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SERGIO SINAY
Mail: sergiosinay@gmail.com
No es lo mismo un síntoma que una enfermedad. El síntoma es un emergente, anuncia que algo está mal. Podríamos llamarlo el denunciante. O el mensajero. Y, como suele ocurrir, es más fácil matar al mensajero que entender y aceptar su mensaje. Así, resulta común atacar al síntoma y desentenderse de lo que el mismo está diciendo. Parar el dolor de cabeza, bajar la fiebre, apagar la acidez, atiborrarse de somníferos son algunas de las actitudes más comunes ante diferentes síntomas. Una vez que estos han sido acallados o amordazados, sin haber sido escuchados y descifrados, la enfermedad que los provoca tiene vía libre para desarrollarse.
Hace exactamente una semana, en las páginas de este diario se publicó un completo y detallado informe que describe un síntoma. Allí se decía que, de acuerdo con datos de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación Argentina (Sedronar) y la Asociación Antidrogas de la República Argentina, en el país uno de cada dos adolescentes de entre 12 y 17 años abusa de alcohol. Durante 2017 más de dos millones de personas se sumaron al mercado de las bebidas alcohólicas, y de ellas 319.994 son preadolescentes y adolescentes. Por si estas cifras no fueran suficientemente alarmantes, queda otra: solo en el conurbano bonaerense 7 de cada 10 chicos de entre 11 y 12 años ya se iniciaron en el consumo de alcohol.
Abrumadores como asoman, estos datos son solo el síntoma, no la enfermedad. No, al menos desde el punto de vista social. Están explicadas hasta el hartazgo las consecuencias orgánicas del consumo desmedido de alcohol, que incluyen daños cerebrales, dolencias hepáticas, descompensaciones varias, pérdida de memoria, trastornos de atención y otras, además de la caída en la adicción. Eso en el orden individual. En lo colectivo bien podríamos peguntarnos, y vale la pena enfocarse en el interrogante, si nuestra sociedad está incubando una generación de alcohólicos que serán los adultos del mañana. Es decir, los que criarán hijos, ejercerán oficios y profesiones, estarán a cargo de organizaciones, empresas, funciones públicas y, en muchos casos, serán responsables del destino de otras personas. Aunque la respuesta a la pregunta provoque miedo, hay que abordarla.
Pero, ante todo, hay enfrentar la respuesta a otro interrogante, previo y fundamental. ¿Si todo esto es apenas el síntoma, cuál es la enfermedad que se esconde detrás de él? El verdadero problema está en los hogares. Esa es la respuesta simple y llana. Estos pequeños alcohólicos no nacieron de repollos, no fueron traídos por la cigüeña, no se educaron a sí mismos en estas conductas. Aunque publicitariamente, y con incitaciones perversamente consumistas, se suele hacerles creer a los adolescentes que ellos son creadores de tendencias, en verdad solo son reflejo del mundo de adultos en el que crecen, se desarrollan y construyen su identidad.
Un porcentaje decisivo del alcohol que consumen los adolescentes se bebe en las previas, esa suerte de precalentamiento para el posterior desborde que se verificará en boliches, recitales, calles o casas particulares. Un camino de desenfreno que suele dejar como secuela comas alcohólicos, peleas, heridos, abusos sexuales, sexo inseguro y promiscuo, embarazo adolescente, hasta llegar a trágicas catástrofes viales en las que, madrugada a madrugada, se pierden vidas jóvenes. El lugar de realización de las previas es, principalmente, la casa de alguno de estos bebedores compulsivos. Esto significa que no son consumidores clandestinos, sino que todo padre de adolescente, desde los dueños de casa hasta los progenitores de los “invitados” sabe qué ocurre y de qué se trata. Incluso es común que muchos de esos padres compren el alcohol o sean testigos mudos y complacientes de cómo se acumula previamente.
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“Ningún padre, ninguna madre nace sabiéndolo. Se aprende en el ejercicio de la función, con presencia, con atención, con una idea del tipo de persona que queremos dejarle al mundo, y con amor. ”
Entre una alarmante mayoría de padres de los adolescentes de hoy se han difundido ciertas muletillas auto exculpadoras. Una de ellas dice: “Prefiero que tomen en casa a que lo hagan por ahí”. Otra reza: “Si le prohíbo ir después lo excluyen”. Una tercera, muy usada, combina “No puedo ponerle límites” con “No sé qué hacer”. En boca de adultos que tienen hijos estas excusas suenan inadmisibles. Entre padres e hijos existe un vínculo desparejo y asimétrico y esa disparidad y esa asimetría son esenciales para una buena crianza y una educación nutricia, proveedora de valores y de ejemplos enriquecedores para la construcción de una vida propia. Disparidad y asimetría significan que no es un vínculo entre pares ni entre ajenos. Que en la relación hay un adulto y un menor y que el adulto es el responsable. Lo es porque creó el vínculo. Los hijos existen (ya sea biológicos o adoptados) debido a que los padres los crearon como tales. Y desde ese mismo momento les deben respuestas y modelos acerca de cómo y para qué vivir, de qué son y cómo se ponen en práctica los valores morales (respeto, humildad, responsabilidad, confianza, generosidad, compromiso, cuidado de uno y del semejante, etcétera), modelos de conducta y de relación, de trabajo y de realización.
Ningún padre, ninguna madre nace sabiéndolo. Se aprende en el ejercicio de la función, con presencia, con atención, con una idea del tipo de persona que queremos dejarle al mundo, y con amor. Poner límites, establecer normas y reglas es un modo de expresar amor. De decirles a los hijos que los queremos y por eso los cuidamos y los proveemos de herramientas para vivir. Las muletillas paterno-maternas citadas antes en este texto no transmiten amor y, además, desprotegen a los hijos, los dejan en el mar de la vida como náufragos a la deriva.
Mucho se dice y se escribe sobre los motivos por los cuales beben los adolescentes. La identificación con otros, la perdida de inhibiciones, el espíritu de manada, y mucho más. Está bien que eso se explique, pero demasiada insistencia en tal punto desvía el eje de la cuestión, vuelve a poner el síntoma en el centro, pero saca las luces de donde deben estar. En la enfermedad.
Si se permite el juego de palabras digamos que hay algo previo a la previa. Ahí está el punto. Antes de beber alcohol los chicos beben ejemplos, señales, guiños. Si los adultos de mi alrededor no se limitan, ¿por qué voy a limitarme yo? Si no hay límites puedo hacer lo que quiero. Si las normas son flojitas y las sanciones anunciadas no se cumplen, dejo de respetarlas. Si no me miran, ni me escuchan, si no demuestran interés por mí, por lo que me ocurre, buscaré refugio entre mis pares y haré lo que ellos hacen para no quedarme solo. Si hay adultos que no me ponen límites y me prometen diversión sin freno (el dueño del boliche, los anunciantes de alcohol, los promotores de recitales donde alcohol y otras sustancias son más importantes que la música, los que miran para otro lado cuando se trata de aplicar normativas) me voy a donde ellos invitan.
Son legión los docentes, los pediatras, los médicos, los psicopedagogos y otros adultos que transitan día a día el mundo adolescente y lidian allí hasta la desesperación. Ellos saben bien en donde está el problema. Y saben que es previo a la previa.
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