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Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor
Queridos hermanos y hermanas.
El “Credo”, también llamado “Símbolo de los Apóstoles”, relaciona la fe en el perdón de los pecados con la fe en el Espíritu Santo, pero también con la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Jesús resucitado, al dar el Espíritu Santo a sus Apóstoles, les confirió su propio poder divino de perdonar los pecadores: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecadores serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 22-23).
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Además, Jesús vinculó el perdón de los pecados con la fe y con el Bautismo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará” (Mc 16, 15-16). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Jesús muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación, a fin de que “también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rom 6, 4).
En el momento que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni pena alguna que sufrir para expiarlas. Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a las personas de todas las debilidades de la naturaleza; sino que nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de invitarnos y de llevarnos al mal.
En este combate contra las inclinaciones del mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado? Por eso, así como era necesario que la Iglesia tuviera el poder de perdonar los pecados, asimismo hacía falta que el Bautismo no fuese para ello el único medio; también era necesario que la Iglesia fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta el último momento de su vida.
“Reciban el Espíritu Santo. Los pecadores serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Jn 20, 22-23).
Por medio del sacramento de la Penitencia – también llamado Confesión ó Reconciliación – el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia, según lo dispuesto por Jesús a su Iglesia: “Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos.
Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19).
Después de su Resurrección, el Señor Jesús mandó a sus Apóstoles para que “en su Nombre se predicase a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (Lc 24, 47). Este “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5, 18), no sólo lo cumplieron los Apóstoles y sus sucesores anunciando a los hombres el perdón de Dios, merecido para nosotros por Jesús, y llamándoles a la conversión y a la fe, sino que también – debido al poder de las llaves recibido de Jesús–comunicaron la remisión de los pecados por el Bautismo y los reconciliaron con Dios y con la Iglesia.
Cabe destacar que no hay ninguna falta – por grave que sea – que la Iglesia no pueda perdonar, porque no hay nadie tan perverso y tan culpable que no deba esperar con confianza su perdón, siempre que su arrepentimiento sea sincero. Jesús, que murió por la salvación de todos, quiere que en su Iglesia siempre estén abiertas las puertas del perdón a cualquiera que con pesar se convierta del pecado y proponga firmemente no pecar más (cf. Mt 18, 21-22).
El perdón de Dios se confiere ordinariamente por medio del ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, en su única Iglesia. ¡Dios sea bendito!.
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