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M´hijo, el emigrante

M´hijo, el emigrante

Quien parte, parece decir James, de alguna manera, queda partido / Freepik

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

18 de Septiembre de 2022 | 08:29
Edición impresa

De acuerdo con datos de la Dirección Nacional de Migraciones, entre mediados de 2020 y mediados de 2021 se fueron del país 60 mil personas. Ese exilio voluntario significó un promedio de 200 personas diarias. El flujo no se detuvo desde entonces. Sigue. Sobre este tema la Fundación Colsecor (Cooperativa de Provisión y Comercialización de Servicios Comunitarios de Radiodifusión) aporta un dato significativo a partir de un estudio que realizó sobre Calidad de Vida en Pueblos y Ciudades de la Argentina. Se preguntó a las personas acerca de su satisfacción con la vida cotidiana en los lugares que habita. En términos generales el 52% de los encuestados dijo que, si tuviera la posibilidad, se iría del país. El porcentaje creció dramáticamente en la franja específica de los 15 a los 24 años. Allí llegó al 78%. La angustia de padres que ven partir a sus hijos o que los observan prepararse para la emigración y la dolorosa nostalgia cotidiana de quienes ya los tienen viviendo en tierras lejanas, se han convertido en parte de las conversaciones y los sentimientos cotidianos para una capa amplia y creciente de las familias argentinas. Los sentimientos que se producen son profundos y complejos. La satisfacción e incluso el orgullo de saber que a esos hijos les va bien, cuando así ocurre, que han encontrado un lugar laboral y profesional y que lo están asentando, se mezcla natural e inevitablemente con el sufrimiento y tristeza causado por la lejanía, por la imposibilidad de la presencia física, el contacto, la conversación de cada día.

En 1903 se estrenó en Buenos Aires “M´hijo el dotor”, obra de Florencio Sánchez (1875-1910) que se considera como uno de los títulos fundadores del teatro argentino. Convertida en clásico, su trama condensa la experiencia de los inmigrantes que, tras llegar a esta tierra, trabajar honesta y laboriosamente, desarrollar un oficio, afirmar una identidad y espacios de pertenencia y cristalizar el sueño de la casa propia, bendecían el sentido de todo ese esfuerzo cuando veían a sus hijos obtener un título universitario. Sentían que, así, su huella en la vida quedaba marcada. El país parecía seguir entonces el mismo paso que aquellas vidas. Argentina asomaba en el escenario internacional como una nación joven, pujante, vibrante, un barco que navegaba hacia un puerto de prosperidad y certezas. Una generación, la del 80, había preparado un par de décadas atrás la tierra para esa siembra.

DEL SUEÑO A LA PESADILLA

Ciento veinte años después, con una pobreza que devasta al 40% de los 47 millones de argentinos que somos hoy, con una inflación del 100% anual que luce desbocada e indomable, con una educación en ruinas (la educación de la que brotaban aquellos hijos “dotores”), con un sistema sanitario que desprotege y enferma, con un desempleo y una subocupación indignas, con pequeñas y medianas empresas que cierran porque los proyectos y emprendimientos que aquellos inmigrantes hacían florecer son ahora obstaculizados hasta el desaliento, con una carencia absoluta de mentes como aquellas que soñaron, proyectaron y materializaron el país de principios del siglo veinte, la obra de Florencio Sánchez (quien era, él mismo, inmigrante uruguayo) ya no es el testimonio de una realidad social presente, sino el residuo de un sueño lejano. Más representativa, y cruda, sería hoy una pieza que se titulara “Mi hijo el emigrante”. Aquella tierra que atraía a hombres y mujeres de buena voluntad, como reza su Constitución, y lo hacía con promesas que se convertían en realidad, es hoy un país que expulsa. Y si aquellos inmigrantes llegaban en pos de un sueño, los emigrantes actuales tratan de alejarse de una pesadilla diaria, en la que se ven privados de esperanzas y de porvenir.

 

La globalización ha terminado por acentuar obscena y cruelmente las desigualdades

 

Emigrar, por otra parte, no es una alegre aventura. Las migraciones son un tema complicado en el mundo contemporáneo, en el que la globalización ha terminado por acentuar obscena y cruelmente las desigualdades, el hambre es una endemia que se extiende y el 10% de la población se apodera de la riqueza producida por el otro 90%. Más allá de experiencias individuales puntuales, como las de quienes parten con un trabajo previamente conseguido, los inmigrantes no suelen ser esperados con alfombras rojas y fanfarrias. Y quienes se establecen, aun cuando consigan forjarse una vida digna, no dejan de sentir, con mayor o menor intensidad, el trasplante a otra cultura, a otro estilo de vida, a otros hábitos, y a otros modelos mentales, cuando no a otros lenguajes (aun en donde se habla el mismo idioma que el propio, lo coloquial es distinto). El legendario coronel del ejército británico Thomas Edward Lawrence (1888-1935), también arqueólogo y escritor (el famoso “Lawrence de Arabia”, inmortalizado en el cine por el actor Peter O´Toole bajo la dirección de David Lean), dijo alguna vez que “todo hombre que pertenece a dos culturas termina por perder su alma”. Hablaba por experiencia.

PARTIR Y PARTIRSE

De eso trata justamente “El rincón feliz”, un cuento del sutil y penetrante narrador estadounidense Henry James (1843-1916), autor de “Una vuelta de tuerca” y “Retrato de una dama”, cuya vida y su corazón oscilaban entre su país y Gran Bretaña. En el relato, el protagonista, Spencer Brydon, regresa a Nueva York, de donde estuvo ausente durante treinta y tres años, y es atormentado por un interrogante que no cesa. Se pregunta qué habría sido de él si no se hubiese ido, en quién se hubiese convertido, cuáles pudieron haber sido en ese caso los pasos de su vida. Con ese estado de ánimo ingresa a la que fue la casa de su infancia, ahora vacía, y allí, a través de una serie de peripecias cada vez más intensas, dramáticas y misteriosas, se enfrentará con una figura fantasmagórica y evasiva, que, según terminará por descubrir, no es otro que él mismo, su otro yo, el que permaneció allí mientras él se iba, y vivió, junto a sus padres y hermana, quienes ya no están, los sucesos de los que él estuvo ausente. Quien parte, parece decir James, de alguna manera, y al margen de lo exitosa que sea su vida, queda partido.

Las emigraciones argentinas del último medio siglo son recurrentes y, más que elecciones, pueden verse, cabe repetirlo, como expulsiones. Comenzaron durante los años 70, en tiempos de la dictadura militar. Luego, entre 2000 y 2001, durante la crisis que inauguró el siglo, 118.087 argentinos abandonaron el país según el sociólogo Fernando Esteban. La sangría actual es continua y resulta difícil establecer aún una cifra definitiva, aunque la citada en el comienzo de esta nota puede dar una idea de su dimensión. “No se vayan, hay un país que construir”, clamaba Alberto Fernández en septiembre de 2020. Curiosa y paradójica invitación, porque ya había un país en construcción aquel 13 de agosto de 1903, cuando se estrenó “M´hijo el dotor” en el Teatro de la Comedia. Ese país fue derrumbado pedazo a pedazo, de diferentes maneras, con diferentes discursos e ideologías. Y no se lo reconstruirá, seguramente, ni con promesas, ni con palabras vacías, ni apropiándose de sus escombros para beneficios sectoriales. Con eso, solo se continuará expulsando a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos.

 

(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"

 

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