

Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner / web
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En 2020, Alberto y Cristina están juntos, el déficit fiscal está en vertiginoso aumento y el mundo atraviesa una pandemia inédita
Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner / web
ALEJANDRO RADONJIC
Septiembre de 2007. Néstor Kirchner transitaba los últimos meses de su exitosa presidencia y ya se había revelado la incógnita sobre si sería “pingüino o pingüina”. Venía Cristina y las elecciones, programadas para octubre, pintaban como un paseo. Y así lo fue: Cristina arrasó y Elisa Carrió no llegó ni al segundo plato. En ese septiembre, en el Día de la Industria en Parque Norte, Kirchner dijo: “Cristina me dice todo el tiempo que hemos gastado mucho, que ella no va a bajar del cuatro por ciento de superávit fiscal”. “El elevado superávit fiscal es central para sostener el tipo de cambio”, agregó Kirchner y eso era clave “para no repetir las nefastas experiencias de atraso cambiario”.
La propia Cristina había dicho, semanas antes ante la cúpula de IDEA (qué tiempos aquellos), que sostendría un superávit fiscal de más de 3 por ciento del PIB. Ese día, en el Sheraton de Retiro, acompañaba a la entonces senadora una sola persona: Alberto Fernández.
Lo que vino después es conocido y estuvo lejos de esa hoja de ruta. Primero, se fue Alberto, a los pocos meses y, con los años, el superávit fiscal y el dólar alto. Cristina recibió un superávit fiscal primario de 2,4 por ciento y, ocho años después, le dejó uno de 3,8 por ciento a Mauricio Macri. La única verdad es la realidad. El gasto primario como porcentaje del PIB creció, según estimaciones de Martín Polo, de 15,4 por ciento hasta 24 por ciento en ese lapso. No hubo ni vestigios de kirchnerismo “austero”. Por el contrario, se convirtió en sinónimo, entre otras cosas, de expansión fiscal. Eso era algo que, entre otros, criticaba Alberto. No por purismo ideológico, por cierto, sino por puro pragmatismo: Argentina funciona mejor con superávit.
En 2020, Alberto y Cristina están juntos, el déficit fiscal está en vertiginoso aumento y el mundo atraviesa una pandemia que ha pulverizado la recaudación y demanda, con justificación, un gasto público que se multiplique y llegue adonde tenga que llegar. Es lo que está ocurriendo. La magnitud del deterioro fiscal en curso es exponencial. El 2019 cerró en -0,4 por ciento y 2020 puede terminar en 5 por ciento o 6 por ciento del PIB. Con el BCRA poniendo casi toda la diferencia, la tendencia preocupa porque Argentina está en un régimen de alta inflación. Hacer una política fiscal contractiva hoy sería lo peor (y, de hecho, nadie lo están haciendo en el mundo), ¿pero después?
En los sectores más ortodoxos (y no tanto) del mercado creen que el Gobierno deberá, en algún momento del segundo semestre, dar señales fiscales de que el aumento del gasto primario fue algo transitorio. Por cierto, decirlo es muy lindo, pero no está claro que así será. No se sabe si el albertismo va a querer (algunas iniciativas que circulan van en sentido inverso, así como el predicamento proestatista) y, también, si va a poder. La demanda de gasto público en Argentina tiende a infinito, y máxime si hay crisis. El riesgo de pasarse de largo fiscalmente no es ofender a los irritables liberales sino incubar una crisis que quizás no estallará en la calle sino en el plano fiscal y monetario. Algo más similar a los finales de los ‘80 que a 2001. Por cierto, son proyecciones muy atendibles y bien fundamentadas desde la empiria, pero que carecen de un insumo determinante: no saben qué hará la política económica.
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Una política que, suponiendo que buscará anclar la pata fiscal, no la tendrá fácil por la comentada demanda de gasto público en un contexto de desolación económica, por un lado y, por el otro, por los costos de recortar gastos que, aunque los asuma un Gobierno peronista y popular, se facturan socialmente. Por ejemplo, con las tarifas de servicios públicos, hoy contenidas por el gasto público. Los subsidios económicos, con eje en el sector energético, crecieron 170 por ciento interanual en mayo. No es poco, como lo son las fuentes de financiamiento: la canilla del BCRA se agotará (además, deberá prender la aspiradora), la presión impositiva no ofrece mucho más y no hay financiamiento fresco.
Hoy, y mientras dure la cuarentena, no hay demasiado para hacer y el libreto está dado, pero se sabe que la situación no es sostenible o, cuanto menos, no es gratis. La política deberá dar señales fiscales y tener delivery porque la única verdad, aun tras la pandemia, seguirá siendo la realidad. Cerca de Martín Guzmán son conscientes de eso y dicen que es una “preocupaciones sana”. Por eso, agregan cerca suyo, están empezando a segmentar la asistencia (por ejemplo, el ATP y el IFE). Sin embargo, es sólo el comienzo de un largo camino repleto de distracciones.
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