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Séptimo Día |La fascinación que ejercen los océanos sobre la humanidad. Poetas, novelistas y filósofos atraídos por un extraño influjo

El mar que nos abraza

El Mediterráneo como cuna de culturas, cuyas aguas bañaron civilizaciones tan gloriosas como la egipcia, la romana, la griega y la otomana

El mar que nos abraza

Alfonsina Storni

8 de Abril de 2018 | 09:37
Edición impresa

Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar

“El río está dentro nuestro, el mar nos rodea por todas partes” dice T.S Eliot en uno de los más afinados poemas de “Cuatro Cuartetos”. Habla de un mar que abarca y abraza todo. De un mar lleno de voces que traen reminiscencias de la creación primitiva. Del mar como una patria a la cual se vuelve siempre.

El subyugado italiano Eugenio Montale dialogó con el Mediterráneo: “Antiguo/ estoy embriagado ´por la voz/ que brota de tus bocas/ cuando se abren como verdes campanas/ hacia atrás disolviéndose” ¿Cómo no escuchar allí el discurso de las olas?

Distinto, muy distinto, salvo Alfonsina Storni y alguno más, el caso de los poetas argentinos que, tal como se dijo en esta columna hace tres meses, aparecen más apegados al río que al Atlántico que golpea nuestra costa. Las prosas y poemas de Borges, Barbieri, Juan L. Ortiz, Lugones, Pedroni, Mastronardi, Saer o Conti se detuvieron casi por completo, ensimismadas, en el Río de la Plata, el Uruguay, el Paraná o el Salado. De allí se sintieron, la mayoría de ellos.

En cambio, a nuestras tierras llegó como emigrado de España, prófugo del franquismo, el más marítimo de los poetas españoles, Rafael Alberti, que venía de escribir uno de sus más bellos poemas: “El mar. La mar./ El mar. ¡Sólo la mar!/ ¿Por qué me trajiste, padre,/ a la ciudad?/ ¿Por qué me desenterraste/del mar?/ En sueños, la marejada/ me tira del corazón./ Se lo quisiera llevar./ Padre, ¿por qué me trajiste/ acá?”. Alberti ve a la humanidad como emigrada de un mar original.

Desde siempre se sueña con una isla en el mar. Los antiguos y los contemporáneos

 

Desde siempre se sueña con una isla en el mar. Los antiguos y los contemporáneos viven sus vidas en perpetuo retorno a su isla de Itaca, como Ulises. Itaca es el reino perdido o buscado y acaso tienen razón los que suponen que, por esa causa metafísica, millones de hombres y mujeres se acercan abismados todos los días a la orilla de los océanos.

Otro oceánico poeta, el chileno Pablo Neruda, que muchos metros al pie de su escarpada Isla Negra veía la llegada eterna del Pacífico, escribió “Necesito del mar porque me enseña; / no sé si aprendo música o conciencia:/ no sé si es ola sola o ser profundo/ o sólo ronca voz o deslumbrante/ suposición de peces y navíos”.

Hace pocos días publicó Clarín un artículo del periodista Alberto Amato, sobre el retorno de los turistas: “Ahora que las vacaciones terminaron y el otoño es inapelable, empezamos a sentir nostalgias del mar. Es lo normal: fue nuestra primera casa, de allí venimos y tal vez hacia allí vayamos. El mar. Nos alimenta, nos canta, lo hace mejor que algunos ídolos de la canción, y su ritmo es de síncopa perfecta; el mar sabe, nos acuna, tolera nuestra melancolía y nuestros malos poemas; todo lo soporta, incluso que arrojemos en sus playas y en sus aguas el plástico de nuestras frustraciones”. Y cierra la nota: “Mar, nunca algo tan bello y tan grande se llamó tan corto”.

CENTRO DE CULTURA

Hay un mar dominante en la historia y se trata, claro, del Mediterráneo, que bañó con sus aguas al Imperio Romano, a Grecia, a Egipto, a la cultura judía y a la de los turcos, para irradiar desde su seno rayos filosóficos y artísticos hacia todos los continentes. José Ortega y Gasset, el pensador español que se había forjado en Alemania, escribió una vez que él mismo se consideraba “un canto rodado del Mediterráneo, pulido durante siglos por el riente mar y que se sintió una vez rozado por la quilla llena de uvas de la barca de Ulises”.

Barcelona pugna estos días, estimulada por el “gurú de las ciudades”, Toni Puig, para lograr que se la declare “capital cultural del Mediterráneo”. La explicación es sencilla, si consigue esa distinción podrá competir de igual a igual con París, Berlín o Nueva York, que son las mecas actuales de los conceptos y las formas.

El Mediterráneo pudo unir, más que separar. Cada cultura ribereña le dio un nombre propio: “Mare Nostrum”, mar nuestro, le llamaron los romanos; “Akdenis” (mar blanco” fue para los turcos; Gran mar (Yam Gadol), fue pdra los judíos; Gran Verde, le decían los antiguos egipcios y Mar Medio (Mittelmeer) los pueblos germanos. Pero le quedó el principal, “entre tierras” (Mediterráneo), porque eso fue y sigue siendo un facilitador de encuentros humanos, un puente para el comercio, la ciencia y la cultura. Mar testigo de civilizaciones tan gloriosas como la egipcia, romana, helénica y otomana.

