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Que el miedo no tape el bosque

SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY

17 de Mayo de 2020 | 08:02
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Más allá del incesante recitado de cifras y estadísticas, de las promesas de vacunas y del escepticismo respecto de ellas, del cuestionable sensacionalismo del que muchos comunicadores no supieron abstenerse, de los diferentes modelos que los gobiernos del mundo adoptaron para afrontarla y de tantas otras cuestiones inmediatas y coyunturales, la pandemia desatada por el COVID-19 propone abundante material reflexivo para filósofos, políticos y ciudadanos comunes. Temas que, como el propio virus, afectan a todos y en todas partes. Entre ellos los siguientes: la vigencia de los principios republicanos durante una pandemia; la invasión de la privacidad y el control sobre la vida de los ciudadanos; el respeto por los derechos de los individuos; los modelos de comunicación de los gobernantes.

Cuando se impone la urgencia el razonamiento suele obnubilarse y lo importante queda en sala de espera por tiempo indeterminado. El coronavirus impuso la urgencia como modo predominante. En el ensayo “Ceguera moral” (del que es coautor junto al historiador y filósofo político lituano Leónidas Donskis) dice el gran pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) que cuando los gobiernos no pueden ejercer su poder porque este quedó en manos de los mercados financieros internacionales (siempre anónimos y ajenos a cualquier principio moral), deben encontrar algún modo de aparentar que aún están al timón. De acuerdo con Bauman gestionar el miedo es el camino más corto que encuentran, dado que en el mundo contemporáneo los miedos abundan. Para nombrar algunos: a la inseguridad urbana, a la precariedad económica, al terrorismo, a lo inesperado y a las pandemias. Es necesario llevar ese miedo al extremo, advierte el padre del concepto modernidad líquida, para enfatizar el ejercicio del poder y obtener la obediencia ciudadana. Así, el temor se convierte en excluyente y otras cuestiones importantes y decisivas para el bien común y para la vida y el destino de los ciudadanos quedan opacadas.

LA OTRA VACUNA

Este es un tema delicado que merece una reflexión cuidadosa y serena, porque, como ha ocurrido a la largo de la historia, las pandemias pasan, pero las secuelas que marcan a las sociedades en aspectos sociales, conductuales, psicológicos, ideológicos, económicos, políticos y vinculares quedan. Tan importante como el hallazgo de una vacuna contra el virus es que funcione la vacuna de la Constitución, que previene al cuerpo social de los graves riesgos del autoritarismo y la arbitrariedad. Esta vacuna no debería dejar de aplicarse nunca, pero menos aún en tiempos de crisis severas. Los derechos ciudadanos y la gobernanza mediante los tres poderes básicos de la república (ejecutivo, legislativo y judicial) son componentes esenciales de este antídoto.

Cuando la tentación autoritaria se combina con el miedo masivo e irreflexivo puede y suele ocurrir que las ciudadanías, a cambio de la promesa de protección, acepten la cancelación de la vacuna republicana. Como ocurre con cualquier vacuna, eso produce un estado de riesgo. Y de esta cancelación a menudo es muy difícil volver. Cuando la gestión de las crisis extremas se cumple con la presencia y el protagonismo equitativo de los tres poderes el antídoto está activo. Cuando uno solo de ellos se arroga la comandancia, una luz de alerta debería encenderse en el tablero de la vida ciudadana.

Cuando se impone la urgencia el razonamiento suele obnubilarse

 

En los casos en que esto sucede se enturbia la comunicación desde los gobernantes hacia los ciudadanos. Martín Buber (1878-1965), filósofo humanista existencial nacido en Viena y creador de lo que llamó filosofía del diálogo, advertía contra el lenguaje de los gobernantes, al que llamaba “monológico”. Esto significa un discurso basado en el monólogo, en el que el emisor no deja lugar al receptor, solo usa a este como destinatario de sus palabras, y cierra el mensaje una vez emitido. Buber abogaba por la relación “dialógica”, basada en el diálogo (no confundir con monólogos paralelos). En esta hay un vínculo entre un Yo y un Tú que se respetan mutuamente y, enriqueciéndose desde sus diferencias, elaboran consensos y acuerdos en los que ambos se sienten escuchados, registrados, contenidos y representados. En las sociedades “obedientes”, como las llamaba Buber, impera el discurso “monológico”, emitido por gobernantes que no admiten réplica y que descalifican a quienes las intentan. En las sociedades “desobedientes” (que Buber veía como fruto de auténticas democracias), se dialoga, se escuchan voces diversas, se respetan puntos de vista alternativos y de esa dinámica se extraen consensos que enriquecen la convivencia y el bien común. En situaciones como las que presenta la pandemia y su interminable secuencia de cuarentenas es posible rastrear los modelos de las sociedades que atraviesan la experiencia.

LA VISIÓN NECESARIA

En 1848 el escritor, poeta y pensador estadounidense Henry David Thoreau (1817-1862) pronunció una conferencia que se publicaría luego como un opúsculo titulado “Desobediencia civil”. Contaba su experiencia como objetor a medidas gubernamentales que impulsaban a la guerra, reforzaban la esclavitud y acentuaban la pobreza, además de obligar a los ciudadanos a sostener instituciones privadas con dineros públicos. Thoreau se negó a pagar impuestos para que fueran destinados a esos fines. Estuvo en prisión por ese motivo (apenas una noche, porque alguien pagó fianza a pesar de su disgusto), pero no cambió su actitud. “Nunca me sentí prisionero, de manera que la celda fue un derroche de cemento y piedra”, escribiría luego en su breve y célebre ensayo, perfectamente accesible hoy. “No dejé de sorprenderme por la tontería de una institución que me consideraba únicamente de carne y hueso, materia que puede ser encerrada bajo llave”.

Justamente la creencia de que confinar el cuerpo (carne y hueso, materia pasible de ser confinada) alcanza para resolver una crisis que pone en evidencia graves y postergadas cuestiones y carencias sociales, sanitarias, económicas y aún políticas, y la idea de que se puede llegar a controlar a cada ciudadano mediante puniciones y aplicaciones informáticas es otro de los riesgos que aparecen en la gobernanza durante la pandemia. Esto equivale a creer que, efectivamente, muerto el perro se acabó la rabia (si nadie sale, nadie se contagia). Pero la realidad (tanto como la lógica y el sentido común) indican que muerto el perro se acabó el perro, pero la rabia sigue existiendo y se manifestará en otro can o en otro vector. Porque el tema es la rabia (léase el descuido crónico del sistema sanitario, la tentación de la gobernanza por decreto, la pobreza, el olvido de otras enfermedades graves que son producto de esta, como el mal de Chagas, el dengue, la desnutrición, la debilidad, la mala praxis o la inoperancia de los poderes republicanos) y no el perro. El can llamado pandemia estará muerto efectivamente, ya sea temprano o tarde, su vida es limitada por definición y por experiencia. Pero habrá, siempre habrá, otros miedos a la espera. Y con ellos los temas pendientes de una sociedad que permanentemente ve postergado su porvenir. Acaso el gran salto cualitativo que pueda rescatarla de esa eterna espera se produzca cuando existan visiones gobernantes que vayan más allá de la gestión del miedo de turno.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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