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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Las cuestiones esenciales y decisivas de la educación permanecen postergadas, olvidadas o simplemente malversadas mientras se discuten aumentos salariales, se intercambian chicanas y se pierden días de clase que serán siempre irrecuperables, porque lo valioso que ocurre en un aula no tiene que ver con apresurar el reloj o engordar el calendario, sino con un vínculo y una alquimia que no se construye, ni mucho menos se reconstruye, de manera automática ni voluntarista. Esas cuestiones esenciales tienen que ver con qué es educar, qué es el saber y qué el conocimiento, qué papel cumple la escuela en la vida de una persona en formación, cuál es la relación entre escuela y hogar, cuál es la función del maestro y para qué o para quién se educa. Estas, entre otras.
“La escuela es un lugar para aprender a pensar”, define categóricamente Inger Enkvist, prestigiosa educadora que asesoró al gobierno sueco durante años y que es también profesora universitaria emérita en lengua española. Voz respetada internacionalmente, Enkvist señala esta idea en una entrevista concedida al diario español “El País”. En tanto hoy se insiste en que la educación pasa por llenar las escuelas de computadoras, dar información para nuevos empleos (siempre perecederos) generados por la ola tecnológica, liberar a los chicos de “pesadas tareas” y hacer más “entretenidas” las horas de clase o, en el peor de los casos, hacer de las escuelas organismos de contención ante situaciones sociales en creciente deterioro, Enkvist, como otros destacados pensadores y conocedores en la materia, apunta a reforzar conceptos básicos y postergados del proceso educativo.
Es imposible aprender si no se sabe pensar, dice la educadora sueca. Para pensar hay que incorporar y procesar datos nuevos que llegan de diversas fuentes. Esa incorporación no puede ser caprichosa, sino que debe estar articulada e integrada en torno de un fin. Como Guillermo Jaim Echeverry, el gran referente argentino en la materia, quien fue rector de la Universidad Nacional de Buenos Aires y es autor del imprescindible ensayo “La tragedia educativa”, Enkvist señala que ni Google, ni internet ni la computadora o el celular enseñan a pensar. “Lo importante es aprender lenguaje, conocimientos culturales generales y matemática. Si el alumno domina esto, aprende fácilmente tecnología. Si, al revés, dedica mucho tiempo a las tecnologías, pero no aprende lenguaje y conocimientos generales, no sale a la vida adulta bien preparado. La escuela debe, en primer lugar, preparar al alumno intelectualmente, es decir, formar su cerebro”.
La escuela no es solo un lugar para pasarla bien, como a veces parece ser la idea en ciertos colegios en donde los chicos semejan más clientes a satisfacer que alumnos a educar, ni es solo un lugar para guarecerse de las inclemencias del ambiente social y sus carencias. “Aprender requiere un esfuerzo y un trabajo. Hay que decírselo a los niños. Si no, los estamos engañando”, advierte Enkvist. Ese esfuerzo y ese trabajo están pospuestos por diferentes motivos, y con distintas excusas, que van desde invocaciones a “nuevas” pedagogías hasta falacias psicologistas, a las que se suman las horas y días de clases perdidos por motivos que tienen que ver con intereses sectoriales antes que con la misión educativa, más la negación a pensar en la educación como política de estado y no como problema presupuestario. Al respecto señalaba recientemente Jaim Echeverry: “La mitad de los chicos que egresan de la escuela media tienen problemas para comprender lo que leen. Y eso es gravísimo después de 12 años de escuela. Dos de cada tres no pueden hacer simples operaciones matemáticas. Un verdadero escándalo. Y a nadie parece importarle mucho”.
Entre los responsables de esta tragedia educativa no queda afuera la familia. En lo que el psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati llama la “Escuela Edipo” (la escuela tradicional, en la que imperaba una fuerte autoridad simbólica del maestro, con apoyo inapelable de los padres, al punto de imponer a veces una obediencia ciega y negar el pensamiento crítico), existía una fuerte e indestructible sociedad entre padres y escuela. Ese modelo entró en crisis en los últimos treinta años, en que los efectos de las políticas neoliberales que se expandieron por el mundo afectaron también a la educación. En el orden universitario se empezó a poner el énfasis en producir profesionales para las necesidades de las empresas. Y en el plano escolar, en nombre de “dar autonomía a los chicos” para que sean más libres, y de eliminar el “autoritarismo” y el “aburrimiento”, nació lo que Recalcati, en su libro “La hora de clase”, denomina “Escuela Narciso”. Una escuela de alumnos hedonistas, alentados por padres que, por su propio hedonismo, sus propias prioridades o por una inmadurez que les impide comportarse como adultos y los retrograda a nivelarse con sus hijos, dejan de ser socios de la escuela en la tarea educativa. Hoy aparecen padres que delegan en la escuela funciones que son de ellos (a cambio de una cuota que, creen, los autoriza a esa tercerización), u otros que, perdida y rota la autoridad simbólica del docente, irrumpen violentamente en las escuelas para castigar a los docentes como si estos fueran los “malos” que lastiman a sus “hermanitos menores” (no ya sus hijos) al sancionarlos o no aprobarlos.
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Por supuesto, estos fenómenos no se reducen a un “problema de la escuela”. Ella es caja de resonancia de la sociedad en su conjunto, una sociedad en que la transgresión, el desprecio por la autoridad simbólica, el narcisismo, el hedonismo, el consumismo, la rotura del tejido social, el egoísmo y el desprecio por el bien común se han extendido hasta sus cimientos. Recalcati aspira a una “Escuela Telémaco”. Apela a la leyenda de Telémaco, hijo de Ulises y de Penélope, que sufre por la ausencia de su padre, ya que cuando este parte hacia la guerra de Troya deja huérfano, sin ley y a merced del desorden y de los rapaces al reino de Ítaca. Hoy el alumno no tiene a quien oponerse, como en la Escuela Edipo, y en su libertad y autonomía disfuncionales y sin guía ni propósito, necesita el regreso de un orden, de la ley, de liderazgo que lo ayude a crecer y formarse. Como Telémaco ansía y busca la vuelta de Ulises.
Este es el desafío educativo, subraya el pensador italiano. Una escuela en que el respeto y la autoridad del docente esté generado por su amor al saber, por la forma en que lo transmite e incita en los alumnos. Docentes que no llenen cabezas, sino que las abran. Cuando ellos no se proponen esto y cuando quienes deben apoyarlos en la misión (padres, gobierno) los abandonan, terminan sin identidad, proletarizados y desvalorizados. Ni hablar si desvían su actividad hacia cuestiones cada vez más alejadas de su función.
Jaim Echeverry no se cansa de advertir un serio problema en la posibilidad de concretar una Escuela Telémaco. La ruptura de la sociedad hogar-escuela. Por eso dice que, en buena medida, la tragedia educativa empieza en casa. “No se pretende siquiera la educación ni la superación. Solo el título. El ejemplo más claro es el de las provincias que no han tenido clases durante meses y donde no se reclama por el conocimiento perdido, sino por la certificación del año aprobado. No puede haber hipocresía mayor”. Lo grave es que la concepción que una sociedad (todos incluidos, desde la cúpula) tiene de su educación es la que producirá el futuro en el que vivirá.
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