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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
¿Hay un nuevo padre? Y si existe, ¿cómo se lo describe? El afán por instalar la palabra “nuevo” en todo, como si lo que no la llevara no existiera, impulsa cada año, a medida que se acerca el tercer domingo de junio, a buscar imágenes y descripciones de lo que, ansiosamente, se quiere definir como “nueva paternidad”. Y esas imágenes terminan por repetirse año a año. Un hombre relativamente joven, generalmente con una barba de tres días y aspecto informal, jugando con su hijo o hija como si fuera un niño más. También se lo describirá como alguien que cambia pañales, enchastra la cocina junto con sus hijos y los besa y abraza mucho. Observada de esta manera, la “nueva paternidad” aparece como una cuestión de formas. Y, sin dudas, es bueno que haya una cercanía entre el padre y sus hijos, que esté lo más presente posible en la cotidianidad de ellos. ¿Pero de qué manera? ¿Cómo adulto y referente? ¿O como un par, con unos años más? ¿Cómo un guía para iniciar los caminos decisivos de la vida? ¿O como un compañero de juegos?
Desde comienzos de la Revolución Industrial, en el siglo dieciocho, y con mayor énfasis desde mediados del siglo diecinueve, en el mundo occidental los hombres empezaron a estar cada vez más horas lejos de sus casas, trabajando en fábricas, minas, talleres, oficinas, o combatiendo en lejanos campos de batalla. La historiadora y filósofa francesa Elisabeth Badinter lo describe muy bien en “XY, la identidad masculina”, libro de notable profundidad y comprensión de la identidad del varón. En ese escenario, escribe Badinter, “el contacto entre los padres de familia urbanos y sus hijos se reduce considerablemente y el padre se convierte en un personaje lejano, cuyas ocupaciones, la mayor parte de las veces, son un misterio para sus hijos”.
A partir de allí la familia se reorganiza a la par del trabajo, y donde marido y mujer trabajaban codo a codo, con ayuda de sus hijos, hay ahora una clara escisión. Se crean dos esferas, apunta la historiadora, una privada y doméstica, regida por la madre, y otra pública y profesional, exclusividad de los hombres. Estas esferas son heterogéneas y no se comunican entre sí. Los hijos quedan dentro de la primera.
Desde ahí en más, la psicología y los manuales de crianza, así como los mensajes familiares y sociales pusieron cada vez menos la mirada en las funciones paternas y se dedicaron a adoctrinar y entrenar a las mujeres, a las que se veía, dice Badinter, como “providencialmente dotadas de todas las cualidades necesarias para educar a los hijos de ambos sexos”. También se refuerza la idea de que hay en ellas un “instinto” del que carece el hombre. Esto, que parece una valoración de la mujer, es en cierto modo una trampa. Se le dice y repite que ella está “naturalmente” destinada a esa tarea y tiene toda la responsabilidad sobre la misma.
¿Y el padre? Mientras cumpla con el aporte económico y sostenga materialmente el hogar, todo estará bien. Sin embargo, se convierte en un exiliado del mundo emocional de los hijos, en un administrador de recompensas y castigos (“Ya vas a ver cuando venga tu padre”), de cuyas propias emociones y necesidades o capacidades afectivas poco se sabe y nada se muestra. Además de que se produce una doble postergación u ocultamiento. En el caso de las mujeres queda relegada y desvalorizada su capacidad para desempeñarse en el mundo externo, tanto político como laboral o profesional. En el de los hombres se clausuran sus capacidades para la crianza, la nutrición, el acompañamiento cercano y participativo en la evolución de sus hijos.
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Como todo paradigma que se instala en una sociedad y una época, y marca modelos mentales y conductas, también este echó raíces suficientemente profundas como para que su modificación no sea ni rápida ni sencilla. Algo comenzó a cambiar, es cierto, desde mediados del siglo anterior, y fue a partir de transformaciones en los roles femeninos. Por una parte, con la aparición de la píldora las mujeres recuperaron autonomía y decisión sobre la concepción. La aspiración hoy masiva de ser “soberanas de su cuerpo”, puesta en primer plano con la discusión sobre la despenalización del aborto, germinaba ya entonces. Y, por otra parte, las diferentes crisis y reacomodamientos económicos y sociales les abrieron a ellas las puertas del mundo público, de los espacios laborales, profesionales y de decisión. Su instalación en estos fue creciente desde entonces y no se detiene, pero aun así no alcanzó un nivel de equidad.
El desplazamiento de las mujeres hacia esos espacios antes prohibidos para ellas no fue simétricamente acompañado por un movimiento de los hombres hacia el territorio doméstico, hacia la intimidad del hogar, hacia la presencia emocional y referencial explícita y compartida en esa “retaguardia” donde se coprotagoniza el desarrollo de los hijos. Esto llevó a decir al psicoanalista italiano Massimo Recalcati, que hoy el complejo de Edipo (hijo que, para reinar, compite con el padre y, simbólicamente, lo mata) fue remplazado por el de Telémaco (nombre del hijo de Ulises, que espera ansioso el regreso del padre, quien se ausentó para ir a la guerra de Troya, y cuyo alejamiento repercute en caos y ausencia de ley).
Así es como la importancia del padre en la educación y formación compartida de los hijos, su aporte irremplazable (porque varones y mujeres aportan atributos diferentes y complementarios) y su coprotagonismo, no necesitan de ninguna “novedad”, ni manifestarse como tendencia o moda. La necesaria energía masculina que el padre puede aportar comprende, según el poeta y ensayista Robert Bly (iniciador en los años 80 del movimiento de reafirmación de la masculinidad profunda), “inteligencia, autoridad compasiva, capacidad de mando, y es, en definitiva, una energía positiva que el varón descubre y acepta en sí y pone al servicio de la comunidad”.
Mujeres y varones nacemos capacitados para ser madres y padres, pero debemos aprender a serlo, cada uno a su manera y desde su condición única, intransferible e irremplazable. Como las madres, los padres no nacen, se hacen. Con presencia, con ensayo y error, con cercanía, con tiempo y nunca confundiéndose con sus hijos (unos son los adultos y los otros los chicos o adolescentes), sino manteniéndose como líder y orientador del vínculo. En una de las cartas a su hijo que constituyen el conmovedor libro “De hombre a hombre”, el ensayista estadounidense Kent Nerburn, quien se define a sí mismo como un buscador de la auténtica espiritualidad, escribe: “No quería ser padre. Un hijo significaba una serie de limitaciones y responsabilidades que no ofrecían ninguna recompensa. Pero cuando experimenté la paternidad, el resto del mundo volvió a construirse ante mis ojos. Sentí la unidad de las generaciones cayendo como cascadas en otras generaciones desde el comienzo de los tiempos. En mi esclavitud por un hijo había encontrado mi verdadera libertad. Cuando experimentas esta experiencia, te haces uno con todos los hombres en una forma llena de calor y armonía”. Y aconseja: “Acércate con cautela a la paternidad. Es mucho más fácil convertirse en padre que ser padre”.
No se necesitan “nuevos” padres, sino el padre de siempre (aunque vista ropas de hoy). El que, cuando se ausenta, aunque esté físicamente presente, afecta al hogar y a la sociedad.
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