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Séptimo Día |LAS CRÓNICAS DE AQUELLA ÉPOCA HABLARON DE “UN MAL TERRIBLE, MORTÍFERO, IMPLACABLE”

La otra epidemia

En 1871 la fiebre amarilla asoló a la ciudad de Buenos Aires y dejó miles de muertos. Semejanzas y diferencias con la actual pandemia. El heroísmo de los médicos. Los cambios que se registraron

La otra epidemia

Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, Juan Manuel Blanes (1830-1901)

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

19 de Abril de 2020 | 04:45
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La Argentina sufrió varias pestes a lo largo de su historia, pero ninguna alcanzó la gravedad de la fiebre amarilla, cuando un brote de esa enfermedad diezmó a la ciudad de Buenos Aires en 1871 e impidió durante seis meses el desarrollo normal de actividades en todo el país.

Al igual que hoy, se declaró la cuarentena y se cerraron escuelas, oficinas públicas, iglesias, muchos comercios e industrias, además de suspenderse el Carnaval y otros festejos populares. Desde enero a junio de ese año, la epidemia se llevó la vida de casi el 10 por ciento de la población porteña. Buenos Aires contaba sólo con unos 155.000 habitantes, pero la epidemia mató a 14.000 personas. Las crónicas periodísticas de aquella época la calificaron como “un mal terrible, mortífero, implacable”.

Es claro que hay diferencias sustanciales con la actualidad, ya que, según fuentes médicas, los porcentajes de curación de los casos de coronavirus son hasta ahora mucho más elevados que los que se registraron con la fiebre amarilla. Comparativamente con lo que ocurre hoy, la medicina se encontraba en pañales. Y no sólo la medicina, sino la estructura de servicios públicos de la ciudad.

En su etapa más avanzada, la fiebre amarilla se caracterizaba por atacar el hígado, con sucesión de hemorragias por la nariz, la boca, el estómago y el recto, además del otorgar a la piel y a las pupilas un característico color amarillo.

Las terapias usadas contra esa epidemia de fiebre amarilla en 1871, vistas desde hoy, fueron artesanales. En la primera fase se la combatía con baños de pies con harina de mostaza, té de sauco, agua tibia con tártaro emético, purgantes o paños de agua con vinagre en las cabezas de los paciente. Se buscaba provocar la mayor transpiración y los vómitos de los enfermos, para aliviarlos del mal. En la segunda fase, ya más grave, se prescribía sulfato de quinina, agua destilada de menta, gotas de ácido sulfúrico, enemas de quinina roja, alcanfor, valeriana o amizcle. Pero hubo una semejanza: recomendaban como prevención el lavado de manos con cloruro de cal y mucha desinfección de las viviendas con gas de cloro.

Debe consignarse que nuestro país ya había atravesado por tres brotes anteriores (1852, 1858 y 1870) de esa enfermedad transmitida por el mosquito Aedes aegypti), pero la de 1871 registró alcances calamitosos. En Buenos Aires el número de fallecimientos diarios no llegaba a 20, pero durante la epidemia alcanzaron a ser 500 personas las que fallecieron cada 24 horas. La mayoría de ellos inmigrantes italianos, españoles, franceses y de otras partes de Europa radicados en la zona sur de la ciudad, en los barrios de San Telmo, Barracas y la Boca, entre otros. También hubo víctimas entre las personas de raza negra, pero no más que las de origen europeo, aún cuando, según otras versiones, la epidemia no influyó sobre la cantidad de población afroamericana.

Los historiadores sostienen que la epidemia dejó varias conclusiones, muchas de las cuales sirvieron para modificar algunas costumbres y otras que, inexplicablemente, persisten. Se detectó así que Buenos Aires exhibía pésimas condiciones de higiene, por inexistencia o ineficacia de varios de los servicios públicos. La mayor parte de la ciudad contaba sólo con pozos ciegos. De modo que dos años después se inició la construcción de las redes cloacales y en 1874 la de aguas corrientes.

A su vez, no existieron dudas acerca de que la epidemia se vio favorecida por la contaminación del Riachuelo, sobre el cual volcaban sus desechos numerosos saladeros y otras industrias. Sin embargo, un siglo y medio después, el problema de la contaminación de este curso de agua persiste igual o mucho más acentuado.

LA CHACARITA

El historiador Omar López Mato cuenta que los fallecidos por la fiebre amarilla colmaron rápidamente al entonces Cementerio del Sur, ubicado en donde hoy se encuentra el Parque Ameghino (Avda. Caseros al 2000) y que debido a ello se creó el “Cementerio del Oeste”, conocido como Chacarita. Asimismo, dice, “después de la peste las clases pudientes se trasladaron de San Telmo, al norte en las vecindades de Retiro”.

La ciudad ni siquiera contaba con suficientes coches fúnebres, algo que obligó a que los ataúdes se apilaran en las esquinas a la espera de las carrozas que se los llevaran, sumándose a ese servicio –pero a un precio elevado- algunos vehículos privados. Los llamados “cortejos de la muerte” abarrotaron también a la Recoleta, de modo que no quedó más remedio que crear otro cementerio.

