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Una oportunidad para el alma

Una oportunidad para el alma

Siempre podemos darnos nuestro tiempo para nuevos desafíos / Freepik

SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY

21 de Febrero de 2021 | 09:57
Edición impresa

En muchos aspectos nuestra vida ya no es lo que era. Buena parte de lo anterior a marzo de 2020 podría ser considerado, de alguna manera, como prehistórico. Esto abarca hábitos, actividades, trabajo, oficio, profesiones, relaciones, proyectos. Durante un largo lapso de los meses que transcurrieron desde entonces cada uno de nuestros días fue igual al otro, al punto en que incluso hubo momentos en que nos confundíamos respecto de si se trataba del martes o el miércoles, si era la jornada 13 o la 14 del mes. Y hasta con las horas llegamos a desconcertarnos. Si todos los días son iguales parece que no transcurrieran, y si bien eso podría generarnos la ilusión de que no envejecemos, paradójicamente necesitamos que los días avancen, porque, aun con la angustia del paso del tiempo, eso nos confirma que estamos vivos.

Este fenómeno, del que fuimos protagonistas, prisioneros y víctimas (según la percepción de cada uno), terminó con muchas de nuestras rutinas, esos actos, esos recorridos, esas acciones que ejecutamos de manera automática, sin pensar ni en su cómo ni en su para qué. Y remplazamos esas rutinas por otras, como atracarnos de series de televisión, de noticias que cambiaban unas cifras y estadísticas por otras sin depositarnos en ninguna playa, por consumo masivo de chismes acerca de las últimas rencillas en el mundo de la farándula, por la visión hipnótica de transmisiones de partidos de fútbol protagonizados por jugadores fantasmas en estadios vacíos. Nos cansamos de no hacer nada, de esperar sin saber qué, de esperar el regreso a una normalidad esfumada acaso para siempre.

DESENTERRAR LA OPORTUNIDAD

Y a pesar de todo en esa situación es posible advertir una oportunidad. Aunque es necesario recordar que las oportunidades no se imponen solas. Hay que descubrirlas en las situaciones que la vida nos plantea, sacarlas a la luz y convertirlas en circunstancias favorables. Eso requiere atención, disposición, actitud y trabajo. No hay magia, no hay providencia. En este caso se trata de la oportunidad de reencantar nuestra vida, de crear rituales donde había rutinas y de convertir esos rituales en fuentes de inspiración, de creatividad, de comunión, de certeza y de esperanza.

Los rituales son, como las rutinas, repeticiones de pasos, costumbres y procedimientos que, a diferencia de aquellas, están cargados de un sentido y dejan huella más allá del simple acto. Son confirmatorios de sentimientos, de proyectos, de rumbos, de vínculos y de propósito. Una misma acción puede ser una rutina cuando cada noche nos juntamos a cenar y mientras tanto miramos la televisión sin hablar entre nosotros para cederle la palabra a personajes que acaso no sentaríamos en carne y hueso a nuestra mesa. O cuando, en esa misma situación, cada uno está enfrascado en su celular ignorando a quienes están allí, en cuerpo y alma, a esas personas que quizás extrañará cuando le falten. Y un ritual se manifiesta cuando ese mismo encuentro de cada noche es el lugar en el que nos escuchamos unos a otros, nos contamos cómo nos sentimos, qué necesitamos, cómo nos fue en el día. Al final, los lazos que nos unen se habrán fortalecido y, si fuera necesario, sanado. A diferencia de las rutinas, en los rituales no nos limitamos a dejar pasar la vida, sino a confirmarla y celebrarla, de una manera sutil y trascendente. Los rituales se esperan desde el corazón y nos renuevan, las rutinas nos agotan y solo esperamos que terminen.

En su reciente y bello ensayo titulado “La desaparición de los rituales” el filósofo coreano naturalizado alemán Byung-Chul Han señala que quien se entrega a los rituales debe olvidarse por un tiempo de sí mismo para ser parte, con otros, de una comunión. Y aun los más silenciosos rituales están preñados de auténtica comunicación (que es algo muy diferente de la simple conexión vía pantallas). Estas ceremonias hacen que uno se trascienda a sí mismo y por ello atentan contra el narcisismo en un momento en el que este es pandemia, como se ve en la obsesión conque tanta gente se desvive por exhibirse en las redes sociales o en el pintarrajeo y la permanente transformación de sus cuerpos, como si fueran productos que necesitan ser vendidos y de ese modo se convierten a sí mismos en marquesinas. A diferencia de estas personas, quienes construyen rituales con otros en sus vidas no necesitan desesperadamente comprobar si existen. Saben que están vivos y encuentran un sentido en ello.

No es fácil crear rituales, dice Han, en una cultura que se desvive por lo nuevo solo para despreciarlo en cuanto lo tiene, porque entonces ya lo siente viejo. El ritual es permanencia y confirmación. Nos cansamos de lo nuevo, banal y superficial, puntualiza el filósofo, pero nunca de lo antiguo que tiene raíces. “A la caza de nuevos estímulos, excitaciones y vivencias, hoy perdemos la capacidad de repetición”, se puede leer en “La desaparición de los rituales”. Han se refiere, por supuesto, a las repeticiones significativas. La ausencia de rituales elimina espacios de narraciones y sentimientos colectivos, fragmenta y aísla. Y personas aisladas, desligadas de toda comunión, son fácilmente manejables tanto en las redes, como para la manipulación publicitaria directa o subliminal. También para el trabajo y la repetición mecánica de tareas sin espacio para reflexionar sobre el sentido de su labor.

LA RECONQUISTA DEL ALMA

El reencantamiento de la vida, gran parte de la oportunidad que ofrece la actual crisis, es un proceso por el cual el alma recupera su espacio en el mundo personal, en el familiar, en el social, en el laboral, en el ciudadano. De ese modo lo describe el psicoterapeuta y escritor Thomas Moore en su trabajo titulado precisamente “El reencantamiento de la vida cotidiana”. Moore describe al encantamiento como “un estado de rapto y éxtasis en el que el alma pasa a primer plano y las inquietudes literales de la supervivencia y las preocupaciones diarias desaparecen momentáneamente por el foro”. Buena parte de nuestros problemas, o del modo en que los gestionamos y de la actitud conque afrontamos las situaciones de la vida, se deben, como bien señala este autor, “a una pérdida del alma”. Y da una prueba cierta de ello al escribir: “Hemos divinizado el progreso tomándolo no meramente como una regla científica sino como una necesidad que no puede ser detenida, obstruida ni modificada. Abandonamos nuestra responsabilidad hacia la humanización de la cultura apelando a la inexorabilidad de la evolución”. Parecemos víctimas y prisioneros de procesos que nadie se atreve a cuestionar, insiste Moore, en lugar de hacedores y artistas de nuestra propia cultura y nuestras vidas individuales. Mucho de esto ha sido palpable en estos tiempos de pandemia, en los que, más allá del virus, hemos quedado a merced de gestiones, marchas y contramarchas desconcertadas y desconcertantes que nos inmovilizaron no solo física, sino también psíquica y espiritualmente, desencantando la vida y alejándonos de rituales sanadores. Reencantar y ritualizar pueden ser dos imperativos para honrar mientras decanta la “nueva normalidad”, sea esta la que fuere.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

 

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