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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

La luz de Grecia

También Lord Byron se exaltó por el amor a la libertad de ese pueblo paradigmático Pág.2

La luz de Grecia
22 de Julio de 2018 | 09:03
Edición impresa

Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar

“En Grecia tienes la convicción de que la norma es el genio, no la mediocridad. Ningún país ha producido, en proporción con el número de sus habitantes, tantos genios como Grecia. Tan sólo en un siglo esa diminuta nación dio al mundo casi quinientos hombres geniales. Su arte, que se remonta a cincuenta siglos atrás, es eterno e incomparable. El paisaje sigue siendo de lo más satisfactorio, de lo más maravilloso, que puede ofrecer nuestra Tierra. Los habitantes de ese pequeño mundo viven en armonía con su medio natural, que poblaron con dioses reales con los cuales convivieron en comunión íntima”.

Este párrafo le corresponde al novelista estadounidense Henry Miller (1891-1980) y se encuentra en “El coloso de Marusi”, una excepcional descripción de la estadía del autor en Grecia, a la que fue para visitar a su amigo Lawrence Durrell.

La aristocracia natural y genética del pueblo griego, la mayor parte de la población sumida en una pobreza extrema, los árboles, las ruinas, las flores, el agua, las piedras, el aire, la libertad que da sentido a la vida, la luz, el sol, los bares de Atenas, todo brilla en esta obra escrita en 1941. Un libro que, entre otras recompensas culturales, le deja al lector fascinado una clarísima idea acerca de lo distinto que es el turismo –esto es, la dominante propuesta de pasar de largo y en forma vertiginosa por la mayor cantidad de lugares, sin saber a veces dónde se está- con el detenido arte de viajar, explorar cada costumbre, respirar la historia, conocer a los pobladores y escucharlos, involucrarse con hombres y mujeres que se entregan al visitante.

El “turismo” metafísico de Miller se convierte en una aventura exuberante

 

“Grecia es lo que todo el mundo conoce –dice Miller-, incluso in absentia, incluso como un niño o un idiota o un aún no nacido. Así es como esperas que sea la Tierra, de haber una buena posibilidad. Es el umbral subliminal de la inocencia. Se mantiene, como lo ha hecho desde su nacimiento, desnuda y totalmente revelada. No es misteriosa ni impenetrable, ni sobrecogedora ni desafiante ni presuntuosa. Está hecha de tierra, aire, fuego y agua. Cambia con las estaciones y con armoniosos ritmos ondulantes. Repira, llama, responde”.

El “turismo” metafísico de Miller se convierte en una aventura exuberante: “En Grecia te dan ganas de bañarte en el aire. Quieres liberarte de la ropa, dar un salto corriendo y lanzarte hacia el azul. Quieres flotar en el aire como un ángel o yacer, rígido, en la hierba y gozar del trance cataléptico. Piedra y cielo combinan bien allí. Es el perpetuo amanecer del despertar del hombre”.

Algo más de un siglo antes, un intelectual inglés caracterizado acaso por su esnobismo existencial, Lord Byron, fue a Grecia y no pudo resistir los abrazos invisibles y luminosos de esa patria siempre necesitada y siempre colmada de riquezas íntimas.

De modo que el dandy elegante y mujeriego –y, en realidad, uno de los más sobresalientes poetas de Inglaterra- se convirtió en soldado para luchar por la independencia de Grecia contra los turcos. La enfermedad que lo llevó a una muerte temprana en Missolonghi le impidió ver cumplido su sueño de independencia de los griegos, que, no obstante, lo adoptaron como héroe. Un suburbio de Atenas se llama Vyronia en su honor. Ante su muerte, el mayor de los alemanes, Goethe, escribió: “Descansa en paz, amigo mío; tu corazón y tu vida han sido grandes y hermosos».

Poco antes de morir, angustiado por la frustrada independencia de su amada Grecia, Lord Byron, el más romántico del romanticismo, le había escrito estos versos: “¿Quién se pondrá al frente de tus hijos dispersos?/¿Quién te liberará de una esclavitud a la que estas demasiado habituada?/”. Y agregado luego: “Si soy poeta es porque me ha hecho el aire de Grecia”.

GRECIA EN LA PLATA

Ya en estas columnas se destacó que, a poco de ser fundada se hablaba de La Plata como de una nueva Atenas. La rápida opción de los fundadores a favor de crear, como continuidad de la inicial ciudad política, una ciudad universitaria, dedicada al conocimiento, al cultivo de las ciencias duras y de las humanísticas, basado fundamentalmente en la cultura griega, había consolidado esa idea.

