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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Magnanimidad

DR. JOSE LUIS KAUFMANN Monseñor

7 de Octubre de 2018 | 08:07
Edición impresa

Queridos hermanos y hermanas.

El valor de la magnanimidad está en la actitud generosa de los que dan sin medir el esfuerzo, simplemente por amor y con el propósito de mejorar en las distintas virtudes.

Se trata de un valor poco conocido y menos entendido, que suele definirse como “ánimo grande”, y es sinónimo de generosidad y de longanimidad. Lo contrario sería tacañería, bajeza, envidia, mezquindad, pusilanimidad.

La magnanimidad es una disposición interior habitual que hace del ser humano común una persona de coraje, de empuje; de ánimo generoso, entregado, servicial. No se trata sólo de un gesto ocasional o un impulso emocional, ya que está por encima del estado anímico o la motivación del momento.

Un espíritu generoso descarta de sí todo resentimiento, deja de lado y se olvida de toda posibilidad de ser criticado o mal entendido por hacer algo noble, tiene la capacidad de asumir cosas gratas a Dios con paciencia y constancia, y sobre todo cultivará siempre y en todo el buen humor.

La persona magnánima vive con una profunda paz interior y por eso es espontánea para perdonar sin esperar las disculpas, nunca retiene el mal trato recibido porque comprende la debilidad o fragilidad de la condición humana y no pierde el tiempo en rencores.

“Dios concedió a Salomón una sabiduría y una inteligencia extremadamente grandes, y tanta amplitud de espíritu [magnanimidad] cuanta arena hay en las playas del mar” (1 Rey 5, 9)

 

Toda actividad es un gran desafío, pero las actividades humanas tienen prioridad en el interés de la persona que quiere cultivar la magnanimidad. Por eso, para el cónyuge la primera actividad es el consorte, para los esposos son los hijos, para el docente son los alumnos, para el comerciante son los clientes, para el médico son los pacientes, etcétera. En estas relaciones deben afianzarse todos los valores y virtudes, entre los cuales la grandeza de ánimo o magnanimidad. ¿O será que alguien tenga la osadía de decir que no nos interesa el bien, el progreso de los otros?

En la magnanimidad no tiene lugar la hipocresía, porque no se puede falsear el bien que se procura, ni se puede engañar a nadie. Quien se esfuerza cada día en ser magnánimo al mismo tiempo comprobará que procede sin doblez.

La persona que en todas sus actividades es generosa y está dispuesta a exigirse a sí misma en favor de los otros ha de reconocer que nunca se trata de hacer un beneficio inmediato y personal, sino que enfocará su esfuerzo venciendo las tentaciones del egoísmo, de la vanidad, del fingimiento. Esa postura habitual no es un voluntarismo sino una voluntad educada en la disciplina del amor desinteresado.

Este valor no excluye otros, que también son necesarios en la vida de un cristiano sin doblez, coherente y entusiasta de su fe, como por ejemplo la formación integral de su persona tanto en lo natural como en lo sobrenatural, el estudio y la recreación, el trabajo y el descanso, la ciencia y el arte, etcétera.

Para alcanzar esa grandeza de alma nunca hay restricciones ni vacaciones porque el que ama siempre está dispuesto. Pero, es necesario tener en cuenta que, sin excluir los esfuerzos personales, la magnanimidad sobre todo es un don de Dios, como refiere la Biblia: “Dios concedió a Salomón una sabiduría y una inteligencia extremadamente grandes, y tanta amplitud de espíritu [magnanimidad] cuanta arena hay en las playas del mar” (1 Rey 5, 9).

Todas nuestras actividades se engrandecen cuando son magnánimas.

 

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