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Fue publicado en el último número de la legendaria Ayesha. El responsable del rescate cuenta aquí la génesis del hallazgo
ALEJANDRO MARGULIS
Encontré hace unos meses este cuento de Borges, que casi nadie leyó, entre los libros de una de las bibliotecas de casa. Digo casi nadie porque sí lo vienen disfrutando los lectores de Ayesha, la revista literaria, en papel, de nuestra agencia de difusión de autores. Mi casa queda sobre un bonito pasaje cercano a lo que era el arroyo Maldonado. Hay quien dice que de esa cercanía surgieron las primeras representaciones imaginarias de Borges acerca de los compadritos. Yo no sé si fue realmente así.
Por supuesto aquel arroyo hoy es absolutamente invisible. También era invisible el cuento desconocido de Borges que estamos publicando. Su tema principal es el dolor que cura el amor. La trama es biográfica. Se centra en el modo en que un joven Borges intentó superar el abandono de una mujer. ¿Sospechaba el Borges maduro que se lo narró a un joven que su anécdota iba a volver a circular en el 120 aniversario de su nacimiento? Me gusta imaginar que sí. Ya hacía mucho Borges practicaba el arte del dictado a sus colaboradores.
Como sea, tuve suerte.
Si me permito llamar cuento a las circunstancias personales que me confió azarosamente a mí, contra su discreción habitual, es porque contiene todos los componentes del género cuento borgeano: la conversión de un hombre miedoso cuyo estado se invierte en el transcurso de la peripecia; el texto enmarcado en una cita culta (en este caso, de Macedonio Fernández), y la conclusión metafísica a la que llega el protagonista, cuyos rasgos coinciden en un todo con los del Borges que todos conocemos: tímido, genial, irónico.
Por supuesto, no voy a contar ahora qué hizo o dejó de hacer ese otro Otro Borges del relato. En principio, para no spoliarlo ante sus improbables lectores -diría Borges. No conozco mayor placer que la del descubrimiento literario. Lo que incluye tanto la búsqueda como la epifanía del exégeta ante el hallazgo. En este caso viene involuntariamente a reabrir la obra terminada.
Yo era un aprendiz de escritor y periodista de veinte años. Borges iba a cumplir los ochenta y tres. Los dos éramos de virgo. Contaba en mi currículo haber hecho una revista literaria en papel, primera época de la actual. Borges ya era Borges. Para cumplir con el encargo de una publicación médica, fui a entrevistarlo con mi grabador Sony al departamento del sexto piso de la calle Maipú donde vivía al cuidado de Fanny, la señora que se ocupaba de sus menesteres. Había varias otras personas esperando. Intuí unas estudiantes de Letras cuyo interés no recuerdo en absoluto, probablemente otro periodista, unas cuatro o cinco almas más. Borges se interesó por el origen del apellido Margulis (del que he hablado en mi último libro.
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Omití decirle que mi abuelo paterno se jactaba de haberle aplicado inyecciones en su farmacia de la calle Quintana, en la Recoleta. Tampoco le hablé de las imitaciones desopilantes de su voz finita que hacía el borgeómano que resultó ser mi abuelo.
Dejé que Borges desarrollara su relato y me limité a hacer preguntas mínimas. Me refiero a los conectores gramaticales ineludibles, los y después, los y entonces. Cuando terminó de narrar se extendió unas palabras sobre las cuestiones de su próstata. Al despedirnos me sorprendió la blandura de la mano. Me acordé del inefable Platero de Juan Ramón Jiménez, que también era como si no llevara huesos. Luego no tuve que retocar ninguna de sus frases. Hasta la puntuación, que durante la charla me había parecido exageradamente lenta, cosa que atribuí a su edad, era perfecta. Oraciones y párrafos se enlazaban con naturalidad.
A raíz del 120 aniversario del nacimiento de Borges busqué aquel relato, cuyo contenido no recordaba, en mi biblioteca. Cuando lo pasé a un archivo Word para enviárselo al diseñador volví a admirarme. Ahí estaban el tema de la conversión del héroe que encuentra en un punto de la ciudad el destino, estaban el culto al coraje y las enseñanzas que el padre de Borges le había hecho a éste en vida, estaba la filosofía y la búsqueda siempre imposible de la felicidad, estaba la figuración de lo real y la construcción de lo vivido como proyección de la imaginación creadora. Y todo eso se encontraba en una anécdota increíblemente trivial, que no revelaré por las razones antes mencionadas.
Cuando le mostré este cuento a mi querida María Kodama, con quien tuve el gusto de trabajar durante un año en un concurso organizado por Ayesha, ella lo refrendó como auténtico. “Es Borges”, me dijo. “Publicalo. Pero no digas que es inédito”. De nada habría servido que le argumentase que la revista médica dejó de existir hace demasiado tiempo. Kodama reconoció de inmediato el estilo de Borges y apreció que yo lo trajese del olvido.
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