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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail com
Hacia 1994, en un artículo publicado en el diario estadounidense “The New York Times”, la prestigiosa lingüista Deborah Tannen incluía por primera vez una categoría que luego se convertiría en título de uno de sus muy sólidos ensayos: la cultura de la polémica. Un cuarto de siglo más tarde, no quedan dudas de que vivimos inmersos en esa cultura. Se trata de un modo de vida y de relación en el cual el grito vence al razonamiento, la intolerancia a la aceptación y el prejuicio a la argumentación. Quien se dé tiempo y espacio mental para observar con detenimiento, advertirá que las polémicas nuestras de cada día (en televisión, en diarios y revistas, en redes sociales, en radio, en la calle, en ámbitos privados públicos, íntimos o colectivos) se alimentan básicamente del prejuicio. “Los prejuicios, son creencias previas a la observación”, señalaba José Ingenieros (1877-1925), médico, sociólogo y filósofo ítalo argentino, una mente aguda y brillante.
Su definición es inapelable. Como su nombre lo indica, el prejuicio es un juicio previo a toda comprobación. No admite argumentos que se le opongan, porque ya ha dado su veredicto antes del juicio. Ante el prejuicio no hay nada de qué hablar, no hay espacio para el debate o para el diálogo, para el disenso o la argumentación. El tema sobre el cual se centra es cosa juzgada. Y, generalmente, condenada.
Nuestra sociedad parece ofrecerse como tierra fértil y propicia para el prejuicio. Aquí germina y fructifica en todos los órdenes. Político, económico, deportivo, cultural, etcétera. Y no solo afecta a temas, sino también a las personas. Es decir que no solo está muy enraizado y extendido el hábito de juzgar previamente, y sin derecho a réplica, en materia de ideas, sino que eso se extiende a las personas que las expresan. Lo grave y preocupante es que cuando una conducta de ese tipo se naturaliza, la sociedad entera la convierte en una especie de señal de identidad. Entonces los padres educan a sus hijos en el prejuicio, y lo hacen del modo en que los padres educan, quiéranlo o no. A través del ejemplo, de sus propios actos y conductas. Así es como la actitud prejuiciosa, y todas sus consecuencias (principalmente la discriminación y la intolerancia) se extienden y se convierten en algo “normal”. Por supuesto, el prejuicioso dirá que no lo es, se aferrará a lo que considera una verdad sagrada e indiscutible y confirmará con sus actos lo que niega con sus palabras. Un círculo vicioso que echa más oscuridad en donde ya hay sombras de incomprensión.
Para el ensayista alemán Eckhart Thole, autor de “El poder del ahora”, el prejuicio es, en sí mismo, una forma de violencia. Y lo es, en la medida en que niega la existencia del otro y de sus ideas y características y, de manera simbólica, lo elimina. El prejuicioso solo admite al que piensa como él, al que ve los colores que él ve, al que tiene sus mismos gustos y hasta sus mismos enemigos o adversarios, aunque lo sean por otras razones. En definitiva, mira el ancho y vasto mundo a través de un tubo estrecho. El prejuicio reduce las mentes, las miradas y los horizontes. La vida espiritual, afectiva, emocional e intelectual del prejuicioso transcurre en un pequeño cubículo sin ventanas.
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La sociedad argentina produce constantemente temas en los que el prejuicio se despliega. La despenalización del aborto es uno de ellos, como en su momento lo fue la ley del divorcio, o lo son ciertas corrientes inmigratorias, o la presencia de mujeres en profesiones consideradas “masculinas” (en 2016 una encuesta de la Universidad Abierta Interamericana mostraba cómo está arraigado el prejuicio de que las mujeres limpian mejor que los hombres, de lo que se deriva que deberían quedarse en casa limpiando y no salir a trabajar). No hace falta explorar mucho para encontrar una larga hilera de prejuicios enquistados en el “ser nacional”.
Aunque a veces se los suele mencionar como virtuosos, no existen los prejuicios “a favor”. Ninguno es benéfico y todos poseen las mismas características. Producen miopía mental, hacen que el campo de las ideas encoja, impiden mirar y escuchar, empobrecen el razonamiento del prejuicioso, atentan contra la diversidad y contra la aceptación y fomentan la intolerancia. “Nuestras mentes se ven invadidas constantemente por verdades a medias, prejuicios y falsos hechos”, se lamentaba el reverendo Martin Luther King en “La fuerza de amar”. Luchador por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos y por una sociedad inclusiva y más justa, King fue asesinado por sus ideas el 4 de abril de 1968, cuando tenía 39 años.
Este crimen da una idea clara de la relación directa que existe entre los prejuicios y el fanatismo. En la antigüedad los “fanaticus” (origen de la palabra fanático) eran guardianes de un templo. Impedían la entrada en el mismo y estaban decididos a defenderlo con su vida. Así se plantean los fanáticos con sus creencias. Una creencia es un círculo cerrado. No deja opción. Elimina la posibilidad de pensar, debido a que pensar significa evaluar, comparar, dudar, argumentar, examinar, procesar, integrar perspectivas diferentes o nuevas. Todo esto le pone la piel de gallina al fanático y al prejuicioso. En su inconsciente habita el temor a cualquier cosa que pueda hacerlo dudar de su creencia. Lo suyo no es producto de un proceso de razonamiento, de un encadenamiento de ideas que desemboca en una comprobación. Lo suyo es fe ciega. Y ciegamente lo defenderá o tratará de imponerlo. Ni admite el debate ni está dispuesto a participar del mismo. El diálogo le es ajeno. La aceptación, una práctica extraña.
El prejuicioso puede ostentar títulos académicos, poder económico o social, pero eso no lo libra de una enfermedad grave. La ignorancia. La inspirada novelista británica Charlotte Brontë (1816-1855), autora de la clásica novela “Jane Eyre”, quien tuvo que sufrir el prejuicio de quienes la desvalorizaban porque negaban que una mujer pudiera escribir, afirmó: “Los prejuicios, es bien sabido, son difíciles de erradicar del corazón de aquellos que nunca han fertilizado su educación. Crecen allí, firmes como malas hierbas entre rocas”.
Sin duda Brontë tenía razón, porque la peor ignorancia no es la de quien no sabe leer y escribir o no ha podido acceder a fuentes de conocimiento. Esa ignorancia puede remediarse. La peor es la de quienes, con herramientas para hacerlo, se niegan a pensar, a dialogar, a debatir, a conocer una idea diferente, a salir de la trinchera en la que, protegidos por los alambres de púa del prejuicio, eligen refugiarse.
Un prejuicioso aislado se perjudica a sí mismo. Pero la cuestión empeora cuando los prejuicios se extienden y se hacen colectivos. En ese caso la atmósfera social se torna densa e irrespirable. Y se ve amenazada por los nubarrones del fanatismo masivo, que ha producido tragedias históricas. Voltaire (1694-1778), cuyo nombre real era François Marie Alouet, gran filósofo y uno de los padres del Iluminismo, decía: “Cuando el fanatismo gangrena el cerebro, la enfermedad es incurable”. Y concluía: “Los prejuicios son la razón de los tontos”.
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