En las aulas de la Universidad ganada por el empuje que sumaron Rafael Hernández y Joaquín V. González, los nombres de Sócrates, Platón, Aristóteles, Pitágoras, Homero, Arquímedes, Thales de Mileto o Hipócrates se hicieron familiares. Un fenómeno que también tuvo correlato en los niveles primario y secundario, cuando la escuela pública se convirtió en el motor más indiscutido y pujante del progreso del país.

En ese contexto llegaron los torrentes migratorios más productivos. Entre ellos el de los griegos que arribaron a Berisso y se integraron rápidamente a la nueva patria, sin dejar de organizarse entre ellos. Sin embargo, debió ser un bar ensenadense -el de Nicolás Kalipolitis- el ágora que los reunió por primera vez el 16 de agosto de 1910 para cumplir con el propósito de trabajar en beneficio de la comunidad, y esa es la fecha que la

Colectividad Helénica y Platón ha tomado como fundacional de la entidad.

Dos intelectuales platenses, como Rafael Felipe Oteriño y Jorge Anagnostópulos coincidieron recientemente en remarcar la cercanía y el potente influjo de la cultura griega en nuestra región. Inclusive al pisar el suelo de Atenas, Oteriño advirtió que “la arquitectura civil contemporánea, con sus fachadas encaladas o de símil piedra, sus ventanas con postigos y zaguanes entreabiertos, adornados con malvones y Santa Ritas, recuerdan la edificación doméstica platense de las primeras décadas del siglo XX que, provinciana igual que Atenas, aún subsiste. A su vez, los edificios públicos –tanto las ruinas célebres como aquellos de fecha posterior que albergan la sede de los poderes y principales museos- guardan sorprendente semejanza con la de nuestros edificios públicos más emblemáticos”.

Por su parte, Anangnostópulos –autor berissense de “Cartas griegas” (2009); “El viaje de los días” (2012) y “La moneda del tiempo” (2014)-, enfatiza sobre la presencia intemporal de Grecia: “Todos somos Odiseo, el hijo dilecto imaginado por Homero regresando a Itaca, al íntimo hogar”. Y encarece esta cita de Eduardo Gudiño Kieffer: “En Grecia la belleza es obligatoria y es bello todo lo que se ilumina desde adentro; es bello el tuerto cuando sonríe, es bello el desdentado cuando sonríe, son bellas las arrugas del viejo que sonríe y es bella la fealdad del feo que sonríe. También es obligatoria la buena fe”.

Pero en la historia común nadie fue tan griego y platense como Horacio Castillo, poeta consagrado, traductor de los autores griegos contemporáneos más conocidos y, a la vez, periodista durante muchos años en la redacción de El Día. Su aporte fue tan relevante que en 2011 la embajada de Grecia le rindió homenaje, en un acto al que asistieron principales figuras de la literatura argentina.

En “El coloso de Marusi”, Miller compone un final exaltado en un estilo purificado

 

Castillo publicó los libros de poesía Descripción (1971); Materia acre (1974); Tuerto rey (1982); Alaska (1993), y Los gatos de la Acrópolis(1998), así como varios volúmenes de traducciones del griego: Epigramas de Calímaco (1979), Poemas (de Odysseas Elytis, 1982), María la Nube (también de Elytis, en colaboración con Nina Anghelidis, 1986), Romiosini (de Yannis Ritsos, 1988) y Poesía griega moderna (más de treinta poetas griegos, de Costantino Kavafis a las nuevas promociones, 1997). Prologó los libros Páginas de Alberto Girri seleccionadas por el autor (1983) y Aldea millonaria (de Enrique Loncán, 1994); fue autor, además, de la biografía Ricardo Rojas (1999). Entre otros galardones obtuvo el Premio Nacional, Región Buenos Aires (1978), y el premio Consagración de la Sociedad de Escritores de la provincia de Buenos Aires (1983) y el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en Traducción Literaria.

EL CIERRE

Como corolario de “El coloso de Marusi”, Miller compone un final exaltado, en un estilo purificado por la verdad y la belleza griegas: “…veo las islas en miniatura flotando sobre la superficie del mar, veo las figuras de hombres solitarios conduciendo sus rebaños por el desnudo espinazo de las colinas y los vellones de sus animales, todos dorados como en los tiempos legendarios, veo a las mujeres reunidas en los pozos entre los olivares, sus vestidos, sus modales, sus palabras no diferentes ahora de las de los tiempos bíblicos”

Sigue: “La tierra griega se abre ante mí como el Libro de las Revelaciones. Nunca había sabido yo que la Tierra contuviera tanto; había caminado con los ojos vendados, con pasos titubeantes y vacilantes; era orgulloso y arrogante y estaba satisfecho de llevar la falsa y limitada vida del hombre urbano. La luz de Grecia me abrió los ojos, penetró en mis poros, ensanchó todo mi ser. Me sentí en casa en el mundo…”.

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