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Séptimo Día |UNA MIRADA AL MUNDO DE LA ESCRITURA PARA CHICOS

Literatura infantil: ¿cómo salir del ghetto?

Víctima de paternalismos y prejuicios los textos para los más pequeños parecen destinados a un territorio cautivo

Literatura infantil: ¿cómo salir del ghetto?

Desde no hace mucho tiempo se despertó en el país un campo de trabajo en torno de la literatura infantil: centros de investigación, maestrías, seminarios y textos críticos/Shutterstock

12 de Agosto de 2018 | 08:03
Edición impresa

Por ADRIÁN FERRERO

Hablar de literatura infantil diera toda la sensación, en principio, de internarse en un territorio demasiado simple. Simples parecen los argumentos de sus libros porque no aparentan tener tramas intrincadas. Simple suele ser su estructura y breve su longitud. Simple es el lenguaje en que están narradas sus historias. Tampoco dieran la impresión de ofrecer mayores resistencias para su comprensión. Sin embargo, a poco de ponerse a profundizar en ella y sus problemáticas comprobamos que se trata de un campo erizado de complejidades del que emergen una serie de núcleos polémicos.

En efecto, el reconocido crítico cultural británico de la Universidad de Birmingham Raymond Williams, entre las distintas clasificaciones que proponía para los textos literarios, mencionaba entre una de ellas los públicos a los cuales estaba dirigida. ¿Qué quería decir esto? Naturalmente aludía a la edad de los lectores a la que estaba orientada dicha producción. Pero ¿abriga este punto de vista algún aporte acerca de la índole de esa literatura en particular? ¿resulta iluminadora? ¿o nos confunde más aún?

Está claro que dejando de lado tipologías (no siempre demasiado útiles), la divisoria de aguas en literatura es que existe la buena o la mala, a secas. Ése es el punto nodal que traza la divisoria en la excelencia de un arte que se remonta a las primeras manifestaciones culturales de la antigüedad y está vinculado a prácticas rituales, religiosas y sociales. Pero no menos cierto es que hay libros que, por su nivel de complejidad cognitiva, erudita y relativa al pensamiento abstracto pueden ofrecer incuestionables resistencias a las cuales un público infantil no puede sustraerse. O, por lo menos, frente a las cuales puede manifestarse fuertemente condicionado. Si, por ejemplo, le proponemos a un niño o niña que lea la novela Ulises del escritor irlandés James Joyce, no sólo por su exagerada longitud sino por sus temas, el modo en que está organizada su construcción narrativa y sus técnicas probablemente dé un bostezo y lo cierre, acobardado, perezoso o aburrido.

La divisoria de aguas en literatura es que existe la buena o la mala, a secas

 

No se trata de subestimar al sujeto infantil sino, por el contrario, de respetar sus atributos y no confundirlos estrictamente con los de un adulto, sin por ello incurrir en esencialismos. Pero eso sí. No hacerlo desde un a priori prejuicioso. Sí en cambio contemplando sus disposiciones. La noción de pertinencia, oportunidad y adecuación resultan cruciales frente a este panorama. De modo que si aspiramos a formar niños y niñas lectores, resulta conveniente, me parece, tener en cuenta estas premisas.

La historia de la recepción de la literatura infantil, como la de la literatura en general, está atravesada por numerosas variables y, naturalmente, se ha visto afectada por factores extraliterarios. Uno de ellos lo constituye uno obvio, pero que con un primer análisis se vuelve un condicionamiento grave: su escritura, su circulación, su selección y el modo en que es impartida en cursos, talleres así como en la educación formal están en manos de adultos. Este no constituye un dato menor porque desde las ideologías que subyacen a cada una de estas prácticas sociales hasta el uso que de la literatura infantil ellas ponen en juego, sus abordajes pedagógicos, la elaboración de criterios evaluativos e hipótesis interpretativas correrán por cuenta en ocasiones de personas que, o bien no siempre están familiarizadas con la necesidades de la niñez, que directamente no están en contacto con ella o están escasamente informadas acerca de sus intereses y su psicología. En otros casos, algunos de ellos tienen una visión paternalista o reduccionista de esa literatura. Finalmente, otros puede que estén desactualizados tanto en lo referente a enfoques como a novedades bibliográficas.

