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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
En un año y dos semanas, entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, Carlos Eduardo Robledo Puch mató a once personas (en algún momento se sospechó que pudieron ser dieciséis). Siempre con un balazo por la espalda y a varias de ellas cuando dormían. Tenía 20 años, nació el 19 de enero de 1952. Cuando fue detenido se lo catalogó como “Fiera humana”, “El chacal”, “El ángel de la muerte”, “El verdugo de los serenos” y “La bestia humana”, entre otros epítetos. Hoy una película de inminente estreno y publicitada hasta el hartazgo lo rescata simplemente como “El ángel”. De manera sutil, o no tanto, el film parece orientado a romantizar al criminal y a destacar en él ocultos y misteriosos rasgos angélicos. En una de las numerosas entrevistas que concedió Lorenzo Ferro, el actor que encarna a Robledo Puch, afirma que el mayor asesino serial de la historia argentina “no es un villano”. Agrega que lo que el criminal hace “está mal, pero él piensa que está bien”. Al ver la película, señala, el espectador siente empatía, “no sentís que esté tan mal lo que está haciendo”.
Al igual que con el caso Robledo Puch numerosas series y películas, además de ciertos ensayos y biografías, integran actualmente una tendencia a “humanizar”, idealizar y romantizar la vida de criminales y asesinos, algunos reales, otros ficticios. El éxito de “Orange is the new black” o de “El marginal” sería un emergente de ese fenómeno que incluye muchos otros ejemplos. Lo curioso es que gran parte de los espectadores que consumen esos productos y engrosan su rating y su taquilla son los mismos que se encuentran atemorizados y preocupados por la cuestión de la inseguridad y lo manifiestan en frecuentes encuestas.
Pareciera existir una notoria disociación, por la cual se llega a creer que los asesinos a menudo brutales y los psicópatas que habitan en cárceles o deambulan por barrios y calles al acecho de próximas víctimas pertenecen a un universo diferente de aquellos cuyas andanzas se siguen con empatía (como señala el actor Ferro) desde la comodidad de una butaca de cine, pochoclo en mano, o desde el sillón del hogar con una cerveza cerca. A veces también sumergiéndose en una pantalla y aislándose del mundo en un transporte público, en un bar o en el trabajo.
Ferro afirma que los personajes que hacen las cosas bien aburren y cansan, y que son más atractivos los villanos. Algunas interpretaciones sostienen que la adoración de los villanos en la ficción, o en la distancia cuando son reales, se debe a un proceso de proyección. Ellos vendrían a representar el criminal, el asesino, el violento, el transgresor, que habita en el interior de cada persona y que nadie se atreve a aceptar como parte de sí. Sin embargo, la negación no lo elimina, y ese asesino potencial pide expresarse. La manera de darle espacio es ponerlo afuera, en esos personajes y tramas que ofrecen las pantallas. Pero como son la proyección de un aspecto del espectador, para poder aceptarlo (y soportarlo) este debe edulcorarlo, adosarle rasgos aceptables, con los cuales se pueda empatizar. Entonces aparecen los feroces asesinos melancólicos, los homicidas que sufren por amor, los parricidas justificables por contextos sociales, los canallas solidarios, los fratricidas generosos.
Por supuesto, el blanco y negro puros no existen en la conformación de identidad humana
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Por supuesto, el blanco y negro puros no existen en la conformación de identidad humana. Somos, aunque lo neguemos o cueste admitirlo, la integración de múltiples aspectos, algunos valorables y otros indeseables, todos existentes. En suma, somos una paleta de diversos tonos de gris. Por lo tanto, en tanto ser humano, un criminal porta, las mismas sensaciones que quienes no lo son, salvo en el caso de los psicópatas así diagnosticados. Pero lo cuestionable en los productos que los tienen como protagonistas, y en quienes los toman como ídolos, es el énfasis puesto en lo sentimental a despecho del mal que y del sufrimiento que producen o produjeron. Su consagración como mitos.
“La cultura industrial de masas auspició el nacimiento de nuevos mitos. Todo personaje, aunque carezca de entidad y sea ética o estéticamente desdeñable, es susceptible de ser transformado en mito”. Esta afirmación del siempre agudo, lúcido e implacable pensador argentino Juan José Sebreli en su libro “Comediantes y mártires”, denuncia el fenómeno. Esta moda cultural, agrega el ensayista, es inmune a la crítica y, como toda moda, “revela algunos rasgos del hombre contemporáneo”.
Sebreli pareciera estar hablando de lo que el gran psicólogo suizo Carl Jung (1875-1961) denominó sombra colectiva. En un individuo, según la mirada junguiana, la sombra encierra todo aquello que este rechaza, niega o ignora de sí. Lo que no saca, o no quiere mostrar, a la luz. Es la contrapartida del ego o personalidad. El ego es el personaje que todos construimos para vivir entre otros. Solo cuando se acepta la sombra y sus contenidos, y cuando esta puede integrarse con el ego aparece el Yo (el gris del que antes hablábamos). ¿Somos entonces ese Yo? No, respondería Jung. Hay aun algo detrás del Yo. Nuestra verdadera esencia, la que nos individualiza como seres únicos, despojados de mandatos, creencias, hábitos heredados, lazos asfixiantes, expectativas ajenas depositadas en nosotros. La que nos pone en conocimiento de nuestras potencialidades y posibilidades de realización. Se llama Yo mismo. El viaje hacia el encuentro con ese Yo Mismo puede durar toda la vida, y no alcanzar. Pero su búsqueda pone a nuestra vida en otra dimensión y le revela un sentido.
Así como hay una sombra individual, y esta es inevitable porque toda luz produce sombra, también la hay en las familias, las organizaciones, las sociedades, los países. Esta es la sombra colectiva, pariente, pero no sinónimo del inconsciente colectivo. Este incluye la sombra, pero también otros aspectos del ser, profundos y desconocidos a la luz de la conciencia. Y es posiblemente en esta sombra colectiva en donde se gesta y desde donde se proyecta la fascinación por personajes siniestros a los que se termina convirtiendo en mitos y objetos de admiración.
Cuanto más oscura es la sombra colectiva, cuanto menos la explora una sociedad, más nefastas pueden ser sus proyecciones y el fruto de estas. El nazismo fue, en el siglo veinte, su más horrorosa prueba, pero no faltan muchas otras. Entra ellas linchamientos, escraches, resultados electorales, fenómenos autoritarios de distinto tipo (aclamados multitudinariamente). Cuando una sociedad se proclama generosa y niega sus mezquindades, cuando se dice pacífica y esconde su violencia, cuando se describe como amante de la ley y oculta su afición a la transgresión, entre otras dualidades, lo que hace es oscurecer su sombra y convertir en más extremas sus proyecciones. Necesitará siempre chivos expiatorios o estará permanentemente dispuesta a idolatrar a personajes destructivos y execrables, rodeándolos de aureolas románticas.
“La mitificación exige hoy un grado mayor de imaginación y de negación de la realidad”, escribe Sebreli. Y agrega: “No es fácil ocultar la falta de sentido ético en algunos ídolos modernos”. Muchos de esos ídolos hablan de quienes los convierten en héroes más que de sí mismos.
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