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Información General |UN PUEBLO AL BORDE DEL EXTERMINIO

Una historia oscura y trágica tras la restitución de los restos onas

Uno de los esqueletos devueltos el martes por el Museo de La Plata a una comunidad aborigen de Tierra del Fuego sacó a luz la atrocidad sufrida por su pueblo

24 de Abril de 2016 | 02:50

Cuando el martes pasado el Museo de La Plata devolvió los huesos de cuatro de sus ancestros a una comunidad selknam de Tierra del Fuego, más allá de cumplir con una ley nacional que así lo obliga, realizó un acto simbólico cuya trascendencia se hizo evidente en la emoción de algunos de los aborígenes que participaron de la ceremonia. Después de ciento veinte años, aquellos cráneos y tibias dejaban de ser objetos de colección con un número identificatorio para convertirse nuevamente en los restos de personas con una identidad. Y aunque en tres de los casos su historia no pudo ser reconstruida, en uno resurgió como un testimonio del horror sufrido a fines del XIX por su pueblo.

La historia que salió a luz gracias a la restitución fue la de Seriot, un joven selknam al que los misioneros salesianos habían apodado Capelo por el sombrero de piel que solía llevar. Su pueblo, conocido por las tribus vecinas como “onas” (hombres del norte) habitaba los bosques centrales de Tierra del Fuego desde hacía al menos 15 mil años cuando a mediados del XIX se instalaron en su territorio los primeros blancos y comenzó su aniquilación.

Como relata en sus memorias uno de aquellos pioneros, Lucas Bridges, el tercer blanco nacido en Ushuaia, la desgracia de Seriot comenzó en 1993 cuando el subprefecto de Bahía Thetis le ofreció visitar Buenos Aires en un vapor del gobierno que hacia el recorrido cada dos meses. El oficial ya había enviado antes a un joven haush y éste había vuelto tan impresionado por lo que había visto en la ciudad que al hombre le pareció interesante repetir el experimento.

Seriot dudaba sin embargo de emprender el viaje porque tenía una mujer joven y temía perderla si se iba. El riesgo no era sólo que la muchacha fuera conquistada por algún otro miembro de su tribu: por entonces ya se había desatado la fiebre del oro en Tierra del Fuego y los grupos de mineros solían llevarse a jóvenes aborígenes como si fueran objetos de su propiedad. Pero también estaban los misioneros que en plan de evangelizarlas las trasladaban a reducciones de las que muchas nunca volvían. Para convencerlo, la esposa del subprefecto prometió que cuidaría de ella hasta su regreso. Pero al volver unos meses más tarde, Seriot descubrió que su mujer ya no estaba ahí.

Según le explicó el subprefecto, la habían enviado a la Isla de los Estados para evitar que otros indios la raptaran y regresaría con el próximo vapor. Pero el buque volvió y Seriot comprobó que su mujer no se hallaba a bordo. Furioso, fue en busca de algunos miembros de su tribu con la intención de apoderarse de la esposa del subprefecto y tomarla de rehén hasta que le devolvieran a la suya. Unas semanas más tarde, su grupo atacó a unos mineros que habían acampado en el bosque y asesinó a puñaladas a tres de ellos.

Se trataba de un uruguayo llamado Luciano Cáseres, desertor del transporte Villarino; un español de apellido Barón que había quedado en Tierra del Fuego tras naufragar el buque Duches of Albany; y el jefe de aquel grupo, un ex capataz de la comisión de límites llamado Jacobo San Martín. Otros tres compañeros suyos lograron sin embargo escapar del ataque y buscaron refugio en la misión salesiana de La Candelaria, a donde llegaron a principios de septiembre “jadeantes y con los vestidos hechos jirones”, según relata el cura salesiano José María Beauvoir.

Consciente de la represalia que no tardaría en caer sobre él, Seriot intentó buscar municiones para las armas que le había quitado a los mineros en la estancia Haberton, propiedad de los Bridges. Ahí fue visto por uno de los invitados de la familia que a su regreso a Ushuaia dio aviso a la policía. Unos días después, el comisario Ramón Cortes llegaba con una partida de hombres al campamento de los selknam con la intención de atrapar a Seriot.

