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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

El valor de vivir sin recetas

4 de Febrero de 2018 | 07:49
Edición impresa

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

El 9 de noviembre de 1985, tras derrotar a Anatoly Karpov, el armenio (de padre judío) Garry Kasparov, se convertía en campeón mundial de ajedrez, título que retendría hasta el año 2000. En el momento de su coronación tenía 22 años y eso lo convertiría en el campeón más joven de la historia. Durante su reinado impondría un estilo agresivo, vigoroso, de deslumbrante creatividad, que lo convertiría, para muchos entendidos, en el mejor ajedrecista de todos los tiempos. Tras retirarse definitivamente en 2005, Kasparov llevó ese mismo estilo a la vida política. Creó la organización Otra Rusia y devino hasta hoy en uno de los más férreos e insobornables opositores a Vladimir Putin, esa suerte de dictador apenas disimulado bajo mecanismos electorales siempre oscuros.

En su libro “Cómo la vida imita al ajedrez”, uno de los tantos que escribió, con una mirada aguda y lúcida, que va siempre más allá del tablero y explora temas existenciales y sociales, Kasparov cuenta que en la mayoría de las incontables entrevistas que concedía como campeón nunca faltaba la pregunta por su método. Tanto los periodistas como los aficionados y el público se desvivían por conocer los secretos de su estilo y de sus triunfos. En su respuesta no había nada del otro mundo. Tenía buena memoria, intentaba recordar en las partidas lo que había practicado en los entrenamientos, antes de cada partida comía un bife, salmón, una ensalada y bebía agua tónica, y todas las noches se cepillaba los dientes antes de dormir. Eso era todo lo que podía contar. Lo demás ocurría en el tablero.

IMPOSIBLE COPIAR

“Todo el mundo esperaba una receta universal que se pudiera aplicar para obtener siempre grandes resultados”, escribe Kasparov. Y, a continuación, va a lo esencial. “Todas esas preguntas pasan por alto el hecho de que todos somos distintos, somos el resultado de millones de elementos y transformaciones, que van desde nuestro ADN hasta esta misma tarde. Cada uno de nosotros crea su propio sistema para tomar decisiones”, reflexiona el campeón. Esa es la cuestión. Solo Kasparov era y será capaz de jugar como Kasparov por un hecho sencillo. Cada persona es única, sus circunstancias son únicas, su ADN es único, su mente es única.

Podemos y debemos reconocer en el otro emociones como las nuestras y eso, dado que las emociones no tienen ni sexo ni dueño, se llama empatía. Podemos, si escuchamos con atención y hospitalidad, entender posiciones y argumentos diferentes de los nuestros, y eso se llama comprensión. Son puentes que nos permiten salir de lo que el gran pensador alemán Erich Fromm (1900-1980) llamaba separatidad, es decir la noción de que somos un individuo, alguien no repetible, inédito e irremplazable. El acceso a esa noción, que se da en la temprana infancia, cuando despierta la conciencia, puede ser angustiante, y hacernos sentir como solitarios náufragos existenciales. La comunicación, la empatía, la comprensión y el amor constituyen esos puentes por los cuales podemos encontrarnos con el otro. No se dan solos, hay que construirlos. Y, por lo demás, nunca podremos “ser” el otro.

De ahí que no haya recetas para jugar como Kasparov, escribir como Borges, actuar como Alfredo Alcón, tener el cuerpo de fulanita o los músculos de menganito. Tampoco las hay para la felicidad, para el amor, para ser el mejor padre o la mejor madre, ni para pensar como Einstein. Es inútil buscar la fórmula para obtener la sabiduría de Buda o la serenidad del Dalai Lama. A pesar de esto, los vendedores de fórmulas y recetas se reproducen y siempre encuentran mercado. Porque siempre hay gente lo suficientemente perezosa desde el punto de vista existencial como para creer que es posible, mágicamente, disfrazarse de otro y pasar por él, o saltearse los pasos de un verdadero autoconocimiento y una verdadera maduración personal. Las recetas, un gran negocio de nuestro tiempo, se sostienen en la idea de que un traje de talla única le puede quedar bien a todos, al alto y al bajo, al gordo y al flaco. Pero vivir, y construir la propia identidad, consiste en confeccionarse el propio traje a partir de la tela que cada uno tiene.

“Las recetas apuntan al reservorio de pensamiento mágico infantil que perdura en las mentes inmaduras”

La mejor prueba de que no hay receta exitosa (tal como ocurre con las dietas) es que estas se reproducen como hongos después de la lluvia. Una receta efectiva debería terminar para siempre con nuestras penas de amor, con nuestra timidez, con nuestras preocupaciones económicas, con nuestros problemas de comunicación, con la desorganización de nuestra empresa, con nuestra carencia de motivación, con nuestro miedo, nuestra ira, nuestra timidez, nuestras tendencias a la repetición, o con cualquier cosa que nos preocupa y para la cual buscamos la fórmula mágica. Además, claro, de terminar con las recetas. Pero aunque nos prometen “la solución definitiva” para esto o lo otro, pronto llega el nuevo gurú con la nueva solución y, decepcionados por el resultado de la que en su momento adoptamos con tanta ilusión, reincidimos en el círculo vicioso.

EL VALOR DE LO REAL

Las recetas apuntan al reservorio de pensamiento mágico infantil que perdura en las mentes inmaduras. Ese pensamiento es natural en los niños, pero resulta disfuncional en los adultos. Un deseo no se hace realidad por solo desearlo, nuestro pensamiento no atrae el trabajo esperado, el amor soñado ni la fortuna imaginada. Copiar lo que otro hizo o hace con éxito nos no convertirá en el otro y, finalmente, a quienes mejor les va con las recetas es a quienes las inventan, porque muchos de ellos (tampoco todos) consiguen pingües ganancias en poco tiempo.

En un incisivo ensayo titulado “Sonríe o muere”, destinado a poner en evidencia el origen y el funcionamiento del pensamiento “positivista” que se esconde detrás de la manía de las recetas, la periodista, activista social y bióloga estadounidense Barbara Ehrenreich muestra que los libros, videos, cursos y charlas de ese cuño están hechos de un material tan inconsistente como anécdotas personales del autor o de otros, declaraciones voluntaristas (“Yo puedo”, “Tú puedes”, “Si te lo propones lo lograrás”, etc.), alguna cita bíblica o afirmaciones del tipo “algunos estudios demostraron”, sin que se cite cuáles son y en qué consistieron esos estudios.

Otro argumento común del marketing de las recetas y fórmulas es ofrecer el testimonio, siempre sonriente y feliz, de alguien que las aplicó y resolvió sus problemas, o decir que cientos de personas solucionaron los suyos gracias a la panacea de turno. Aunque, por supuesto, nada se dice allí de los otros miles que no obtuvieron nada a cambio, perdieron el tiempo o solo vieron empeorar su situación. Nos enfrentamos a problemas reales, dice Ehrenreich, que solo podremos abordar con recursos propios y reales en el mundo real. Quizás no siempre encontremos la solución, acota, pero hay mucho valor, y hasta momentos de felicidad, en el intento. Se necesita más pensamiento crítico y menos pensamiento mágico, culmina la autora. O sea, dejemos a Kasparov ser Kasparov, admirémoslo por lo que es, y dediquémonos a explorar quién es cada uno de nosotros y cuál su propia razón de estar en la vida.

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