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Sergio Sinay*
Sergio Sinay*
Cuando arrecian las crisis y todo se vuelve incierto, cuando las expectativas se ven continuamente defraudadas y las frustraciones y decepciones se encadenan, la desconfianza se reproduce como mala hierba. Carcome vínculos, aleja a las personas ente sí, impulsa a crear pequeños círculos de “nosotros”, que estarán siempre precaviéndose de “ellos” (los otros) o enfrentándolos. La desconfianza es, desde su mismo nombre, la cara opuesta de la confianza, su extremo. Confianza es una palabra que une los vocablos latinos “con” (todo, junto) y “fides” (fe). Confiar es, entonces, depositar toda la fe en algo o en alguien.
¿Alcanza la fe, por mucha que sea, para confiar? ¿No nos ciega a veces la fe, impidiéndonos mirar, comparar, pensar, discernir, razonar? Samuel Johnson (1709-1784), gigantesca figura intelectual inglesa del siglo dieciocho cuyo talento abarcaba la poesía, el teatro, el ensayo, la biografía y la lexicología, sostenía que “nuestro ánimo se inclina a confiar en aquellos a quienes no conocemos por esta razón: porque todavía no nos han traicionado”. Típica de la aguda ironía propia de Johnson esta reflexión merece ser tomada en cuenta. Y alerta contra los peligros de la fe ciega.
Como el amor, la confianza debe experimentarse con los ojos abiertos. Y como el amor, también ella es un punto de llegada. Cuando se la toma como punto de partida se queda a merced de la decepción. Ninguna de estas dos vivencias humanas fundamentales debiera sostenerse en la magia. Ni el amor ni la confianza se consiguen hechos. Se construyen paso a paso, en el tiempo, con actitudes, acciones y experiencias. No es recomendable confiar en alguien solo porque esa persona, sea en el orden de las relaciones interpersonales o en la política, los negocios o cualquier ámbito social, público y colectivo diga “confiá en mí”. Así se trate de una pareja potencial, de un conocido, un amigo reciente, un candidato, una marca, un banco, un profesional, un proveedor, o una institución de cualquier orden, no alcanza con eso. Alguien o algo se torna confiable como resultado de una historia compartida, de actitudes recurrentes, de coherencia entre sus palabras y sus acciones. Por eso la confianza se cuece a fuego lento en las hornallas del tiempo. Y por eso es un punto de llegada, requiere recorrer un camino con todas sus alternativas y todos sus accidentes. El filósofo alemán Federico Nietzsche (1844-1900), cuyas ideas permanecen vivas en el pensamiento contemporáneo, escribía en su ensayo “Humano, demasiado humano” lo siguiente: “Las personas que nos brindan su plena confianza creen por ello tener derecho a la nuestra. Es un error de razonamiento: los dones no dan derecho”. La confianza es una avenida de doble tránsito, en cualquier vínculo debe ser dada y recibida, pero no de una manera automática e instantánea, sino como resultado de una tarea de construcción en común.
Paradójicamente, así como la confianza verdadera tiene una historia, es decir un pasado, que la avala y la sostiene, ella se centra en el presente. En su “Diccionario filosófico” el pensador francés André Comte-Sponville la define como una esperanza bien fundada, que se refiere menos al futuro que al presente, menos a lo que se ignora que a lo que se conoce, menos a lo que no depende de nosotros que a lo que sí depende”. Esto es así, dice Comte-Sponville, porque nosotros elegimos con quién establecemos lazos de confianza. Para este filósofo, en esa elección hay un parentesco con la fe. Pero no se trata, aclara, de Fe en el Hombre (así, con esas mayúsculas generalizadoras), sino de una fe en alguien que conocemos, y que será mayor en la medida que más lo conozcamos, hasta dejar de ser fe para convertirse sencillamente en confianza. Comte-Sponville no ignora que, aún así, podemos equivocarnos y decepcionarnos, pero esto es preferible, sostiene, a la confianza ciega o a la sospecha generalizada.
Ahí se abre una cuestión importante. Cuando se ejerce repetidamente la confianza ciega y esta termina, también repetidamente, en decepción, es habitual que saltemos al extremo opuesto. No creer en nada ni en nadie. Esto intoxica la vida y lleva a un progresivo aislamiento, tanto en el ámbito individual e íntimo como en el colectivo y social. Se extienden el escepticismo y la paranoia. Nadie es confiable, en nada se puede confiar, las personas se encapsulan y aíslan, los diálogos están hechos de prevención, todo el mundo está a prueba de todo el mundo. Las sociedades que padecen crisis periódicas, que carecen de proyectos comunes y convocantes, que experimentan quebrantos económicos y defraudaciones morales en serie caen en ese estado. Y como las personas, pueden encallar en alguno de estos puertos: la manía o la depresión. En el primer caso, y en la desesperación por superar la frustración, vuelven a confiar ciegamente, sin reflexión, sin mirar en quién, apelando al pensamiento mágico. En el segundo, son víctimas de la abulia y el descreimiento, abandonan todo intento de proyecto colectivo, se abandonan a la suerte. Tanto una puerta como la otra son salidas falsas, que conducen a la nada. Tanto para el orden colectivo como para el individual, en su libro “Himnos a un dios desconocido” el filósofo Sam Keen aconseja: “Cuídese de los líderes carismáticos, de las autoridades incuestionables, de los maestros iluminados, de los gurús perfectos, de los profetas reencarnados y de los terapeutas que aseguran haber descubierto la única terapia válida”.
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El propio Keen dice que es esencial discernir entre credulidad y creencia responsable, y que la gran pregunta a responder en lo íntimo y en lo público es “¿A qué podemos entregarnos?”. Este interrogante pone de relieve la relación entre confianza y responsabilidad. Todos somos responsables de nuestras actitudes, de nuestras palabras, de nuestras reacciones, de nuestras elecciones y de nuestras decisiones, tanto frente a las cuestiones que dependen de nosotros como frente a las que no. Cada una de esas actitudes, palabras, reacciones, elecciones y decisiones tiene una consecuencia. De esa consecuencia no se puede culpar a nadie. Responsabilidad y culpa van por vías diferentes y hasta opuestas. Cuando nuestra confianza es defraudada es momento de revisar la responsabilidad que nos toca, en quien o en qué, cómo y por qué, confiamos. Si fue por una cuestión de fe, si fue creencia ciega, no habrá que cargar las tintas sobre el que nos timó. Si fue con los ojos abiertos y la mente despierta, no podremos echarnos culpas, porque la defraudación es posible a pesar de todo. Hay expertos estafadores sentimentales, económicos, políticos, deportivos, religiosos, y en todos los ámbitos de la vida humana. así como también están, y no son pocas, aquellas personas que, por su coherencia moral, llevaron a Gandhi a afirmar que “Los hombres de carácter intachable inspiran confianza con facilidad y automáticamente purifican la atmósfera circundante”.
Por último, la confianza se reconstruye, cuando ello es posible, del mismo modo en que se construye. No con palabras, si con acciones. No con juramentos, sí con actitudes. Con tiempo. Y con los ojos abiertos.
La confianza se cuece a fuego lento en las hornallas del tiempo. Y por eso es un punto de llegada
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