Desde los remotos Tales de Mileto, Anaximandro,Pitágoras, Xenófanes, Diógenes de Apolonia, Herodoto, Hipócrates, Sócrates, Platón y Aristóteles (siglos VI, V y IV a. C.), que llenaron la historia con frutos de oro, hasta los autores actuales radicados en la cuenca del Mediterráneo, encandilados por la luz meridional, la filosofía, el arte y la ciencia siguió brillando. Ello más allá de la creciente y hoy decisiva importancia que fueron adquiriendo otras zonas del mundo, tanto en Europa o en el continente americano, así como, ahora, en Africa y Asia ´promotoras de un nuevo mundo expresivo.

LA ATRACCIÓN

No existe o, mejor dicho, cuesta encontrar cuál es el secreto de la atracción del mar. Dos poetas mujeres, separadas por distancias y tiempos, intentaron descifrarlo. La novelista inglesa y cada día más moderna, Virginia Woolf, autora entre otros libros de “Las olas” dijo una vez: “El mar resonará en mis oídos. Los pétalos blancos se oscurecerán con agua de mar, por un momento y luego se hundirán. Llevándome sobre las olas me echaré encima”.

Pero no fue un mar el que la llevó, sino un río cercano a su casa familiar en Inglaterra, al que se arrojó con un tapado cuyos bolsillos lleno de piedras, para que su cuerpo de ahogada no emergiera.

En cambio, ya se ha hablado aquí de esa suerte de monopolio dramático sobre el tema del mar que ejerció y aún ejerce Alfonsina Storni, iniciado en la plenitud de su obra mucho antes del final escrito a partir de una escollera de la playa La Perla.

“Oh mar, enorme mar, corazón fiero/ De ritmo desigual, corazón malo,/ Yo soy más blanda que ese pobre palo/ Que se pudre en tus ondas prisionero./ Oh mar, dame tu cólera tremenda,/ Yo me pasé la vida perdonando,/ Porque entendía, mar, yo me fui dando:/ «Piedad, piedad para el que más ofenda», escribió una Alfonsina premonitoria.

Los críticos dicen que este es el verdadero mar de Alfonsina: “Mírame aquí,/ pequeña, miserable, / Todo dolor me vence, todo sueño;/ Mar, dame, dame el inefable empeño/ de tornarme soberbia, inalcanzable./ Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza./ ¡Aire de mar!... ¡Oh, tempestad! ¡Oh enojo!/ Desdichada de mí, soy un abrojo,/ Y muero, mar, sucumbo en mi pobreza./ Y el alma mía es como el mar, es eso,/ Ah, la ciudad la pudre y la equivoca;/ Pequeña vida que dolor provoca, / ¡Que pueda libertarme de su peso!”

Un viejo pescador huesudo, ignorante, logra lo que pocos: entender al mar. Así fue como Ernest Hemingway hizo que un hombre sencillo desentrañara todos los mensajes: “Miró por sobre el mar y se dio cuenta de cuan solo se encontraba”, sintetiza el autor de “El viejo y el mar”. Pero existe, claro, una multitud de escritores marítimos, como Melville, Stevenson, Jack London, el mismo García Márquez entre los últimos.

Alberto Manguel, actual director de la Biblioteca nacional, recordó hace poco que en España se editó recientemente una antología que, en sus 600 páginas, recopila a los que considera los mejores textos escritos sobre el mar en la literatura universal. Su autora es Marta Salis, madrileña de origen pero con su infancia alcanzada por la gravitación del ruidoso mar Cantábrico, que baña el norte de España y el suroeste de Francia.

No existe o, mejor dicho, cuesta encontrar cuál es el secreto de la atracción del mar

 

Dijo Manguel sobre esta obra: “La selección de textos que Salís propone en esta antología sobre este vasto tema no es “histórica”, en el sentido de verse obligada a retratar los pasos de Moisés, Ulises o Jasón, pero sí cronológica, e incluye no solo ficciones sino crónicas de aventuras auténticas que merecerían serlo. Así leemos de la nave que perdieron los marineros de Colón, de los piratas que acosaron la ciudad de Maracaibo, de una seudorrobinsonada contada por el inventor de la primera, Daniel Defoe, de los sufrimientos de esclavos como Olaudah Equiao y de los razonamientos de negreros como el capitán Hugh Crow, de aventuras más recientes como la del circunnavegador solitario Joshua Slocum (que, al parecer de Richard Ford, fue uno de los mejores escritores de lengua inglesa)”.

Alberti enseñó que la mayoría de seres humanos somos marineros en tierra y que el mar se lleva todo. ¿En dónde estará hoy nuestro padre? Shakespeare, en La Tempestad, ofrece una posible respuesta: “A cinco brazas de profundidad yace tu padre, / sus huesos hechos coral;/ son perlas los que fueron sus ojos./ Nada en él se ha descompuesto,/ aunque el mar lo transformó/ en algo rico y extraño./ Las ninfas, cada hora, tañen su campana”.

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