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El favorito de Don Quijote y la hazaña de Mancha y Gato. El símbolo de un animal emblemático en obras literarias de todos los tiempos. La travesía de tres años de Mancha y Gato entre Buenos Aires y Nueva York Pág.2
“Don Quijote de la Mancha” (libro ilustrado) por Salvador Dalí, Barcelona, 1965
Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo com.ar
En la historia de la literatura hay caballos blancos para el amor y negros para la muerte; caballos reales que determinaron conquistas y caballos imaginarios, dotados sin embargo de tanta vitalidad que, sin haber nacido, jamás murieron, como Rocinante, el escuálido jamelgo de Don Quijote, ambos de piel y huesos puros, que siguen cabalgando por las llanuras de todo tiempo y espacio.
Dice ese humorista de Cervantes que el Hidalgo se pasó cuatro días imaginando qué nombre le pondría a su caballo… “y así después de muchos nombres que formó borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo”.
Al ingenioso hidalgo no le faltó orgullo por su cabalgadura. Siempre la vio como “mejor montura que los famosos Babieca del Cid y Bucéfalo de Alejandro Magno”.
Como es de suponer fueron las superficies abiertas –las generosas praderas de Rusia y Estados Unidos, los desiertos asiáticos, la Mancha española y las vastas llanuras argentinas- las generadoras de la mejor bibliografía equina. Espacios cultivados como el austríaco o el francés fueron más propicios para el ocio de la equitación. En cambio, aquellas infinitudes crearon caballos belicosos, heroicos, capacitados para proezas literarias que no dejan de convocar la atención de millones de lectores.
Hasta la llegada de los españoles, los indios de América no conocían al caballo
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Hasta la llegada de los españoles, los indios de las tres Américas no conocían al caballo. El Inca Garcilaso, en sus Comentarios Reales, aludió a las “cosas que no había en el Perú antes que los españoles lo ganaran”. Entre ellas, dice, “primeramente es de saber que no tuvieron caballos ni yeguas para sus guerras o fiestas”. Recuerda luego que “comúnmente los indios tienen grandísimo miedo a los caballos», y añadió un dato ciertamente llamativo, referido a que “a los principios de las conquistas, en todo el nuevo mundo creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo de una pieza, como los centauros de los poetas”.
Nuestro poema principal y más fidedigno, el Martín Fierro, le permite a su autor, José Hernández, ofrecer evidencia tangible de su sabiduría campera y los caballos ocupan un lugar preferente en el discurso de la obra.
En la Ida se describe al caballo bucólico y domesticado por el gaucho, auxiliar principal en sus tareas rurales. “El que era pion domador/ enderezaba al corral,/ ande estaba el animal/ bufidos que se las pela …/ y más malo que su agüela/ se hacía astillas el bagual./ Y allí el gaucho inteligente,/ en cuanto el potro enriendó,/ los cueros le acomodó/ y se le sentó en seguida/ que el hombre muestra en la vida/ la astucia que Dios le dió./ Y en las playas corcoviando/ pedazos se hacía el sotreta/ mientras él por las paletas/ le jugaba las lloronas/ y al ruido de las caronas/ salía haciendo gambetas”.
Corren las épocas del Martín Fierro inocente, prematuro frente a las desgracias que lo aguardaban: “!Ah, tiempos!… !Si era un orgullo/ ver jinetear un paisano!/ cuando era gaucho baquiano,/ aunque el potro se boliase,/ no había uno que no parase/ con el cabresto en la mano/, Y mientras domaban unos,/ otros al campo salían/ y y la hacienda recogían,/ las manadas repuntaban,/ y ansí sin sentir pasaban/ entretenidos el día”.
En cambio, en la Vuelta, Hernández dibuja el caballo del indio, astuto, ágil y resistente para malonear: “El indio que tiene un pingo/Que se llega a distinguir,/ Lo cuida hasta pa dormir;/ De ese cuidao es esclavo./ Se lo alquila a otro indio bravo/ Cuando vienen a invadir./ Por vigilarlo no come/ Y ni aun el sueño concilia:/ Sólo en eso no hay desidia;/ De noche les asiguro,/ Para tenerlo siguro/ Le hace cerco la familia”.
