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La periodista Svetlana Aleksiévich escribe las secuelas del accidente nuclear más grande del siglo XX
La escritora bielorrusia Svetlana Alexiévich / Web
“Estuve en la zona prohibida. Nadie me lo contó. Lo vi. Lo respiré.” Eso podría decirlo cualquiera de las personas que hablan en Voces de Chernóbil, pero quien lo dice —de un modo persistente, silencioso, sin necesidad de nombrarse— es Svetlana Aleksiévich. Periodista bielorrusa, nacida en Ucrania, formada en el método soviético pero convertida, con los años y los libros, en una anomalía: una cronista que no busca la objetividad sino la voz. Una escritora que no inventa, pero crea.
“Voces de Chernóbil” fue publicada en 1997 y reeditada luego de que Aleksiévich ganara el Premio Nobel de Literatura en 2015. Es un libro hecho de pedazos. De entrevistas. De confesiones. De monólogos que no se organizan por jerarquía ni por relevancia estadística. No hay cronología, no hay explicaciones técnicas, no hay cifras. Lo que hay es algo más profundo: la materia humana de la catástrofe. El sonido de lo que dejó atrás esa explosión invisible.
El 26 de abril de 1986 explotó el reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil, en la entonces Unión Soviética. Fue un desastre sin precedentes. Un estallido que contaminó el aire, el suelo, los cuerpos. Pero lo que explora Aleksiévich no es la física nuclear. Es la radiación emocional. La nube negra que se metió en las casas, en las relaciones, en los sueños, en el lenguaje.
Una joven esposa que besa a su marido bombero mientras se derrite de adentro hacia afuera. Una madre que da a luz a una niña que parece una “bolsa de carne” y que solo vive unas horas. Un soldado que arrastra cadáveres de animales sin entender qué está tocando. Una médica que miente, que calla, que llora en secreto. Un niño que juega entre los arbustos mientras el aire lo envenena. Todos ellos cuentan. Y al contar, hacen estallar la idea de “accidente” como algo técnico. Lo que ocurrió en Chernóbil no fue un error. Fue una forma de violencia.
Aleksiévich escucha. Espera. No interrumpe. No editorializa. No busca la frase brillante. Su tarea es otra: abrir espacio para que el otro hable. Para que el relato, como una herida vieja, vuelva a sangrar. En su forma de construir el libro hay un gesto ético. No hay épica. No hay relato de héroes. Lo que hay es gente común, atrapada en un mundo incomprensible, obligada a convivir con la mentira institucional, la censura, la negación del Estado. Porque en Chernóbil no solo estalló un reactor: estalló una manera de nombrar la realidad. Nadie sabía qué decir. Nadie sabía cómo vivir. Ni cómo morir.
Uno de los méritos más impresionantes de “Voces de Chernóbil” es su capacidad para traducir el horror sin volverlo espectáculo. La autora no embellece. Tampoco degrada. Se limita a sostener la voz del otro. A armar con ellas una partitura coral donde cada testimonio se encastra con el siguiente. Y el resultado es una sinfonía de la devastación.
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