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Por SERGIO SINAY
¿Quién quiere ser Bután?
Mail: sergiosinay@gmail.com
Ubicado en el corazón de los imponentes Himalayas, y sin salida al mar, el reino de Bután figura entre los países más pequeños y menos poblados del planeta. Tiene 40 mil kilómetros cuadrados de superficie y un poco menos de 800 mil habitantes. Es apenas un punto en el mapa, encerrado entre la vastedad de China, al norte, e India, al sur. Si bien sus orígenes se remontan al siglo VIII, cuando el territorio se convirtió en escenario de lucha entre distintas facciones que pretendían instalarse en él, sólo en 1949 obtuvo su independencia de la India. Antes fue colonia inglesa, como tantos países en la región, y previamente se unificó bajo el reinado de Shabdrung Ngawang Namgyal, jefe tibetano que, en el siglo XVII, puso fin a interminables rencillas intergrupales.
Desde aquel 8 de agosto de 1949 en que se independizó, reina en Bután la dinastía de los Wangchuck. De ella proviene el Rey Dragón, como se llama al soberano de turno en esta monarquía constitucional que tiene, además, un primer ministro y un parlamento.
Ignoro cuánto sabía de Bután la persona a la que, durante un debate sobre qué es y cómo se alcanza la felicidad, le escuché decir hace pocos días: “Si tengo que elegir, prefiero ser Bután y no Alemania, Estados Unidos ni China”. De todas maneras, la frase dejaba las cosas en claro. Sostenía que la felicidad tiene que ver antes con lo pequeño, tranquilo y oculto que con lo espectacular, gigantesco y bullicioso. A la luz de esta propuesta es posible imaginar que aquella persona sabía de lo que hablaba.
Hacia 1972, Jigme Singye Wangchuck, el entonces Rey Dragón de Bután, se hartó de las teorías que, al ligar desarrollo económico con felicidad como si ésta fuera una consecuencia automática de aquel, ubicaban a su país, cuya economía se basa en la agricultura, en el ranking de los más desgraciados del universo. El Wangchuck de aquel momento (el actual se llama Jigme Khesar Namgyal Wangchuck, tiene 36 años de edad y fue coronado el 8 de noviembre de 2008) instaló entonces el Índice de Felicidad Nacional Bruta (FNB), una novedad mundial, que venía a rebatir la palabra santa del Producto Bruto Interno (PBI) como medidor del bienestar de las naciones.
Mientras el PBI suma el valor monetario de los bienes y servicios producidos por un país en un plazo determinado y lo divide por la cantidad de habitantes, la FNB no se define cuantitativa, sino cualitativamente. Al proponerla, el Rey Dragón insistió en la importancia de los valores espirituales por sobre los materiales. El modo en cómo se sienten las personas respecto de sus vidas y del sentido de las mismas es más importante que cuánto y cómo consumen, sobre todo cuando consumir se convierte en el primer objetivo de la vida individual y de los programas políticos de los países.
Para aquel Rey de Bután, una sociedad humana se desarrolla de verdad cuando lo material y lo espiritual se complementan. Así, el índice de la FNB toma en cuenta factores como un desarrollo económico sostenible e igualitario, que no crea asimetrías disfuncionales entre los habitantes, sumado esto a la preservación, promoción y honra de los valores culturales del país, a un cuidado efectivo y no solo declamatorio del medio ambiente (conviene recordar aquí que los Himalayas constituyen la principal fuente de agua de Asia y una de las más importantes del planeta) y, por fin, al ejercicio de un buen gobierno, esto es un gobierno justo, respetuoso de la dignidad de las personas y de los fundamentos de la democracia. Para aquellos que endiosan los índices numéricos y proponen modelos de desarrollo únicos y generadores de la riqueza de pocos y la pobreza de muchos, la vara de la FNB puede resultar inalcanzable. Acaso por eso los gurúes de la economía internacional la miraron con sorna durante muchos años, hasta que recientemente varios de ellos empezaron a tomarla en cuenta y a preguntarse cómo demonios es que esto, créase o no, funciona.
La mayoría de ellos se encontrará con algo muy ajeno a su paradigma. Así como en nuestros países los ciudadanos somos sometidos a complicados, enrevesados y burocráticos formularios para presentar nuestras declaraciones juradas impositivas, los butaneses reciben una planilla con 180 preguntas que abarcan temáticas como cultura, uso del tiempo, salud, educación, prácticas medioambientales, proyectos de vida, relaciones familiares, bienestar psicológico y visión del gobierno. Sumada la puntuación del total de respuestas y dividida por la cantidad de habitantes, da como resultado el índice de FNB. Ese índice guía, de algún modo, las acciones de gobierno. Mientras tanto, el Rey Dragón viaja permanentemente por el país y se detiene en cada aldea y población para explicar los valores de la democracia, explicar las acciones de gobierno y estimular las conductas democráticas.
“Si tengo que elegir, prefiero ser Bután y no Alemania, Estados Unidos ni China”. De todas maneras, la frase dejaba las cosas en claro. Sostenía que la felicidad tiene que ver antes con lo pequeño, tranquilo y oculto que con lo espectacular, gigantesco y bullicioso. A la luz de esta propuesta es posible imaginar que aquella persona sabía de lo que hablaba.
No se trata de simples declaraciones. Desde 1999 en todo el país está prohibido el uso de bolsas de plástico (miles de nuestros depredadores locales del medio ambiente no sobrevivirían allí ni un minuto), el tabaco es ilegal y Bután está considerado como el primer país libre de humo en todo el planeta. Por otra parte, y por ley (ley que se cumple y no tiene pícaros transgresores tan all uso nostro), el 60 por ciento del territorio debe ser forestal. En 2015 los butaneses plantaron 50 mil árboles en una hora e ingresaron al libro Guinnes de los récords.
En otros rankings no les va tan bien. Una medición de las Naciones Unidas, que usa como referencia elementos como el PBI, Bután figura en el puesto 84 entre 150 países. Mitad de tabla. Tampoco lo amenaza el descenso. Y bastante bien para las rarezas que lo caracterizan. Una de ellas es el hecho de que cada turista que visita el reino debe pagar 250 dólares diarios. El turismo no es algo que Bután pretenda fomentar. Allí ven a las hordas de turistas como una amenaza para las tradiciones, la tranquilidad, la armonía y el medio ambiente. No les falta razón.
La felicidad no es un estado idílico permanente sino un emergente de la realidad, gran parte de su valor viene de la convivencia con momentos difíciles (cosa que muchos olvidan al confundir felicidad con diversión). Así, también hay en Bután momentos duros. A pesar de que todos comparten el budismo como religión, ha habido en los años 90 del siglo pasado fuertes enfrentamientos entre tibetanos y nepalíes (dos colectividades que viven en el reino) y muchos de estos últimos terminaron en campos de refugiados. Ross MacDonald, Coordinador del Programa de Negocios, Cultura y Sociedad de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, y estudioso de la FNB, escribe que en la filosofía budista la felicidad es inseparable de la madurez y como fin no puede ser alcanzada sino mediante un paciente cultivo. La FNB, según MacDonald, alcanza altos niveles cuando hay generosidad, empatía, trato amoroso y ecuanimidad no solo entre las personas en sus relaciones y su trabajo de cada día, sino también en las políticas económicas, ecológicas y sociales del gobierno.
Después de conocer todo esto se entiende qué significaba para aquella persona “ser Bután”. Un encomiable propósito cuando tantos sueñan con ser Estados Unidos o, más específicamente, con ser Miami.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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