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SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY
Quizás la peor noticia que ha traído el coronavirus es la de que somos mortales. No es una obviedad, o al menos había dejado de serlo en el mundo prehistórico que feneció en el verano de este año (invierno para el hemisferio norte). En aquel tiempo, tan cercano en el calendario y tan lejano en las sensaciones y en la memoria emocional, habíamos llegado a vivir como si nunca fuésemos a morir. Podíamos permitirnos no encontrarnos por largos períodos con seres queridos, podíamos postergar proyectos trascendentes para correr detrás de deseos tan imperiosos como banales, podíamos depredar el medio ambiente como si no fuera esencial para nuestra existencia, podíamos consumir de manera bulímica, descartar objetos, artefactos, prendas y personas con absoluta facilidad, podíamos aplazar lo importante hasta eliminarlo para dedicarnos a lo urgente, que casi siempre tenía que ver con apetencias o cuestiones materiales, podíamos desentendernos de necesidades y dolores ajenos para evitar que nos distrajeran, podíamos aislarnos del prójimo y del mundo como si no los necesitáramos. La tecnología nos proponía diariamente nuevos objetos de deseo mientras nos mandaba mensajes directos o subliminales en los cuales nos aseguraba que pronto seríamos definitivamente inmortales, que cualquier componente de nuestro cuerpo podría ser remplazado una y otra vez hasta el infinito, que pronto bastaría con pensar algo para tenerlo, que moveríamos el mundo a nuestro antojo con el poder de la mente. La neurociencia nos anunciaba que estábamos a punto de dominar a nuestro cerebro y manejarlo como si fuera una simple aplicación y como si no fuéramos él, y desde otros ámbitos de la ciencia nos llegaban promesas de que no faltaba mucho para que todas las enfermedades, aún las más terribles, fueran vencidas.
Es cierto que, mientras tanto, la desigualdad económica y social en el mundo se ahondaba, que no cesaban las guerras, que un 1% de la población mundial había llegado a acaparar el 99% de las riquezas producidas por el resto, que el hambre azotaba a una de cada nueve personas en el planeta (más de 800 millones de seres humanos) según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), un número similar al de obesos también de acuerdo con cifras oficiales, y que numerosas enfermedades “de pobres”, como el mal de Chagas, el dengue, la malaria, el colera, la tuberculosis, entre otras, seguían cobrando víctimas por decenas de millares sin que a nadie (autoridades políticas, economistas, industria farmacéutica, medios de comunicación y opinión pública) se le moviera un pelo. Es cierto, pero todo eso podía esperar. El ser inmortales permitía posponerlo todo. El problema no advertido (o que no se quería advertir) era que aquella inmortalidad no era para todos, sino para quienes pudieran acceder a ella, comprar la promesa y seguir disfrutando de la utópica perpetuidad. Siendo inmortal ya no se necesitaba de nadie para vivir. Cobraban inusitada actualidad aquellos versos que el gran poeta y dramaturgo español Luis de Góngora (1561-1627) escribiera durante el Siglo de Oro: “Ándeme yo caliente/ Y ríase la gente./ Traten otros del gobierno/ Del mundo y sus monarquías,/ Mientras gobiernan mis días/ Mantequillas y pan tierno,/ Y las mañanas de invierno/ Naranjada y aguardiente,/ Y ríase la gente”.
“Está claro que al final de nuestras vidas moriremos... Lo que importa es para qué vivir”
Hasta que el COVID-19 trajo la mala noticia. Somos mortales, y no solo eso. La muerte es democrática, no repara en sexo, género, nacionalidad, localización geográfica. Revolotea con mayor cercanía alrededor de los pobres, pero no deja de llevarse también a ricos y famosos. En un ensayo reciente publicado en la revista digital “Aeon”, el médico y psiquiatra Warren Ward, catedrático en la universidad australiana de Queensland, cuenta que él mismo tardó en darse cuenta de que la enfermedad y la muerte son partes ineluctables de la existencia. A fuerza de estudiar el organismo humano y sus mecanismos había llegado a creer, como tantos, que era posible dominarlo todo al respecto y llegar a prolongar indefinidamente la vida.
Ward despertó de esa ilusión diez años atrás, cuando le fue diagnosticado un melanoma (cáncer de piel), tumor cutáneo que suele ser agresivo y rápidamente fatal. Afortunadamente, dice, la cirugía lo salvó, pero considera que su fortuna mayor fue “haberme dado cuenta de algo que había dejado de lado; que iba morir. Y si no fue de melanoma será de otra cosa, pero voy a morir. Desde entonces fui más feliz. Esta aceptación, el darme cuenta de que voy a morir, fue para mí tanto o más importante que los avances de la medicina, porque me recordó que debo vivir una vida significativa cada día”. Por esos días, en 2011, apareció el libro “Los principales cinco arrepentimientos de los moribundos”, de la especialista australiana en cuidados paliativos Bronnie Ware, cuyas charlas TED sobre el tema tienen millones de seguidores en el mundo. La lista de arrepentimientos que recogió Ware a través de cientos de entrevistas a enfermos terminales en sus últimas doce semanas de vida, se resumen en estas frases: 1) “Hubiera querido tener el coraje de vivir mi verdadera vida, y no la vida que otros esperaban de mí”; 2) “Hubiera deseado no trabajar tanto ni tan duro”; 3) “Hubiera deseado tener la valentía de expresar mis sentimientos”; 4) “Hubiera querido estar más en contacto con mis seres queridos y mis amigos”; y 5) “Hubiera deseado permitirme ser más feliz”.
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“Como médico, escribe Ward, compruebo cada día la fragilidad del organismo humano y lo cerca que está la muerte, a la vuelta de la esquina. Y como psicoterapeuta compruebo lo vacía que está una vida cuando carece de sentido y de propósito”. Y piensa que la conciencia de esa “preciosa finitud” (así la llama) debería impulsarnos cada día, en cada acto, a encontrar, o crear, el sentido de nuestra vida.
De regreso a aquí y ahora, podríamos pensar que, después de todo, la noticia de nuestra irreversible mortalidad, portada por el COVID-19, es también una buena noticia. Esto siempre y cuando no nos empeñemos en sobrevivir por el solo hecho de sobrevivir, que no nos contentemos, escondidos y asustados, con no ser parte del informe diario de infectados y fallecidos, ese informe que por momentos se desparrama con morbosa insistencia, como si hubiese una intención de mantenernos inmovilizados, como pequeñas criaturas aterrorizadas. El propósito final de los cuidados que dicen prodigarnos y de los que responsablemente tomamos por nuestra cuenta no debiera ser prolongar la vida un día más, sino conservar la vida para hacer de ella una experiencia plena de sentido, para dejar una huella de nuestro paso. Está claro que al final de nuestras vidas moriremos. ¿Obvio? No lo parecía hasta hace poco. Lo que importa es para qué vivir. Y eso determinará cómo hacerlo. Mientras tanto, vale citar algo que el doctor Warren Ward escribe en su ensayo: “Un día mi amigo Jason, con quien estudié medicina, me recordó que a pesar de todos los avances médicos y científicos la tasa de mortalidad permanece constante: es de un muerto por persona”.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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