1930 Albert Camus era el San Pedro que custodiaba la puerta del equipo del fútbol del la Universidad de Argel. Se había acostumbrado a jugar de guardameta desde niño, porque ese era el puesto donde menos se gastaban los zapatos. Hijo de casa pobre, Camus no podía darse el lujo de correr por las canchas: cada noche, la abuela le revisaba las suelas y le pagaba una paliza si las encontraba gastadas. Durante sus años de arquero, Camús aprendió muchas cosas”. Entre ellas, como dijo el propio autor de El Extranjero, que la pelota nunca viene hacia donde uno la espera.
Agregó Galeano sobre Camús: “También aprendió a ganar sin sentirse Dios y a perder sin sentirse basura, sabidurías difíciles, y aprendió algunos misterios del alma humana, en cuyos laberintos supo meterse después, en peligroso viaje, a lo largo de sus libros”.
Pero la sociedad, que muchas veces idealizó a los arqueros y los convirtió en héroes o semidioses, no tuvo misericordia alguna, a la hora de juzgarlos por los supuestos errores que cometieron en determinados partidos. Este último fue el caso –ciertamente dramático- de Moacir Barbosa, arquero e ídolo brasileño que jugó la famosa final de la Copa Mundial de 1950 contra Uruguay. Idolo hasta entonces solamente, después convertido –a lo largo de 50 años, pues murió en el 2000- en un espectro errante y sin consuelo, en un desterrado en su propio país.
Brasil perdió aquel partido y le echaron la culpa a Barbosa por el segundo gol, convertido por el puntero uruguayo Alcides Ghigia. “Llegué a tocarla. Creí que la había desviado al córner. Pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro de la portería, un frío paralizante recorrió mi cuerpo y sentí de inmediato todas las miradas sobre mí”, explicaría en una entrevista tardía. “La culpa no fue mía. Éramos once”.
Pocos días después del “Maracanazo”, es decir de la final perdida por Brasil, llegó un camión a la casa de Barbosa. Le traían los dos postes y el travesaño del arco del Maracaná, el mismo arco en el que le habían hecho el gol. “Cuidá los palos, Barbosa”, decía un papel que acompañaba la encomienda.
Treinta años después Barbosa, un verdadero muerto en vida, tomaba un café y escuchó que una madre le susurraba a su hijo: “Míralo, este es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”. También diría Barbosa: “La gente necesitaba un culpable y fui yo”, y en sus días finales se le oyó decir: “La pena máxima en Brasil son 30 años de cárcel, pero yo he estado pagando, por algo de lo que ni siquiera soy responsable, durante 50 años”.
No hace mucho, Tabaré Cardozo, cantante y letrista de las murgas uruguayas compuso esta letra dedicada a Barbosa: “La noche está de luto/
la fiesta terminó/ el mundo no comprende qué pasó/ con el campeón./ La calle está desierta/ el sueño se perdió/ el llanto de un borracho/ es un botón de maldición./ Cuida los palos Barbosa/ del arco del Brasil/ la condena de Maracaná/ se paga hasta morir”.
Hace pocos días tuvo mucha más suerte que Barbosa el arquero del seleccionado argentino, Wilfredo Caballero, responsable directo del primer gol de Croacia que abrió el camino del triunfo de los europeos por 3 a 0. La posterior clasificación del equipo argentino a octavos de final lo salvó de una catástrofe ontológica de magnitud acaso similar a la que atravesó el pobre Barbosa. Ya había recibido varias amenazas de muerte.
Otro arquero argentino, acaso el más histórico de todos, Amadeo Carrizo fue literalmente vapuleado por las hinchadas argentinas durante los dos años posteriores al Mundial de Suecia, en 1958. Arquero indiscutido, se le endosó la derrota ante Checoslovaquia, pero dos años después Carrizo, vuelto al arco de la selección, conquistó la Copa Roca. Vencieron, sin goles en contra en el torneo, al Brasil de Pelé, al Portugal de Eusebio y a la mejor Inglaterra. Y Amadeo volvió a ser instalado en el podio.
Los que peinan canas en el país o los que no peinan nada, saben que Carrizo inventó el puesto. “Hoy a los arqueros se les exige que jueguen bien con los pies… Fue una cualidad, una habilidad que siempre tuve porque desde chico me gustó jugar de delantero. Ser jugador de campo me ayudó a ser mejor arquero. Siempre aconsejé eso. Siempre es bueno quedarse a patear al arco, jugar un picadito, que el técnico ponga al arquero adelante para que se vaya dando cuenta de la habilidad del compañero”.
Amadeo Carrizo jugaba con camisetas “color tribuna”, desteñidas con lavandina
Amadeo era un dominador del juego. Estaba en todo. Sus camisetas de arquero siempre fueron amarillas o verdes, pero bien desteñidas. “Me la daban nueva y mi mujer las desteñía con lavandina…porque siempre pensé que la camiseta del arquero tiene que tener color tribuna…Nada estridente, como para mimetizarse con el fondo y no darle referencia a los delanteros”.
Alfredo Rojas, el famoso “Tanque”, fue un número 9 arrollador, una suerte de fuerza de la naturaleza en el área. Empezó en Lanús, brilló en el Lobo del 62 y jugó para Boca. El Tanque cuenta que Carrizo –que había sido su adversario en River- miraba siempre los ojos del delantero contrario, cuanto éste venía con la pelota dominaba. Uno lo veía a Carrizo lejos… “Y hay un momento en que el delantero debe bajar sus ojos, antes de patear al arco…Cuando yo iba a bajar los ojos lo tenía a Carrizo a cinco metros y cuando los levantaba él se había adelantado con rapidez, te dejaba sin espacio y lo tenías a centímetros tuyo tapándote el tiro”.
Carrizo, Fillol, Gatti, Casillas, Buffon, Yashin, Rogelio Domínguez, Banks, el Divino Zamora, el olímpico Angel Bossio (la Maravilla Elástica), entre tantos otros y también, sí, por qué no, Moacir Barbosa, todos Sanpedros, todos porteros del cielo admirados por la literatura.
Moacir Barbosa, arquero brasileño del Mundial en 1950 y Willy Caballero, arquero argentino en los dos primeros partidos del mundial 2018
Amadeo Carrizo
Albert Camús
Eduardo Galeano
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