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Por ROBERT J. SAMUELSON
WASHINGTON.- No soy un gran admirador, ni siquiera un pequeño admirador, del presidente Donald Trump. Muchas de sus políticas me parecen poco deseables, algunas, extremas.
Sus antecedentes y su temperamento no lo prepararon para la presidencia. Ignora, en gran parte, muchos de los problemas que debe enfrentar. Y sin embargo, a pesar de todo eso, la idea de hacerle un juicio político y sacarlo de su cargo, de la que se habla mucho, me causa un extraordinario desasosiego.
Los norteamericanos, estamos enormemente orgullosos de nuestro sistema político, aún cuando menospreciemos a nuestros políticos y desconfiemos de ellos.
Un sello distintivo de esta veneración es la transferencia pacífica de poder, cada cuatro años, cuando reconocemos y respetamos el resultado de la elección presidencial. Suponemos que “el pueblo habló”, que el proceso es suficientemente honesto para ser aceptado y que, por lo tanto, el veredicto recibe el apoyo generalizado, aun cuando no nos guste.
Los golpes militares y -con una trágica excepción- las guerras civiles no son para nosotros. Los presidentes de ambos partidos gozan de la suposición de legitimidad. Los norteamericanos respetan sus sistema político, incluso cuando no produce lo que muchos piensan que el país necesita. Vivimos para luchar otro día.
Ese es el elogio habitual de la democracia norteamericana. El problema es que ya no describe una experiencia real, suponiendo que alguna vez lo hiciera. A veces, la transferencia de poder no es ordenada. Más común, la suposición de legitimidad está ausente.
Se supone que todos los presidentes gozan de una luna de miel, pero esas lunas de miel parecen estar acortándose, hasta el punto que la de Trump desapareció totalmente.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el modelo de libro de texto se eclipsó.
Richard Nixon enfrentó un juicio político presentado por la Cámara y renunció antes de ser condenado por el Senado.
Los norteamericanos, estamos enormemente orgullosos de nuestro sistema político, aún cuando menospreciemos a nuestros políticos y desconfiemos de ellos
A Ronald Reagan se lo amenazó con un juicio político por su papel en el asunto Irán-Contras.
Bill Clinton sufrió un juicio político, pero no fue condenado.
El triunfo de George W. Bush en 2000 fue considerado ilegítimo por muchos, porque dependió de votos disputados en Florida.
Vemos esos episodios aisladamente. Después de todo, ¿qué tuvo que ver el asesinato de JFK con Watergate? No mucho, excepto por los traumas que infligió en la nación.
Además, algunos presidentes anteriores a la Segunda Guerra Mundial sufrieron enormemente. Tres fueron asesinados: Garfield, Lincoln y McKinley. La corrupción persiguió las presidencias de Grant y Harding.
Aún así, algo nuevo y perturbador está ocurriendo.
Un indicio de una democracia exitosa es la voluntad de los perdedores de aceptar los resultados de la elección sin cuestionar los cimientos morales del sistema.
Su lealtad hacia el sistema -su creencia en su justicia y deseabilidad esenciales- excede su descontento con los resultados inmediatos de la elección. En ambos partidos, ese sentido de autofreno se está debilitando. Existe una creciente tendencia a querer repetir las elecciones cuando se transforman desacuerdos políticos ordinarios en delitos procesables. Es la nueva norma.
Debemos ser cautelosos, porque si se abusa el poder del juicio político, se amenaza con debilitar o destruir la lealtad de ambos partidos, existente ahora, hacia el sistema político mayor. Anular los resultados de una elección alienará a la mayoría, si no a todos, los electores cuyo ganador fue repudiado -y quizás a muchos del otro bando que reconocen que, bajo circunstancias diferentes, lo mismo podría pasarles a ellos.
Eso no significa que podamos o debamos hacer la vista gorda a delitos genuinos (Watergate) o a amenazas potenciales contra la seguridad y la independencia política de la nación (intromisión de Rusia en nuestras elecciones). Pero antes de comenzar a revertir elecciones, el acto delictivo debe ser abrumador.
Es un obstáculo alto, como debe serlo. Debe ser suficientemente alto para que el propio partido del presidente se convierta, espontáneamente, en el instrumento de la resolución.
Con Trump y la elección, no estamos aún en ese punto, al menos en mi opinión. Sus defectos y errores como líder del gobierno y principal gobernador de la nación siguen existiendo.
Pero utilizar el juicio político para corregir la ineptitud de Trump para gobernar arriesga con perjudicar la integridad de la elección. Existe un conflicto real aquí, y a no ser que haya revelaciones importantes sobre fraude electoral o coordinación con entidades extranjeras, no veo cómo puede resolverse.
Todas las opciones son malas.
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