Las versiones, que coinciden en general hasta este punto de la historia, difieren al relatar su fin. Mientras que Bridges cuenta que Seriot recibió un disparo a quemarropa al saltar sobre el comisario para arrebatarle su revólver, otras versiones sugieren que la partida policial simplemente lo fusiló al dar con él en un campamento vecino, así como también a uno de sus hombres que intentaba huir.

Para el antropólogo Fernando Pepe, responsable del Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social –el equipo que ha venido impulsando las restituciones de restos desde el Museo de La Plata desde 2006- el hecho no resulta extraño. “Los indios ajusticiados siempre habían atacado, robado o matado antes –dice-. Es común encontrar en la bibliografía este tipo de versiones que en cierto modo justifican su aniquilación”.

Los ajusticiamientos como el que sufrió Seriot no fue el único mecanismo que puso al pueblo selkman al borde de la desaparición. Para apoderarse de sus territorios, algunos terratenientes contrataban a cazadores de indios. Entre ellos, el más famoso por su crueldad era un tal Alexander Mcclelland apodado “Chancho colorado”, quien cobraba dos libras esterlinas por cada hombre que asesinaba con su rifle y tres libras por cada mujer.

También los salesianos contribuyeron involuntariamente a la devastación del pueblo selknam. En su afán evangelizador trasladaban a grandes grupos de mujeres y niños a misiones donde muchos terminaban muriendo de enfermedades como la viruela. “El caso más conocido fue el de la Isla Dawson, a donde llevaron a tres mil indios y dejaron un cementerio, pero hubo muchos otros. De hecho uno de los cráneos que acabábamos de restituir perteneció a mujer trasladada a Punta Arenas”, cuenta Pepe al explicar que “los traslados de personas desde su lugar de origen a otros emplazamientos donde terminan muriendo son un mecanismo que define al genocidio”

El aniquilamiento del que fue blanco el pueblo selknam fue tan atroz que al cabo de unas décadas casi no quedaban miembros de él. De hecho hace unos años algunos diarios argentinos publicaron la noticia de que había muerto la última sobreviviente de esa etnia, lo que a criterio de diversos investigadores -como antropóloga Marina Sardi, una de las responsables de atender los pedidos de restitución que llegan al Museo de La Plata- se trató de un error conceptual.

Los ajusticiamientos como el que sufrió Seriot no fue el único mecanismo que puso al pueblo selknam al borde de la desaparición.

Tras avanzar a fuego sobre muchas comunidades aborígenes, “el Estado Nacional desarrolló en la década del 20 una política de asimilación, gracias a la cual quedó instalada la idea de que no había más indios en nuestro país –señala Sardi-. Y esa idea se ha visto reforzada hasta el día de hoy por cierto imaginario social que sólo reconoce la existencia de aborígenes cuando estos viven de acuerdo con sus modos tradicionales, visten sus trajes típicos y hablan su lengua original. Pero lo cierto es que hay un montón de argentinos y de comunidades que, sin cumplir con esas condiciones, se reconocen aborígenes porque tienen vínculos con algún pueblo o guardan cierta memoria ancestral”.

Tal es el caso de los integrantes de la comunidad Rafaela Ishton de Tierra del Fuego a la que el Museo de La Plata acaba de restituirles los restos de cuatro de sus antepasados, entre ellos los de Seriot. El líder de la comitiva fueguina, Rubén Maldonado, recibió los restos de sus ancestros de manos de la directora del Museo, Silvia Ametrano, durante una ceremonia en la que participaron funcionarios y representantes de otros pueblos aborígenes de nuestro país.

“Fue un acto muy fuerte y muy doloroso. Ahora vamos a volver a casa con nuestros hermanos para que descansen en paz”, dijo Maldonado al terminar la ceremonia. Los restos fueron llevados ese mismo día a la reserva indígena “Rancho Colorado”, situada cerca de Tolhuin, donde serán puestos en un mausoleo que se levantará allí.

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