En la antigüedad no se realizaban distingos entre literatura infantil de literatura, a secas. Mitos, leyendas, relatos populares anónimos, entre otras fuentes, eran el fermento para alimentar una imaginación infantil ávida por consumirlas que se transmitían de generación en generación. De ese modo podían acceder a la cuota de ficción tan primordial para una existencia. Más tarde, una serie de creadores recopilaron buena parte de esas narraciones populares. En ese caso ya asistimos al fenómeno de la literatura “con firma”, en el cual dichas historias anónimas y populares eran estabilizadas, fijadas y normalizadas según versiones, a lo que podríamos sumar todas las repercusiones que traen aparejadas el paso de la oralidad y el anonimato a la escritura y la autoría en tanto que prácticas culturales. Una vez más es el adulto con sus diferentes variantes ideológicas quien toma las decisiones. A estas versiones recopiladas se vendrían a sumar historias “de invención”. Comienza a operar aquí la figura del creador o creadora. En la medida en que la literatura “de autor” se generaliza, se comienza a parcelar como una especialización dentro del campo literario, sobre todo forzada por la profesionalización del escritor que cunde sobre todo con la expansión del capitalismo. Los creadores a estas alturas ya se plantean su oficio como una práctica social de una clase singular con determinadas características y orientadas a un lectorado determinado.

No se trata de subestimar al sujeto infantil sino, por el contrario, de respetar sus atributos

 

¿Y con qué paisaje nos encontramos en la actualidad? Ferias del Libro Infantil y Juvenil, autores y autoras que se han consagrado de manera exclusiva a escribirla, conferencias, visitas a establecimientos educativos por parte de escritores y escritoras, la práctica de la narración oral, las mesas redondas, el nacimiento de editoriales concentradas en la literatura infantil o bien la creación de colecciones en otras. A todo ello han venido a sumarse los estudios académicos. En efecto, se ha despertado desde no hace tanto tiempo en Argentina (entre otros países) un campo de trabajo en torno de la literatura infantil: centros de investigación, maestrías, congresos y jornadas, seminarios, además de una profusa masa de textos críticos. Pese a todo, el lugar de la literatura infantil continúa siendo marginal. Es cierto. Hay secciones en librerías especialmente destinadas a su venta (lo que ya es un dato sintomático: se la ubica en un aparte). No menos cierto es que escasamente circulan a nivel masivo reseñas críticas sobre estos libros en suplementos literarios, lo que podría ser tanto formativo como informativo si ocurriera y colaborar en materia selectiva a la hora de adquirirlos además de conocer la jerarquía de sus hacedores.

A mi juicio ha tenido lugar (no sólo en nuestro país), como parte de todos los factores que que acabo de enumerar, la formación de un ghetto, que se ha vuelto contraproducente porque confina más que incorpora a la literatura infantil al gran concierto de la literatura en su acepción más amplia. Así, la literatura infantil no pareciera estar destinada a la avanzada ni a introducir propuestas estéticas radicales sino, en todo caso, circular en paralelo, sino a la retaguardia. de la literatura así llamada para adultos. Diera la impresión de que no se pudieran esperar de ella abordajes novedosos, técnicas innovadoras o iniciativas experimentales.

El teatrista argentino Hugo Midón, acertadamente afirmó que la literatura infantil es “apta para todo público”. Soy partidario de que los adultos (cualquiera sea nuestro vínculo con la literatura infantil) nos sumerjamos en páginas no sólo memorables sino, en ocasiones, de genio.

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