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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

El hombre que pudo con el tiempo

18 de Marzo de 2018 | 08:42
Edición impresa

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

En la semana que pasó se apagó una de las mentes cuya sola existencia justifican la presencia humana en el planeta. El físico y cosmólogo británico Stephen Hawking mostró con su vida y con su obra que una persona es mucho más que su estructura orgánica. Impedido físicamente por la esclerosis múltiple amiotrófica que se le diagnosticó a los 21 años, murió a los 76 tras haber sido padre, marido, amigo, colega, brillante científico, pensador, escritor y, acaso lo más extraordinario, tras haber recorrido los confines del universo sin moverse.

Hasta 1988 poco sabía el mundo de Hawking, fuera de los cerrados cenáculos científicos. Pero ese año se publicó “Breve historia del tiempo”, la obra en la que exploraba respuestas a algunas de las preguntas que inquietan al ser humano desde hace milenios y que dieron nacimiento a las ideas más profundas y a las especulaciones más audaces, así como a la filosofía, a la astrofísica, a la matemática y a otras ciencias. Preguntas que han cruzado alguna vez, así sea por un segundo, las mentes de todos los miembros de nuestra especie, los que son o han sido. Una de esas preguntas: ¿Por qué existe todo pudiendo no existir nada? Otra: ¿Hubo un principio del tiempo? Si lo hubo significa que antes había…nada. Y esa idea es inapresable para la mente humana, nos enfrenta al “horror vacui” (pánico al vacío). Otra pregunta: ¿Si hubo un principio significa que habrá un final? También es esta una idea que nos espanta, porque sugiere que si de la nada surgió todo lo que conocemos (el mundo y la vida tal como los experimentamos), todo esto volverá a ser…nada.

ATRAPADOS EN LA PROPIA TRAMPA

Como todo trabajo científico que se precie, aquel libro de Hawking, que llevaba prólogo del célebre Carl Sagan (padre de la serie “Cosmos”), no era definitivo. El propio autor profundizaría y revisaría algunas de sus propuestas, pero la obra despertó inquietudes y conciencias, permitió a las personas comunes, ciudadanas de la calle, explorar cuestiones que nos enfrentan a nuestra propia razón de ser, y lo hizo a través de un lenguaje y unas ideas accesibles. Así fue como permaneció entre los libros más vendidos en la legendaria lista del “The New York Times” durante 237 semanas, ingresó al Libro Guinnes de los Récords, y sobrepasó, en apenas cinco años, las 40 traducciones y los 10 millones de ejemplares en todo el mundo. Hawking sabía, y lo dijo, que el libro más vendido no es necesariamente el más leído, pero las cifras daban cuenta de que la preocupación por el origen y la trayectoria de la travesía humana está instalada en el inconsciente colectivo (allí donde la humanidad recoge y comparte en un pozo común todas sus experiencias, aprendizajes, sueños e interrogantes), más allá de las vivencias cotidianas.

Desde su mismo título aquel libro de Hawking, quien antes de morir dejó serias advertencias acerca del cambio climático y de los riesgos que entraña la inteligencia artificial (tan irresponsablemente celebrada), expone una cuestión esencial en nuestras vidas. El tiempo. Ya dijo San Agustín en su momento que él sabía exactamente qué es el tiempo pero que, si le pidieran que lo explicara, no sabría hacerlo. Luchamos con el tiempo, le tememos, intentamos ahorrarlo, procuramos no perderlo. Sentimos que corre. Otras veces nos parece detenido. Depende de las circunstancias y las experiencias. También de las etapas de la vida.

Con la noción del tiempo se instala también la certeza de nuestra finitud, aunque inventemos mil y unas maneras de huir de ella

 

¿Habría tiempo si no existiéramos los humanos? He aquí otra gran pregunta filosófica. Porque quizás hayamos quedado atrapados adentro de algo que es nuestra propia creación. Segundos, minutos, horas, días, semanas, meses, años no existen de por sí. Son convenciones humanas. Tras crear el tiempo tal como lo experimentamos, terminamos por envasarlo en relojes y calendarios. En el escenario del tiempo transcurren nuestras historias, se extienden nuestras vivencias. Con la noción del tiempo se instala también la certeza de nuestra finitud, aunque inventemos mil y unas maneras de huir de ella. Y gracias a esa certeza (a veces desesperante) le damos valor a la vida. Si fuésemos inmortales, es decir seres que existen al margen del tiempo pues para ellos no corre, nada tendría valor.

Acaso como nunca el tiempo aparece hoy como un verdugo, un tirano, un perseguidor implacable. “No me alcanza el tiempo”. “No tengo tiempo para nada”. “El mes (el día, la semana, el año), se me pasó volando”. Abundan frases, quejas como estas. Se extiende la sensación de que el tiempo se aceleró. Sin embargo, hay algo que ni la más sofisticada de las tecnologías logrará jamás. El minuto nunca tendrá más de sesenta segundos, ni la hora más de sesenta minutos, ni el día más de veinticuatro horas, ni la semana más de siete días, ni el año más de doce meses. El tiempo es independiente de nuestras urgencias y apetencias.

CRIATURAS QUE PREGUNTAN

El tiempo no pasa por nosotros. Pasamos, en cambio, por él. Es decisión y responsabilidad propia elegir de qué manera, con qué propósito lo hacemos. El tiempo no se aceleró, señala el sociólogo alemán Hartmut Rosa en su ensayo “Alienación y aceleración”, son nuestras acciones, nuestra manera de vivir, las que se aceleraron. Por diferentes motivos, tales como la ansiedad consumista o el afán competitivo, procuramos hacer o conseguir más cosas en una misma unidad temporal. Esto genera impaciencia, insatisfacción, trae como consecuencia una conciencia epidérmica acerca de lo que hacemos. Lejos de concentrarnos en lo que ocupa nuestro presente, y de profundizar en esa vivencia, estamos atentos a lo próximo, a lo que vendrá, lanzados a una carrera contra el reloj o contra el calendario. Nuestras agendas, físicas, electrónicas o mentales son guillotinas que penden amenazadoramente sobre nuestros pescuezos.

Un modo de vida productivista, exitista y utilitario, en el que lo que hacemos y tenemos cuenta más que lo que somos, lleva a que el tiempo de hacer, ganar, conseguir, comprar y consumir sea prioritario frente al tiempo de relacionarnos, escucharnos, conocernos, amarnos. No hay momentos de contemplación, de introspección, de reflexión, de escucha. Un tiempo en el que, así como Stephen Hawking exploró el universo externo, cada uno se permita incursionar en su insondable universo interior. Solo queda el tiempo productivo, el que exige respuestas pero no admite preguntas, siendo que, como dijo el propio Hawking, que “la propiedad más notable del universo, es que ha dado lugar a las criaturas que puedan hacer preguntas”.

El tiempo de la contemplación, la reflexión y las preguntas es el que consagramos a comprender para qué vivimos, nada menos. Consagrar significa, etimológicamente, hacer totalmente sagrado. Santificar. Sobre esto, el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han apunta en su libro “La salvación de lo bello” que hoy solo existe el tiempo productivo. No hay tiempo “sagrado”, y por lo tanto no hay belleza en el tiempo. Solo ansiedad y angustia. No sabemos qué hubo antes de todo y tampoco si habrá un final y después nada. Pero sabemos que, mientras existimos, el tiempo de estar vivo merece transitarse de otro modo. Según Stephen Hawking, “perdemos el tiempo, en lo que no es necesario”. Y algo sabía del tema.

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