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Por SERGIO SINAY (*)
sergiosinay@gmail.com
La palabra vocación proviene del verbo latino “vocare”, que significa llamar. Vocación es, entonces, la acción de llamar. En términos religiosos se entiende que convoca a servir a Dios. Como concepto secular y mundano, por otra parte, refiere a un llamado interno que impulsa a una persona hacia la elección de una tarea que sea uno de los escenarios en los cuales encuentre el sentido de su vida. El médico psiquiatra y profundo pensador existencial que fue Viktor Frankl (1902-1997) insistía en sus escritos, clases y conferencias en que a la vida de cada persona no hay que darle un sentido, sino encontrar el que, de por sí, tiene. Uno de los caminos de esa búsqueda es el de los valores de la persona y el modo en que los expresa en el mundo. Otro es el de sus vínculos y la manera en que los construye y vive. Un tercero es el de los sentimientos y la forma en que los vive y manifiesta. Y un cuarto es el de la labor que realiza y cómo su ser se trasunta en ella. Esa labor puede ser un oficio o una profesión y puede ser económicamente rentada o rentable, o no. Depende de cada caso, de cada historia. Lo cierto, decía Frankl, es que, como toda expresión de sentido, estará vinculada a al otro, al prójimo. A algo, a alguien. Porque el sentido de una vida se muestra siempre a través de la manera en la que tocamos la vida de otro.
Un revelador informe publicado la semana pasada en EL DÍA señalaba que miles de jóvenes platenses que finalizan el ciclo del secundario eligen en estos días una carrera universitaria a los apurones, con poca información y con bastante confusión acerca de los contenidos y las funciones de la profesión que estudiarán. Muy pocos de ellos (300 o 400 sobre más de 25 mil) abordan un proceso de orientación vocacional. Una masa crítica del resto va a lo seguro y lo obvio. Carreras tradicionales, como abogacía, ingeniería, medicina, economía, etcétera. Nada tendría de malo, si no fuera porque no llegan a esa decisión llevados por la vocación, sino por el descarte rápido, el atajo inmediato y la ilusión de una salida laboral. Resultado: entre el 40 y 50 por ciento de ellos abandona sus estudios entre el primer y segundo año). Los números platenses son un reflejo fiel de lo que ocurre en el país.
“ Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva a la democracia”
Una tensión entre utilitarismo y vocación atraviesa en estos tiempos a la educación argentina. Al describir recientemente los objetivos de su política educativa el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hizo las veces de vocero de una idea muy en boga en el mundo, que parece haber prendido en los encargados de diseñar la educación en la Argentina. “Que los alumnos sean creadores de tecnología y no sólo usuarios, generadores de información, ciudadanos digitales responsables con la tecnología”, dice la declaración de principios del gobierno porteño. Cualquier rastro de la importancia de las humanidades, está excluido, como ocurre cada vez más, de los proyectos educativos. Como si estas (las letras, la filosofía, la historia, las disciplinas artísticas o cualquier estudio ligado al desarrollo y fortalecimiento del pensamiento crítico, de la indagación en los grandes temas permanentes de la humanidad) fueran despreciables o, peor, contagiaran algún fatídico mal que no se quiere nombrar.
Así, en lugar de ampliar el espectro mental, filosófico y existencial de quienes atraviesan la educación universitaria, se tiende a forjar especialistas con gríngolas, como las que se colocan a los costados de los ojos de los caballos, para que miren en una única dirección. Especialistas en un único tema con grandes lagunas y faltas de recursos para indagar y pensar en grandes y esenciales áreas del acontecer humano. Pareciera que se prioriza las necesidades de los mercados tecnológicos antes que la formación de individuos con una sólida base humanística, pasible de orientar de manera trascendente la búsqueda y el ejercicio de una profesión.
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En su libro “Sin fines de lucro”, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, autoridad mundial en temas éticos y morales, advierte: “Sedientos de dinero, los estados nacionales y sus sistemas de educación están descartando sin advertirlo ciertas aptitudes que son necesarias para mantener viva a la democracia”. Nussbaum ve al menos cuatro razones decisivas por las cuales las humanidades deberían estar al frente de cualquier visión educativa: 1) fomentar una cultura de pensamiento crítico y debate respetuoso, muy importante en una democracia; señala que “si las personas siguen viendo el debate político como un encuentro deportivo donde el objetivo es derrotar al contrario, la paz estará en serios problemas”; 2) las humanidades proporcionan visiones normativas de la justicia social, que debe un debate prominente en el futuro; 3) las humanidades comprenden el estudio de la historia, que es esencial para que una nación evite los errores del pasado y pueda avanzar hacia un futuro de compromiso global; 4) las humanidades redefinen y amplían la capacidad humana natural para la empatía, para ponerse en los zapatos del otro, un ingrediente esencial en la superación de las diferencias.
Parece obvio que ni a los populismos, ni a los autoritarismos ni a las dictaduras, ni a los fundamentalismos tecnocráticos o economicistas les conviene poner a las humanidades en un rol central. Sin embargo, es allí donde deben estar si se aspira a cumplir con la razón de ser de la educación. Esto es, ayudar a las personas a convertir sus potencialidades en actos reales, permitirles desarrollar sus recursos para realizarse como individuos, conocer la historia, la cultura y las facetas fundamentales del mundo en el que viven, convertirse en ciudadanos capaces de dejar a su sociedad mejor de como la encontraron. Debajo de cualquier título con el que un estudiante salga de la facultad a la que acuda, debería encontrarse esta base común a él y a todos sus colegas. Entonces la sociedad gozará de mejores abogados, mejores jueces y mejor justicia, de mejores médicos, mejor medicina y mejor salud pública, mejores ingenieros y mejor infraestructura e incluso mejores científicos y especialistas tecnológicos y una ciencia y una tecnología orientadas al servicio de las necesidades de las personas y no a las de los negocios.
Una sociedad que tome esto en cuenta y lo convierta en políticas de estado evitará ser escenario de la tremenda crisis vocacional que hoy se observa, con su paupérrimo resultado a la hora de las deserciones y los egresos universitarios. Y ello se deberá a que, desde la misma educación primaria, habrá orientado a los alumnos a desarrollarse como personas. En esos casos, las personas están mejor capacitadas para escuchar a su vocación, esa voz interna que, cuando es desoída, suele resonar como angustia, como insatisfacción, como desconcierto y desasosiego aun en aquellos que aparentemente hayan hecho de su profesión una salida laboral. Pero no un medio de realización existencial.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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