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Por SERGIO SINAY (*)
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Mail: sergiosinay@gmail.com
Una de las excusas con las que grupos de alumnos radicalizados tomaron recientemente colegios secundarios en la ciudad de Buenos Aires fue su oposición a las llamadas pasantías en empresas. Con el lenguaje barroco y vacío, típico del universo burocrático, esas pasantías se denominan oficialmente “conjunto de actividades formativas”. Es posible que ni los alumnos rebeldes ni las autoridades educativas, en cada caso por diferentes razones, tuvieran en claro o pudieran explicar con argumentos sólidos y entendibles la necesidad o la sinrazón de esas pasantías. En síntesis, parecía que los alumnos se oponían a trabajar gratis al servicio del capital explotador mientras las autoridades estaban convencidas de que estaban ofreciendo al estudiantado la oportunidad para formarse laboralmente para eso que suele llamarse “el mundo que viene”.
Dejemos de lado por un momento la resistencia estudiantil, pues no sería de extrañar que algunos de los combativos alumnos de hoy resulten los CEOs de mañana en esas mismas empresas a las que ahora vituperan. Más interesante es la cuestión del “mundo que viene” y la incansable insistencia con la que se habla y escribe sobre las nuevas profesiones del mañana. El problema con las frases y consignas que se repiten sin analizar, hasta que se imponen como verdades indiscutibles, es que conspiran contra uno de los más extraordinarios y devaluados dones humanos: la posibilidad de pensar.
Pensar significa dudar, comparar, cuestionar, deducir, refutar, argumentar, hacerse preguntas. El pensamiento es el proceso por el cual vamos pasando de una idea a otra, según lo define Edward de Bono, pionero en el estudio de los mecanismos de la mente. Se trata, entonces, de no quedar atado a una idea única, de cotejar, de llegar a conclusiones por caminos variados. De alimentar más de una idea, de dudar de ellas para enriquecerlas. Algo que no ocurre cuando se habla de los trabajos del futuro y se los da por comprobados, como si el futuro fuera un presente indesmentible. Se pueden imaginar cuáles serán esos trabajos, por supuesto. Pero ese ejercicio no es privativo de un especialista, también puede hacerlo un escritor de ciencia-ficción, puede plasmarlos en imágenes un pintor, puede teorizar sobre ellos un filósofo. O cualquier ciudadano de a pie. Ninguno tendrá más razón que otro. Si suele haber desacuerdos sobre el pasado, cuyos hechos son siempre materia de especulación, ¿cómo asegurar algo (más allá de ilusiones, supuestos o utopías) acerca del futuro, que aún no ocurrió?
Quien aprende a pensar tiene respuestas frente a los tiempos y las circunstancias que la vida le proponga, a veces como oportunidad, a veces como obstáculo. Quien no tiene el hábito de pensar y no alimenta y ejerce los recursos para hacerlo será un especialista utilitario, pero lo resultará difícil el desempeño en otros planos de su existencia, incluido el de ciudadano
Por otra parte vivimos un presente vertiginoso, un tiempo al que el célebre sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) describió como “líquido”, puesto que nada toma forma, nada se establece, todo es fugaz, precario, cambiante, efímero, el tiempo de la velocidad, la ansiedad y lo descartable (desde objetos hasta ideas y personas), en el que nada parece dejar huella ni echar raíces. Las novedades envejecen en un abrir y cerrar de ojos y a un ritmo cada vez más acelerado. Es cuestionable, en ese contexto, definir próximos panoramas laborales, profesionales, económicos, tecnológicos y científicos como si se estuviera describiendo una imagen estática, un paisaje que se quedará allí, inmóvil, esperando la llegada de sus habitantes. Tanta insistencia en prepararse para el trabajo del mañana tiene un costado riesgoso. El de prepararse para algo que no estará allí cuando lleguemos.
No es necesario esperar. Ya les ocurre hoy a muchos especialistas en diversos aspectos de las nuevas tecnologías, que ocupan puestos privilegiados en las organizaciones en las que trabajan, pero cuando se proponen ascender presentándose a una búsqueda en una corporación más importante se encuentran conque no son elegidos porque esos conocimientos que los habían llevado al éxito están súbitamente envejecidos. En 1934 Carlos Gardel y Alfredo Le Pera estrenaron el vals “Amores de estudiante”, con música del primero y letra del segundo, obra que contiene estos versos legendarios: “Hoy un juramento/ mañana una traición/ amores de estudiantes/ flores de un día son”. Con alguna pequeña adaptación, esa letra podría aplicarse a quienes machacan con la idea de empaparse hasta no dar más de conocimientos para el futuro, conocimientos que, al ritmo que van las cosas, serán flores de un día.
Sin duda hay un riesgo en concebir la educación como un entrenamiento en habilidades y especializaciones orientadas a satisfacer las necesidades de industrias y actividades vinculadas a negocios y tecnologías cada vez más cambiantes y perecederos. Lo que se ofrece como oportunidad para pertenecer al mundo de mañana, puede contener también un cierto tufillo de amenaza. “O te adaptás a esto o no tendrás futuro”. Muchas vocaciones no necesariamente orientadas hacia el destino que marca la euforia economicista y tecnológica pueden verse postergadas, desoídas o traicionadas a precios altos en salud emocional, que se pagan a largo plazo y con intereses.
El lúcido y agudo ensayista e historiador canadiense John Ralston Saul advertía a comienzos de este siglo, en un imperdible trabajo titulado “La sociedad inconsciente”, sobre el creciente desprecio por el humanismo que se advertía en la educación en el mundo occidental. Nacido hacia el siglo XV, con el Renacimiento, el humanismo propone rescatar, honrar y priorizar una cosmovisión que valoriza los dones, recursos y potencialidades de la naturaleza humana, empezando por la razón. Cuando se habla de humanidades, se habla de poner el acento en el ser humano. Esa es una gran carencia en la educación contemporánea, orientada casi excluyente y autoritariamente a lo tecnológico y lo económico. Una educación que forja especialistas unidimensionales, quienes pueden llegar a conocer mucho de una materia o actividad y nada de la vasta experiencia que es la vida humana.
Pensar significa dudar, comparar, cuestionar, deducir, refutar, argumentar, hacerse preguntas. El pensamiento es el proceso por el cual vamos pasando de una idea a otra
La educación en todas sus etapas, y sobre todo la educación superior, debe estar centrada en algo muy simple, dice Ralston Saul: enseñar a pensar. Quien aprende a pensar tiene respuestas frente a los tiempos y las circunstancias que la vida le proponga, a veces como oportunidad, a veces como obstáculo. Quien no tiene el hábito de pensar y no alimenta y ejerce los recursos para hacerlo será un especialista utilitario, pero lo resultará difícil el desempeño en otros planos de su existencia, incluido el de ciudadano, según el pensador canadiense.
En “Apología de Sócrates”, uno de los profundos y nutrientes diálogos escritos por Platón, Sócrates explica de manera contundente por qué se niega a dejar de pensar a cambio de salvar su vida. Sus brillantes argumentos terminan en una idea que los sintetiza: una vida no examinada no merece ser vivida. Y una vida (o la vida en general, si se prefiere) no puede ser explorada si no es mediante el pensamiento. Más allá de discusiones técnicas, políticas, más allá de enfrentamientos ideológicos, de actualizaciones tecnológicas o presupuestarias, acaso este sea el gran agujero negro de la educación hoy: dejó de enseñar a pensar. Sin esa columna vertebral toda especulación sobre el futuro equivale a la construcción de un edificio sin cimientos.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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