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Desertores del mundo interior

Desertores del mundo interior

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

28 de Julio de 2019 | 07:03
Edición impresa

José Ortega y Gasset (1883-1955), pensador original y profundo que influyó fuertemente en la filosofía española y en la universal y dejó huellas perennes, decía que quien fuera capaz de meditar 10 minutos diarios sobre un tema determinado, podría dominar mundo. Si Ortega viviera hoy vería, quizás decepcionado, que esa posibilidad no está alcance de nadie (o acaso al de escasísimas personas). En un artículo que escribió para el diario “The New York Times” el novelista estadounidense Teddy Wayne confiesa: “Había muchos momentos a lo largo de un día en los que, en otra época, a falta de material de lectura impreso, pensaba y miraba a mi alrededor: lo hacía mientras caminaba o esperaba en algún lado, tomaba el subte, me recostaba en la cama sin poder dormir o hacía acopio de fuerzas para levantarme”. En esas mismas ocasiones, según él cuenta, hoy toma el celular para revisar notificaciones, mensajes de whatsapp, husmea en las redes sociales, navega, envía un mensaje de texto, utiliza una aplicación (lo necesite o no), escucha un podcast o, en raras ocasiones, hace una llamada telefónica a la vieja usanza, cuando todavía las personas se comunicaban a través de la voz, ese maravilloso puente de encuentro con el semejante.

Wayne no es ni original ni excepcional, a pesar de haber ganado algunos premios de escritura creativa y de ser el autor de novelas que recogen abundantes seguidores, como “The Love Song of Johnny Valentine”, “Kapitol” y la reciente “Loner”. Es uno más entre millones de personas que derrochan incontables e irrecuperables horas de sus vidas sumergidas en pantallas, tabicadas tras auriculares, inhabilitadas para mirar más allá de los veinte centímetros que separan a sus ojos de sus celulares o computadoras. Están en los transportes públicos, en las calles, en los restaurantes y bares, en las salas de espectáculos (en donde no les importa molestar con los reflejos o con los sonidos inoportunos de sus artefactos), en los hogares, en oficinas, incluso, convertidas en peligro público, al volante de sus vehículos, sean autos, bicicletas o camionetas.

Se usan la redes como vidrieras para exhibir la propia exterioridad a las demas exterioridades

 

Abducidas por esa adicción van perdiendo una de las más trascendentes capacidades humanas. La de reflexionar, pensar, meditar, comunicarse con su mundo interior, e incluso la de imaginar. Porque, como señala el ensayista Sven Birkerts en su reciente libro “A otra cosa”, los aludes de información inclasificable, imposible de comprender y metabolizar, a menudo tóxica y más menudo falsa, son una invasión foránea, algo que irrumpe desde afuera. En cambio, la imaginación, otra facultad exclusivamente humana, hace el camino inverso, va desde adentro, desde la profundidad de las emociones, los sueños, la intuición y la memoria, hacia el exterior. Quien imagina ofrece al mundo algo único. Quien solo absorbe imágenes, sonidos, textos ajenos, y habitualmente de origen dudoso o desconocido, queda a merced de la exterioridad, sin anticuerpos para resguardar su intimidad, su privacidad. Y ya no sabe dialogar consigo, carece de capacidad de introspección.

PERDIÉNDOSE A UNO MISMO

Nicholas Carr, ensayista que se especializó en estudiar las consecuencias de las nuevas tecnologías en nuestras vidas, y que refleja sus inquietantes conclusiones en libros como “Superficiales” o “El gran interruptor”, advierte: “Nos hacemos menos pacientes. Cuando surgen momentos sin estimulación comenzamos a sentir pánico y no sabemos qué hacer con ellos, porque nos hemos entrenado para esperar esa estimulación: nuevas notificaciones, alertas, y similares”. Es decir, nada que nos deje a solas con nosotros mismos. De tanto conectarnos hacia afuera y desconectarnos interiormente, de tanto negarnos eso que la antigua sabiduría china llamó “wu-wei” (vacío fértil, silencio en el que nada ocurre, pero mucho se gesta, momentos de simple y silenciosa contemplación), hemos terminado por perder contacto con nuestro mundo interno, que se nos hace extraño y temible. Paradójicamente ajeno.

El más breve de los silencios inquieta, angustia. “En 2006, Forrester Research halló que los compradores en línea esperaban que las páginas web se cargaran en cuatro segundos”, escribe Wayne en su artículo. Tres años más tarde, el tiempo se redujo a dos segundos. Las páginas web más lentas hacían que muchos compradores buscaran en otros sitios. En 2012 los ingenieros de Google tomaron nota de que cuando las respuestas tardan más de dos quintas partes de segundo la gente busca menos, y retrasarse un cuarto de segundo en comparación con un sitio rival puede alejar a los usuarios de una determinada página. Ni hablar de la crisis que puede producir entre amigos, parejas, proveedores y consumidores, y demás, cualquier mensaje no respondido en el término de segundos. Nadie tiene derecho a pensar antes de responder, a vivir en sus tiempos, a pausar su existencia, a dormir, a no estar, a encontrarse en un momento íntimo con otra persona o en una inmersión en sus propias necesidades.

La consigna es abandonar el propio ser, mudarse a las pantallas, mostrar en ellas qué y dónde se come, en qué lugar se halla uno en cada momento de su vida, qué se compró, cómo es su perro o su gato. Su familia no existe si no la fotografía y la exhibe segundo a segundo. Hay temor a que alguien piense que uno no es feliz los sesenta segundos de los sesenta minutos de las veinticuatro horas de los siete días de la semana, de modo que hay que subir, cada vez con más frecuencia, “selfies” en las que inevitablemente se sonríe, o se ríe, o se baila. Se usan las pantallas, y dentro de ellas las redes sociales, como vidrieras para exhibir la propia exterioridad a las demás exterioridades. Un intercambio de cáscaras sin contenido.

SOLEDADES Y SOLITUDES

En esa vorágine no queda tiempo para lo que el propio Ortega y Gasset consideraba una condición radical del ser humano. La soledad. No en el sentido de abandono, vacío o desarraigo, sino como un estado en el que se toma contacto con lo más profundo del propio ser y se puede contemplar el mundo comprendiéndolo. Esa soledad, que suele llamarse solitud, según el filósofo debe ser preservada y defendida a toda costa. El escritor vasco Arkaitz Sierra Maruri dice al respecto: “La solitud es una agradable sensación de estar a gusto con uno mismo. No es estar solo como algo negativo, más bien todo lo contrario. Pero hay formas y formas de estar solo, porque sustituir la compañía de una persona por el ruido de la televisión mientras miramos la otra pantalla, la pequeñita del móvil, buscando entretenimiento en forma de notificaciones, mensajes o pequeñas dosis de nicotina tecnológica, eso no es estar solo”.

Tampoco es lo mismo soledad y aislamiento. Capturados por pantallas, perdida la capacidad de la auscultación y el diálogo interior, presas del horror a la pausa silenciosa, al interludio que permite mirar al otro y mirarnos a nosotros, sin habilidad para simplemente permanecer, cada uno se convierte en un ser aislado, en el fragmento perdido de una totalidad que ya no lo incluye. Incapaz de dedicar diez minutos a reflexionar sobre alguno de los tantos temas de la vida. Ya lo advirtió el matemático y filósofo Blaise Pascal en el siglo XVII: “Toda la miseria humana proviene de no saber permanecer en reposo en una habitación”.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"

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