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La fama a cualquier precio
Se suele decir que “estalló el verano” en cuanto se produce la primera pelea pública y patética entre dos, tres o cuatro “famosos” o “famosas”, cuando se “descubre” el flamante romance, que durará pocas semanas, entre otros dos “famosos”, cuando algunas “famosas” exhiben en primer plano, y en alguna playa de moda, sus descomunales y desproporcionadas colas (si se las observa en relación con el resto del cuerpo), colas disociadas de cualquier rostro, sueltas y autónomas, ya que gracias al deseo de fama sus portadoras aceptan el descuartizamiento fotográfico. También “estalla el verano” cuando algún político o futbolista es “sorprendido” (previo acuerdo) con su nueva novia, por supuesto una “famosa” con la que aspira a recuperar la figuración que acaso le esté faltando con miras a las elecciones o a una transferencia.
Fama se llamaba una diosa que adoraban tanto los antiguos romanos como los griegos (estos la bautizaron Osa). En estatuas y pinturas se la ve con alas, puesto que volaba a gran velocidad, y con una larga corneta, y aunque su figura luce como humana, tenía numerosos ojos y bocas. Para el poeta Virgilio representaba la voz pública. Otro de los grandes poetas antiguos, Ovidio, la imaginó viviendo en el centro del mundo, en un palacio de bronce, sonoro y con mil ventanas de todos los tamaños, por las que penetraban todas las voces, incluso las más débiles. El palacio tenía la característica de devolver amplificadas todas esas voces. En la descripción que hace de la diosa Fama en su “Diccionario de mitología griega y romana”, el historiador Pierre Grimal (1912-1996), uno de los mayores especialistas en la antigüedad romana, dice que ella vigilaba desde su morada el mundo entero y vivía rodeada de deidades menores, como Credulidad, Error, Falsa Alegría, Falsedad, Rumores y Terror. Su función era la de llevar y traer todo tipo de rumores sobre las actividades humanas, sin tener en cuenta la verdad o la mentira de esos relatos, razón por la cual solía provocar todo tipo de malentendidos, rencillas, rencores y resentimientos. Esto explica que los dioses mayores no la quisieran junto a ellos.
Para Grimal, el de Fama más que un mito en sentido estricto es una alegoría. Como tal, nunca resultaría más apropiada que en estos tiempos, en que la fama es un fin en sí mismo, algo por lo cual mucha gente está dispuesta a pagar cualquier precio, empezando por el de sus valores, sus convicciones y su reputación. En varias de las columnas recogidas en su reciente libro póstumo “De la estupidez a la locura” ese gigantesco humanista que fue Umberto Eco (1932-2016), acaso el último renacentista, se ocupa de este frenesí, al que relaciona con la pérdida del sentido del pudor y de la vergüenza. La privacidad ya no tiene valor, advierte Eco, hoy lo que se quiere es publicidad. Y no por los verdaderos talentos o dones conque se cuente, sino por lo que sea.
Un ancestral proverbio japonés reza: “Una reputación de mil años puede depender de la conducta de una hora”. Los tiempos se acortaron. Se puede destruir la propia reputación en apenas cinco minutos ante una cámara, en un tuit, en un posteo en Facebook, en una foto subida a Snapchat o a Instagram, en una escucha telefónica o en una foto o un video íntimo provisto a los medios por uno mismo (o por su representante) mientras, como el tero que pone el huevo en un lugar y canta en otro, se denuncia que fue “robada”. La reputación es lo de menos. Lo que cuenta es la fama.
Resulta imposible no acordar con Eco en que todo esto se justifica por un pavoroso vacío interior y por la carencia de todo proyecto existencial trascendente, lo cual lleva a la desesperada búsqueda de que los otros hablen de uno para tener así la certeza de la propia existencia. Que hablen de mí, por la razón que fuere, porque de lo contrario temo no estar vivo. En definitiva, se puede ser famoso por cosas infames. Con cruda ironía, Eco recuerda que tiempo atrás se aspiraba ser conocido por los propios conocimientos, por ser el mejor arquero del barrio, por bailar como nadie, por sacar las mejores notas, por haber creado una obra bella, por haber descubierto algo que beneficia a la humanidad, por haber salvado una vida, por cocinar como los dioses, por tener talento para las artesanías, mientras que actualmente solo importa estar en boca de todos, aunque solo fuera por haber sido engañado por el cónyuge, haberle pegado a un chico, haber robado o matado, por dedicarse a las profesiones más oscuras y execrables. La reputación, apunta el lingüista, semiólogo y filósofo, ha sido desplazada por la notoriedad. Así, hay sobreabundancia de personajes cuya única actividad conocida es la de ser “famoso”. La fama, vale repetirlo, ya no es una consecuencia, es un fin en sí mismo y una vez alcanzada, para no dejar de ser famoso y, por lo tanto de existir, se trata de alimentarla con lo que sea, incluso con los más tóxicos ingredientes.
Hace ya largo tiempo, el físico alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) había advertido que muchas veces “la gloria de los más famosos se relaciona con la miopía de sus admiradores”. En criollo esto se traduce diciendo que la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer. Para que nuevas camadas de “famosos”, por razones cada vez más inconsistentes o deplorables, se reproduzcan permanentemente (y desaparezcan con la misma velocidad, a menos que entierren más profundamente su reputación a cada paso) cuenta mucho el morbo de quienes, como público o incluso como comunicadores, estén dispuestos a donarles tiempo y atención, dos bienes escasos y valiosos que, aplicados a la propia vida, podrían enriquecerla.
Mientras los famosos hacen lo suyo, otras personas cosechan éxito en actividades que mejoran sus vidas y la del entorno. Esto va del arte a la ciencia, de la docencia, a la filosofía, de la artesanía a las relaciones humanas, pasando por diversos oficios, profesiones o, simplemente, actitudes hacia los demás. El éxito, a diferencia de la fama, no necesita de luces y cornetas, no se proclama ni se busca obsesivamente. El éxito es la consecuencia de una manera de vivir, de relacionarse, de encarar las propias tareas y misiones. Éxito es una vida armónica, con valores coherentes. Se puede ser exitoso y anónimo. Se puede ser exitoso y austero. También se puede ser exitoso, reconocido y prestigioso, porque prestigio no es sinónimo de fama. Éxito, prestigio y reconocimiento juegan en un equipo. Fama y notoriedad pertenecen a otro.
Muchos “famosos”, tras haber dejado su reputación en el camino, se topan con las palabras de Mark Twain (1835-1910), el autor de obras inolvidables como “Las aventuras de Tom Sawyer” o “Príncipe y mendigo”, quien decía: “La fama es vapor, la popularidad, un accidente; la única certeza terrenal es el olvido”. Cuando lo descubren, ya es tarde. Por estos pagos lo expresó magistralmente en su tango “Vieja viola” el uruguayo Humberto Correa: “Es que la gola se va/ y la fama es puro cuento.../Andando mal y sin vento/ todo, todo se acabó.” Y en otro tango (“Golondrinas”, de Alfredo Le Pera) Gardel cantaba sobre las golondrinas de un solo verano. Como suele ser la fama de muchos.
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