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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

Los caminos que abre la esperanza

8 de Julio de 2018 | 08:33
Edición impresa

Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com

Lo opuesto del optimismo no es, pese a las apariencias, el pesimismo. Es la esperanza. Diferenciar el uno de la otra puede ahorrar muchos sinsabores y decepciones, y es una buena manera de evitar la caída en numerosas trampas. El optimismo parte de dos ideas. Una es que todo está bien y solo puede mejorar. La otra es que las cosas van a salir o terminar bien. Si se le pregunta por qué, el optimista dirá que porque él tiene fe o, simplemente, debido a que es optimista por naturaleza. También puede basarse en cábalas, estadísticas (que solo muestran lo pasado, pero no el futuro), en presentimientos, en sueños que considera presagios. En los últimos tiempos el optimismo se mostró entre nosotros como muy poco confiable. Baste con repasar el fracaso de la selección de fútbol en Rusia, a pesar del optimismo fundamentalista que campeó luego del azaroso triunfo ante Nigeria. O los sucesivos descarrilamientos de la economía, pese a los repetidos y optimistas anuncios de dorados segundos semestres, brotes verdes, crecimiento y demás, que solo parecen existir en la fantasía de quienes los anunciaron.

Son dos ejemplos fácilmente palpables en la experiencia cotidiana de todos. Y en ambos casos la realidad se opuso con sólidos y dolorosos argumentos a quienes basaban su optimismo simplemente en eso…en el optimismo. Esperar que las cosas ocurran porque sí, característica que el respetado ensayista y crítico cultural británico Terry Eagleton atribuye a los que denomina optimistas profesionales o impenitentes, es como creer que van a salir bien porque uno quiere, porque somos argentinos (en nuestro caso), porque llovió durante tres días o porque un picaflor apareció en nuestra ventana. En su interesante ensayo “Esperanza sin optimismo”, Eagleton advierte que el optimismo infundado e inmodificable (al que suele llamarse también optimismo bobo) es desadaptativo, categoría creada por el psicólogo alemán Eric Erikson (1902-1994), gran referente en la investigación del desarrollo psíquico de las personas. Significa que ese optimismo desconecta de la realidad a quien lo expresa, le impide verla o, directamente, lo lleva a negarla. Y el reconocimiento de la realidad no solo ayuda a desarrollar recursos psíquicos emocionales y materiales para lidiar con ella, sino que es vital para la construcción de la identidad.

LLEGAR SIN VIAJAR

Llevado al extremo, el pesimismo puede ser tan desadaptativo y desorientador como el optimismo, de ahí que, en el fondo, resulten dos caras de la misma moneda. Se trata de determinismos, no admiten alternativas. Son dos formas de fatalismo. Por eso, el opuesto es la esperanza. Como muy bien lo explica Eagleton, la esperanza no niega la realidad, sino que la reconoce y la acepta. Y, a partir de ella, construye un propósito, una meta, un fin. Para el optimista solo hay que esperar (o hay que continuar como se está), no es necesario hacer nada. O seguir haciendo lo mismo. El esperanzado se propone trabajar en un cambio, espera (de ahí la palabra) que sea posible y se traza un camino para esa transformación. Elabora razones y escucha propuestas que lo alimenten. Y, sobre todo, acepta de antemano que su emprendimiento puede fallar. Por esto, nos recuerda nuestros límites. Y se hermana con la humildad. Tras el optimismo, en cambio, suele esconderse el miedo al fracaso.

“El optimismo que se basa en si mismo tiene patas cortas. La esperanza, caminos largos”

 

Lu Xun (1881-1936), autor de “Diario de un loco” entre otras obras, considerado el padre de la literatura china moderna, pensaba en esa línea. “La esperanza no es ni realidad ni quimera”, decía. “Es como los caminos de la Tierra: sobre la Tierra no había caminos; han sido hechos por el gran número de transeúntes”. Mientras el esperanzado construye caminos transitándolos, el optimista simplemente sueña con llegar sin viajar, es decir sin caminar por donde no hay senderos. El optimismo, sobre todo el bobo, suele frecuente en los gobernantes, explica Terry Eagleton. Creen que si dicen a los ciudadanos que les esperan tiempos difíciles, estos reaccionarán furibundamente contra ellos. Si, en cambio, les cuentan un cuento de hadas, se van a desinteresar por la política y habrá calma. Acaso por el divorcio entre optimismo y realidad, estas previsiones suelen salir exactamente al revés.

No es lo mismo disparar consignas optimistas y bailar al son de ellas, que admitir el estado de las cosas y convocar a construir caminos con esfuerzo, con tiempo y explicando los mapas y las dificultades que habrá que atravesar. Sin esperar magia. Esto último se llama esperanza. Para el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), cuyas ideas siguen influyendo en el pensamiento contemporáneo, “la esperanza es un estimulante vital muy superior a la suerte”. Un llamado al orden a quienes confían con optimismo en la colaboración del azar. O en las figuras providenciales que, como se acaba de comprobar, suelen faltar a la cita. Confiar en la suerte distrae e inmoviliza. La esperanza invita a hacer. Se puede perder la esperanza, pero no desesperar, pensaba el neurólogo y filósofo austriaco Víktor Frankl, autor del imprescindible “El hombre en busca de sentido”. Tras cuatro años en campos de concentración, sabía de qué hablaba. El optimista no se permite perder el optimismo, porque se derrumba.

LA PRESENCIA DEL SENTIDO

En la esperanza hay narración, explica Eagleton. Hay una historia para contar. Una odisea antes de llegar a puerto. En los padres fundadores de las naciones había esperanza, no optimismo. Igualmente, en los protagonistas de las grandes sagas científicas, culturales, históricas y, por qué no, deportivas. Por eso sus logros dejan memoria, historia y ejemplo. En el optimismo la narración está ausente. Todo está bien. O todo irá bien. No hay nada para contar. Eagleton piensa que optimismo y esperanza son irreconciliables. El gran humanista checo Václav Havel (1936-2011), escritor y dramaturgo que presidió su país en tiempos difíciles y supo convocar a la esperanza, coincidía: “Esperanza no es lo mismo que optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte”.

Y ahí despunta una clave. Cuando se habla de optimismo bobo, se alude a una postura en la cual la noción de sentido está ausente, remplazada por consignas superficiales, que huyen de la sola idea de frustración. William James (1842-1910), precursor en la integración de la psicología y la filosofía, lo llamaba también “optimismo irresponsable”. Negar la realidad y remplazarla por el optimismo como cuestión de fe puede ser un camino hacia la locura, señalaba. En sus palabras resuena el eco de un pensamiento emitido más de dos mil años antes por Aristóteles, para quien “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. Del que no cierra los ojos y vive consciente de los tiempos y la situación en los que le toca existir.

El optimismo que se basa solo en sí mismo suele tener patas cortas. La esperanza anuncia caminos largos. Es más vendedor el optimismo que la esperanza. Pero quizás sea esta una época en la cual haya que construir esperanzas con los pies en la tierra. En esa tierra donde los caminos se hacen andando.

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