En su poema “La Chacarita”, incluido en “Fervor de Buenos Aires” (1923), Jorge Luis Borges poetizó acerca de esa creación: “Porque la entraña del cementerio del sur / fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;/ porque los conventillos hondos del sur / mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires / y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,/ a paladas te abrieron / en la punta perdida del oeste,/ detrás de las tormentas de tierra / y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores”.

Desde luego que escritores contemporáneos a la epidemia dejaron testimonios elocuentes sobre ella. Entre otros Evaristo Carriego, Lucio V. Mansilla y Eduardo Wilde, este último también médico que luchó con heroísmo contra esa enfermedad.

Wilde escribió entonces: “La fiebre amarilla brotó en Buenos Aires traída de no sé dónde. Se discutía mucho acerca de si se trataba del vomito negro y yo escribí un artículo demostrando que la enfermedad era fiebre amarilla y de la mejor calidad. La gente empezó a emigrar y hasta muchos médicos; yo me quedé en ella y cumplí con mi deber asistiendo gratuitamente a todo el mundo. Mi trabajo fue de noche y día, los caballos de mi coche, cojos y estropeados, reclamaron la ayuda de otra yunta con la que continué hasta enfermarme”.

En cuanto a la pintura, quedó el testimonio inolvidable de un cuadro del artista uruguayo Juan Manuel Blanes, llamado “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires” en donde se ve a una joven mujer muerta, con su cuerpo como desarmado sobre el suelo y a su lado un bebé prendido a ella. Atrás, asomándose por el umbral de una casa de San Telmo, dos figuras claves: la del médico Manuel Argerich y la del abogado José Roque Pérez, que presidía la comisión de lucha contra la epidemia.

Se habló de que mucha gente migró hacia el norte de la ciudad y de muchos que también se fueron de Buenos Aires. Entre ellos, aconsejado por sus ministros que lo quisieron preservar, también lo hizo el entonces presidente de la República, Domingo Faustino Sarmiento, que se retiró a las ciudades de Mercedes y Chivilcoy. Lo acusaron de ser cobarde. El diario “La Nación”, opositor de Sarmiento y propiedad de Bartolomé Mitre, lo fustigó con un editorial el 21 de marzo de ese año, titulado “El Presidente huyendo”.

El matutino se preguntaba: “¿Es posible que haya tanto desprecio por este pueblo noble e ilustrado? ¿Que lo veamos huir repatingado y lleno de comodidades en un tren oficial, en vez de subir a un carruaje, para recorrer el hogar del dolor, a visitar los hospitales y lazaretos, dando ejemplo de un valor cívico que estimularía y levantaría el espíritu público?”

Sarmiento aguantó pocos días ese tipo de críticas y enfrentó el desprestigio regresando a Buenos Aires, aunque luego lo cuestionaron porque “no hizo acto de presencia ante ninguna de las comisiones que trabajaban para combatir la epidemia”, según dice el historiador Miguel Angel Senna en su libro “Cuando murió Buenos Aires” (Editorial La Bastilla, 1974).

MÉDICOS Y OTROS HÉROES

Una buena parte de los aplausos que en todo el país se tributan hoy a los médicos del coronavirus podrían también dedicarse a los muchos que lucharon y murieron en las trincheras porteñas de la fiebre amarilla. Entre los que fallecieron en ese trágico semestre estuvieron los doctores Adolfo Argerich y su hermano Manuel Gregorio, Francisco Javier Muñiz que con más de 70 años peleó sin dar tregua, Zenon del Arca –entonces decano de la facultad de Medicina de Buenos Aires- Caupolicán Molina, Ventura Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros que permanecieron en sus puestos (algunos llegaron a enfermarse y curaron) fueron Pedro Mallo, Eduardo Wilde, José Juan Almeyra,​ Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich,​ Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo. También Tomás Liberato Perón, abuelo del tres veces presidente, formó parte de los equipos médicos que combatieron la enfermedad.

Los sacerdotes no abandonaron la ciudad y atendieron a los enfermos, esencialmente para asistirlos en sus últimos momentos. Había un total de 292 sacerdotes en Buenos Aires y por la fiebre amarilla murieron sesenta de ellos. También fue incansable la tarea de bomberos, empleados municipales y policías. Entre estos últimos, la del jefe Enrique O´Gorman, a quien también se recuerda por una curiosidad: fue el creador del uso del silbato policial.

En uno de sus trabajos de investigación, el historiador cuyano Maximiliano Ricardo Fiquepron, destacó que, durante la fiebre amarilla, ”la capital de la República se vio desbordada por una gran cantidad de narrativas que circularon en periódicos y por directivas distribuidas por los organismos estatales. Este conjunto heterogéneo de discursos aparecían en la prensa yuxtapuestos y abigarrados en las apenas dos hojas que conformaban los periódicos de entonces”.

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