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Cierran las aulas, cierra el futuro

Cierran las aulas, cierra el futuro

La escuela es la primera y poderosa experiencia real de la diversidad

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

18 de Abril de 2021 | 08:28
Edición impresa

Los niños y adolescentes menores de 15 años tienen un 50% menos de probabilidades de infectarse de coronavirus, y de transmitirlo. En diciembre de 2020 la National Geographic Society (Sociedad Geográfica Nacional), antigua y respetada institución dedicada a la educación y a la ciencia, editora además de la revista del mismo nombre, daba esta información, surgida de una exhaustiva investigación conjunta de la Dirección Nacional de Salud de Islandia y la compañía deCode, especializada en genética. Era el resultado de un muy completo monitoreo efectuado entre niños y adultos a lo largo del año, desde el comienzo de la pandemia. El dato no fue objetado y la realidad parece confirmarlo. En estos días el ministro de Educación de la Nación, Nicolás Trotta, dio a conocer los resultados de una muestra realizada en 5.926 establecimientos escolares a los que asisten 1.429.190 estudiantes y 214.850 docentes y no docentes. Sobre el total de estudiantes matriculados en 2021, según se informó, los casos positivos de COVID-19 representan un 0,12 por ciento y un 0,79 por ciento del cuerpo de directivos, docentes y auxiliares. Traducido al criollo esto indica que las escuelas no son focos infecciosos. Si fuera por estos índices, durante años habría que haber suspendido las clases en cada otoño e invierno, cuando arreciaban las gripes, las alveolitis y otras dolencias que fueron parte del escenario escolar desde siempre, como sabe cualquier adulto que haya ido a la escuela durante su infancia. El COVID-19 no es una “gripecita”, como afirma con soberbia ignorancia el presidente brasileño Jair Bolsonaro, pero las escuelas no son ni fueron focos infecciosos.

UNA SOLA HERRAMIENTA

Tal evidencia estuvo lejos de ser tomada en cuenta cuando esta semana se decidió meter a las escuelas en la misma bolsa que las fiestas clandestinas, las reuniones deportivas, los shoppings y cualquier congregación de más de 10 personas, así se traten de grupos familiares, y de someter a toda la ciudadanía a un toque de queda que vino a confirmar que, después de un año, no se cuenta con otra herramienta para afrontar la pandemia que no sean el confinamiento y la prohibición. De vacunas y testeos masivos ni hablar por ahora, salvo en cuentagotas y con información siempre parcial, contradictoria y confusa. Que el acatamiento de los decretos haya sido cada vez menor, que la sociedad luzca deprimida, desesperanzada, agobiada y con una impaciencia y un inconformismo por ahora sordos, pero peligrosos con vistas a futuro, no fueron motivos para que la reacción de quienes conducen la nave haya sido más racional, más articulada, menos improvisada.

Que la economía esté diezmada, que se hayan perdido sin retorno puestos de trabajo, proyectos, emprendimientos, sueños y esperanzas no solo por el virus en sí, sino por una repetida mala praxis ante él, es algo que está a la vista y es parte de la dolorosa experiencia y vivencia cotidiana de millones de argentinos. Son estragos verificables en el presente. Pero, aunque quizás no lo parezca o no se haya tomado la dimensión total del problema, el ensañamiento con la educación es mucho más grave, porque sus efectos significarán una sombra larga y oscura sobre el porvenir del país.

Hace un año un informe del Banco Mundial señalaba que, antes del COVID-19, 258 millones de niños y jóvenes en edad escolar estaban fuera de la escuela en todo el mundo. Y la baja calidad educativa significaba que muchos de los escolarizados aprendieran muy poco. Millones de chicos de 10 años eran incapaces de leer y comprender un relato simple y adecuado para su edad. Aquel informe preveía, y temía, que ese panorama se deteriorara aún más a partir de la pandemia. Algo que es evidente en esta Argentina de escuelas clausuradas durante un año y vueltas a cerrar ahora, con la creencia elemental de que muerto el perro se acabó la rabia, sin comprender que no es en las aulas donde acecha la peste.

EL AULA PERDIDA

Pero sí es en las aulas donde se completa y consolida la educación que debiera comenzar en el hogar. En este se adquieren las primeras nociones de valores, de modelos de vínculos, de ejemplos que permitan vislumbrar un sentido en la existencia, la necesidad de vivir para algo más que para respirar, comer, beber y divertirse. Por acción u omisión, con buenos o malos ejemplos, allí comienza la educación. La escuela reafirma el tema de valores, provee instrumentos para conocer y explorar el mundo y para gestionar la vida en él. Es la primera y poderosa experiencia real de la diversidad, de lo que significa convivir con el prójimo, el diferente. Es la gran socializadora. Es el vivero en el que se aprende el significado de las normas, de las reglas, y la importancia de aceptarlas para convivir. Es la experiencia cotidiana en la que se aprende la existencia de los límites y, como consecuencia, un entrenamiento para la libertad. Porque es de veras libre quien sabe que no se puede todo y, a partir de allí, aprende a decidir, a elegir, y comprende que toda elección y decisión tienen consecuencias a las que hay que responder con actitud y con valores. Un sistema educativo deteriorado y devaluado como el argentino (en el cual todas estas cuestiones no parecen pasar por la mente de autoridades educativas ni de sindicalistas) acaso no cumpla con tales funciones. Pero, como estas son inherentes por naturaleza a la escuela, el solo hecho de que los alumnos ingresen a las aulas y se encuentren en ellas, abre, aunque sea por inercia, la posibilidad de que algo de esto se convierta en parte de su formación como personas. Bien dice el psicoanalista italiano Masssimo Recalcati en su profundo y movilizador ensayo “La hora de clase” que “una hora de clase nunca es baladí, no es el discurrir de un lapso que nace ya muerto, no es un automatismo desprovisto de sentido, no es una rutina sin deseo”.

Es encuentro humano, es experiencia emocional, es creación de vínculos y es también, no hay que relegarlo, información intelectual, ejercitación cognitiva. Nada de esto se remplaza con simulacros virtuales, con artilugios tecnológicos, ni se logra a distancia. Como en el amor, como en la amistad, como en la crianza, como en la realización de sueños y proyectos, como en la exploración del sentido de nuestra vida, en la educación hay que poner el cuerpo, porque no somos cerebros ambulantes, no somos artefactos a los cuales se les bajan programas y aplicaciones. Somos seres en los que se integran cuerpo, mente y alma, y la educación involucra a toda esa totalidad. Cerrar las aulas es como dejar de regar a una planta. Será estéril y, si sobrevive, no dará frutos. Probablemente sea mucho pedir que quienes toman decisiones acerca de la pandemia entiendan esto. Parece ajeno a su cosmovisión.

Mientras tanto, aquel informe del Banco Mundial advertía: “El doble impacto del cierre de las escuelas y de la recesión mundial podría tener costos a largo plazo para la educación y el desarrollo si los gobiernos no reaccionan con rapidez para contrarrestarlos. El cierre de escuelas provocará una pérdida de aprendizajes, un aumento en la cantidad de deserciones escolares y una mayor inequidad; la crisis económica que afecta a los hogares agravará el daño, pues vendrá acompañada de menor oferta y demanda educativa”. Punto.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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