Más adelante dice: “Marcha el indio a trote largo,/ Paso que rinde y que dura;/ Viene en dirección sigura/ Y jamas a su capricho;/No se les escapa bicho/ En la noche mas escura”.
Hay otros caballos, claro, reclamados por la literatura argentina. El del Fausto de Estanislao del Campo quedó para siempre: “En un overo rosao,/ flete nuevo y parejito,/ cáiba al bajo, al trotecito/ y lindamente sentao,/ un paisano del Bragao,/ de apelativo Laguna:/ mozo ginetazo, ¡ahijuna!,/ como creo que no hay otro,/ capaz de llevar un potro/ a sofrenarlo en la luna”.
Rafael Hernández (hermano de José) y Leopoldo Lugones le cayeron duro a Del Campo. El primero le obsequió este brulote: “Ese parejero es de color overo rosado, justamente el color que no ha dado jamás un parejero, y conseguirlo sería tan raro como hallar un gato de tres colores; señaló también que sofrenar el caballo no es propio de criollo jinete, sino de gringo rabioso”.
Lugones adhirió y consideró inaceptable que un pobre gaucho hubiera ido a ver la ópera Fausto de Gounod al Teatro Colón, puesto que ése es el argumento central de la obra. Nadie puede explicar ahora cómo fue posible que Lugones intentara desmentir a una ficción literaria.
Lo curioso es que varias décadas más tarde sería un overo rosado el autor de una de las proezas equinas más fantásticas, porque de ese pelaje era Mancha, el legendario caballo patagónico que junto a Gato (un gateado también sureño) llevados por su dueño, el suizo-argentino Aimé Tschiffely, partieron en 1925 desde Buenos Aires y llegaron tres años después a Nueva York.
“El caballo criollo no sólo es más noble que la gran mayoría, sino que es el más resistente del mundo”, dijo el suizo antes de iniciar su épica travesía de 21 mil kilómetros. La proeza se tradujo en un libro de Tschiffely que se publicó en 1944 –“Mancha y Gato”- que en lugar de permanecer arrumbado debiera circular por todas las aulas del país.
Los entendidos aseguran que pocas obras –como la de Federico García Lorca- cuentan mejor la excelencia del caballo como figura representativa de lo más palpitante de la creación. Muchísimos otros escritores los exaltaron, desde los griegos y latinos hasta los más modernos como Milan Kundera y el venezolano Carlos Augusto León que, acaso sin haberse leído entre ellos, describieron la muerte del padre con la llegada de un gran caballo negro en el que partieron.
Los caballos de Lorca, sin embargo, simbolizan como pocos el amor, la vida y la muerte. El amor sensual en La Casada Infiel: “Aquella noche corrí/ el mejor de los caminos,/ montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos...”
Los caballos de García Lorca simbolizan, como pocos, el amor, la vida, y la muerte
Los caballos negros de la muerte en los romances: “En la luna negra/ de los bandoleros/ cantan las espuelas./ Caballito negro,/ ¿dónde llevas tu jinete muerto?”.
Los caballos de la vida en las baladas de la juventud ingenua de Federico: “Dice un hombre que ha visto a Santiago/ en tropel con doscientos guerreros./ Iban todos cubiertos de luces,/ con guirnaldas de verdes luceros,/ y el caballo que monta Santiago/ era un astro de brillos intensos”.
En Bodas de Sangre, el caballo de la pasión sin freno: “Porque montaba a caballo/y el caballo iba a tu puerta/ con alfileres de plata / mi sangre se puso negra / y el sueño me fue llenando/ las carnes de mala hierba...”
Ahora habría que hablar del caballo alado, que proviene de las pretéritas culturas china, griega e inclusive africana, el Pegaso dotado de un par de alas, que ha sido incorporado a la filmografía actual y que vuelan o galopan en las películas de fantasía y de ciencia ficción. En medio de un creciente avance de la urbanización mundial, los caballos no envejecen para el arte.
“Don Quijote de la Mancha” (libro ilustrado) por Salvador Dalí, Barcelona, 1965
Mancha y Gato
Aimé Félix Tschiffely
Don Quijote y Sancho Panza vistos por Pablo Picasso
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