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SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
Al son de la queja emitida por Lionel Messi después de que la selección argentina quedara eliminada por la brasileña en la Copa América de fútbol se multiplicaron las voces que vieron en ese resultado una conspiración antiargentina (o probrasileña, como se prefiera). El viceprimer ministro italiano Mateo Salvini, militante de la ultraderecha fascista, desarrolla una feroz política xenófoba, que recoge amplio apoyo popular, blandiendo la idea de que todos los males de su país se deben a los inmigrantes. En unos de sus tantos delirios, que no debieran ser tomados en broma (como no debieron tomarse a la chacota los delirios de otros personajes históricos que desataron sangrientas tragedias), Donald Trump insiste en la construcción de un muro a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México para “defender” a su país de la invasión de indocumentados que serían el origen de numerosos problemas norteamericanos. Aquí mismo, en la Argentina, se esparce la idea de que nuestros hospitales (siempre en estado calamitoso, bajo cualquier gobierno) funcionarían a la perfección si no fuera porque en ellos se atienden pacientes llegados de países limítrofes.
Cada uno de estos casos no es aislado ni singular, sino que resulta apenas el emergente de muchos otros similares, tanto en el plano deportivo, como en el político, el social, el personal y el vincular. Son síntomas graves de una patología que parece extenderse como epidemia a lo largo y ancho del planeta. La paranoia. En su extensivo y profundo estudio titulado precisamente “Paranoia, la locura que hace la historia”, el economista, sociólogo y psicoanalista junguiano italiano Luigi Zoja la define como una actitud psicológica que se expresa con una absoluta incapacidad para la autocrítica.
El paranoico, explica Zoja, es un sujeto que carece de toda capacidad para la introspección, para la reflexión, para indagar en sí mismo, en sus acciones y emociones. Hace una lectura pobre e incompleta de la realidad y, desde ahí, elabora teorías simples que, compartidas por otros individuos con las mismas características, no tardan en imponerse como verdades y se diseminan rápida y peligrosamente.
El paranoico desconoce lo que significa responsabilidad, es decir la facultad de responder por las consecuencias de las propias acciones. Por lo tanto, jamás comprende que toda acción (lo que se hace y lo que se deja de hacer, lo que se dice y lo que se calla) tiene un efecto, y que un signo de madurez y de libertad es reconocerlo y responder. Lo que se conoce como “hacerse cargo”, no solo de palabra sino principalmente a través de actos y conductas. Al asumir el ineludible encadenamiento de acción y consecuencia las personas desarrollan su capacidad de elegir y decidir. Lo hacen en conocimiento de lo que pueden causar y están dispuestas a responder. No es libre quien hace lo que se le antoja, sino quien aprende a elegir respondiendo, puesto que en la vida real es imposible hacer siempre lo que manda el deseo.
Cuando una persona o una sociedad manifiestan una acentuada tendencia a buscar culpables para todo lo que les ocurre, y además los encuentran en las figuras de árbitros, instituciones, inmigrantes, extranjeros, cónyuges, familiares, vecinos, adversarios políticos o demás, muestran síntomas paranoicos. Y terminan por vivir en lo que se define como un clima de “conspiranoia”. Se sospecha de todos, se ven conspiraciones en todas partes y en todas las personas, los individuos o las sociedades se consideran a sí mismos objetos de persecución o de complots. La vida del paranoico es un verdadero infierno. No puede ni parpadear por temor a perder de vista un posible ataque, se siente el centro del universo en el peor de los sentidos (“el mundo contra mí”), y entra en un círculo de temores crecientes que lo lleva lentamente a la psicosis. Nadie podrá demostrarle ni hacerle entender que los árbitros no hacen goles ni atajan penales, sino que los goles los hacen los contrarios. Nadie le podrá hacer recordar que sus propios abuelos fueron inmigrantes y que, debido a que fueron bien recibidos en otros países, pudieron labrar un porvenir. Nadie activará en él la empatía necesaria para la convivencia humana y para comprender que cuando está en juego la vida de un semejante a este no se le mira la procedencia. Jamás entenderá que los males cuya culpa atribuye a otros son la consecuencia directa de sus propias acciones y elecciones. Sigmund Freud señaló irónicamente que cualquier paranoico tiene razón al menos una vez en la vida. Porque, en efecto, todos somos objeto de los celos, la envidia, la bronca o el desafecto de alguien, lo sepamos o no. Pero muchas veces no nos enteramos o, si lo sabemos, podemos vivir con ello, o podemos resolverlo con ese alguien. Como supo decir Woody Allen: “Hasta los paranoicos tienen enemigos”.
El paranoico es un moralista convencido de que él es un moralista que encarna al bien
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El nivel más peligroso de la paranoia excede lo personal y aparece cuando se hace masiva. Un paranoico puede llevar detrás de sí a toda una nación y desencadenar la mayor de las guerras y el más horrendo de los genocidios, como hizo Hitler. Luigi Zoja describe ese fenómeno como “locura lúcida”, la que asoma de mano de sujetos carismáticos, capaces de manipular la realidad y trastocar la racionalidad para convencer a multitudes a través de mensajes tan simples como falaces. “Y la simplificación más fácil, la que halaga más que cualquier otra cosa al lector, al espectador o al usuario de redes sociales, advierte Zoja, es la que apunta a un chivo expiatorio con el siguiente esquema: ´Yo (el político, el periodista, el líder carismático, etcétera) tengo razón y usted (el lector / espectador, usuario de redes) también la tiene en sus críticas y quejas, pero yo sé quién es el responsable de todos los males, y voy a decirlo en voz alta´”. Bajo esta promesa se puede desatar una feroz cacería, destruir vidas y reputaciones, alejar toda responsabilidad propia y emprender, en fin, caminos sin retorno.
La paranoia, de acuerdo con el psicoanalista italiano, comienza con una premisa rígida, que a menudo tiene calidad de iluminación, de revelación, de verdad religiosa, y es tanto indemostrada como indemostrable, pero los razonamientos que emanan de ella pueden sonar lógicos y convincentes. Y agrega que “la paranoia es irreversible desde el momento en que la premisa inicial, falsa pero granítica, se ha asentado. Desde entonces se desliza por la pendiente con muy pocas posibilidades de controlar la caída y volver a subir. En general, sólo nos damos cuenta de que alguien es paranoico cuando está en una fase “caliente” y ha perdido el control”.
A diferencia del psicópata, que no tiene sentido moral (noción de bien y mal), el paranoico es un moralista, convencido de que él encarna el bien y sus enemigos y quienes conspiran contra él representan el mal. Esta convicción lo autoriza a hacer cualquier cosa, motivo por el cual el paranoico a nivel individual puede resultar muy peligroso y una sociedad paranoica lo es mucho más. Recuperar el sentido de responsabilidad, y ejercerla, puede ser un poderoso antídoto en momentos en que la paranoia se extiende como una epidemia peligrosa a nivel individual y colectivo.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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