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Nicolás Nardini
nnardini@eldia.com
En 2014 el diario me honró con la designación como enviado especial a la Copa del Mundo de Brasil. Argentina, por la sola presencia de Leo Messi en el plantel, llegaba a la cita ecuménica con la chapa de posible candidato para la prensa internacional. Claro, los periodistas de otras latitudes no tenían la obligación de conocer que, en verdad, además de la inclusión en el plantel del mejor jugador del planeta, había otra razón, tan valiosa como aquella, para sostener que la albiceleste tenía argumentos sólidos para soñar en grande: la conducción técnica de Alejandro Sabella.
Al llegar a Brasil y reencontrarme con queridos amigos-colegas y ex compañeros de trabajo en Barcelona, al primer café compartido me notaron demasiado optimista. Me hablaban de la poderosa Alemania, de que Holanda podía sacar chapa de candidata y de que España, con la misma base campeona en 2010, era otra firme candidata. Todo eso sin dejar de lado que el Mundial era en Brasil, la tierra del fútbol donde jamás permitirían que se produjera un segundo “Maracanazo”.
Con el paso de los días traté de convencer a los que aún tenían dudas. Los amigos que estaban en el día a día de Estudiantes durante el ciclo de Sabella me habían transmitido infinidad de motivos para sostener esa candidatura de Argentina a capa y espada. La capacidad de trabajo, la inteligencia para plantear los partidos, el ojo clínico para saber cómo entorpecer los planes tácticos de cualquier rival por importante que fuese (el Barcelona-Estudiantes como paradigma de una buena planificación) y, por sobre todo eso, el don de convencer a sus dirigidos desde el ejemplo y la dignidad profesional. Sí, en un mundo tan sospechado de las peores cosas como el del fútbol, que un tipo se plante con sus principios, su forma de ser tan terrenal, en las antípodas de los técnicos TOP del mundo que hacen un culto de la vanidad, es otro poroto a favor. Es que las mega estrellas del plantel argentino lo que necesitaban era un conductor que los convenciera desde las cosas más simples: el amor por la bandera, por los colores, por la camiseta de bastones celestes y blancos. La simpleza de sus conceptos entró fuerte en el grupo, Pachorra supo bajar a tierra a los que venían con los aires muy arriba por la idolatría en los grandes de Europa. Aunque con menos tiempo, como en Estudiantes, pudo armar una familia con los componentes del plantel.
Tras la primera fase, todos empezaron a mirar con más seriedad a la Argentina. El equipo podría carecer de un fútbol bordado, pero todos, periodistas del mundo y rivales, empezaron a preocuparse. Si a la Argentina le sobraban estrellas pero le faltaba un plan, con Sabella las estrellas pasaron a formar parte de un gran plan.
“Brasil decime qué se siente” fue himno para la hinchada más ruidosa del Mundial. La locura creció. Caminar por Río, Sao Paulo o Brasilia era como hacerlo por La Plata, Buenos Aires o Rosario.
Sabella dio cátedra en cada conferencia ¿De táctica? No solo eso, también de humildad. Jamás una palabra altisonante, nunca un desplante.
Los colegas no solo empezaron a respetarlo, pasaron a quererlo. Se notaba en cada aparición pública su calidad humana y calidez.
El éxtasis fue la semifinal. Aquella de “hoy te convertís en héroe” de Masche a Romero. Sabella y sus muchachos llevaron a Argentina a una final mundial tras 24 años.
¿Qué otra cosa puede pedir un enviado que quedarse hasta la final gracias a la presencia de su país? Hoy toca agradecer. Por aquél brillante mundial, por los sólidos planteos y, por sobre todas las cosas, porque con su don de gente hizo añicos el estereotipo que muchos tienen del argentino medio. Fue un canto a la humildad. Gracias por un Mundial inolvidable para el país.
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