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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Dios es el Dueño de la vida

8 de Julio de 2018 | 08:19
Edición impresa

Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor

Queridos hermanos y hermanas.

La vida del ser humano proviene de Dios, es don de Dios, es imagen e impronta de Dios, es participación de la vida de Dios. Por tanto, Dios es el único dueño y señor de la vida; el ser humano no puede disponer de ella. Así lo afirma el Señor Dios al patriarca Noé, después del diluvio: “Yo pediré cuenta de la sangre de cada uno de ustedes: pediré cuenta de ella a todos los animales, y también pediré cuenta al hombre de la vida de su prójimo” (Gén 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: “Porque el hombre ha sido creado a imagen de Dios” (Gén 9, 6).

La vida y la muerte del ser humano están, pues, en las manos de Dios, en su soberano poder. Por eso, Job exclama: “¿Quién no sabe que todo lo hizo la mano de Dios? Él tiene en su mano la vida de todo viviente y el espíritu de todo ser humano” (Job 12, 9-10).

Sin embargo, Dios no ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como un atento cuidado y una solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del ser humano está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como las de una madre que acoge, alimenta y cuida de su niño.

El Mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro del Decálogo de la Alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo el homicidio: “No matarás” (Ex 20, 13)

 

“Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la pérdida de los vivientes” (Sab 1, 13).

De este hecho innegable de la dimensión sagrada de la vida humana deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en el corazón de cada criatura racional, en su conciencia. La pregunta: “¿Qué has hecho?” (Gén 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después de que éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia de cada ser humano: en lo profundo de su conciencia siempre está siendo llamado a respetar el carácter inviolable de la vida – la suya y la de los demás –, como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios Creador y Padre.

El Mandamiento relativo al carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro del Decálogo de la Alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe, ante todo el homicidio: “No matarás” (Ex 20, 13): “No quites la vida al inocente y justo” (Ex 23, 7); pero también condena – como se explicita en la legislación posterior de Israel – cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27).

Ciertamente, se debe reconocer que, en el Antiguo Testamento, esta sensibilidad por el valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la dimensión del Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global, que el Nuevo Testamento tiene la misión de llevar a la perfección, es una fuerte llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y de la integridad personal, y tiene su culminación en el Mandamiento positivo que obliga a hacerse cargo del prójimo como de uno mismo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18).

Siendo Dios el Dueño único y absoluto de toda vida humana, cualquier argumento que lo contradiga, aunque proceda de un ser racional, nunca podrá ser razonable, ni cierto, ni digno de consideración.

La capacidad humana de enfrentar la verdad y hasta de argüir en contra de Dios es el resultado de una soberbia siempre inexplicable.

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