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Séptimo Día |TESTIMONIOS DE ESCRITORES Y CRÍTICOS

El casi desconocido libro de Hudson sobre la fiebre amarilla

Singularidades del autor de “Allá lejos y hace tiempo”. Es venerado en Japón, donde sus obras son leídas en las escuelas. La vigencia de un hombre nacido en Florencio Varela y que llegó a la cima de la ciencia

El casi desconocido libro de Hudson sobre la fiebre amarilla

Hudson fue lo que Unamuno llamaba “especie única”. Nació en Florencio Varela en la chacra donde hoy se levanta el museo que lo recuerda. Desde allí llegó a la elite de la ciencia

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

16 de Agosto de 2020 | 08:16
Edición impresa

“W.H. Hudson nació en la Argentina en 1841 y en 1873 viajó a Inglaterra, donde permaneció el resto de su vida. Fue un escritor notable, muy apreciado en los ambientes literarios y un naturalista de campaña dedicado a lo que hoy conocemos por etología, gran observador de aves, sobre las que hizo ensayos admirables; ninguno como él describió el canto de los pájaros y los lugares que recorrió, tanto en su juventud argentina como en su madurez británica”.

Ese texto es de la escritora y académica Alicia Jurado, que así inició su prólogo del libro “Ralph Herne” de Guillermo Enrique Hudson que, hasta hace pocos años, se encontraba sólo publicado en inglés por la revista Youth en forma de folletín, desde el 4 de enero al 14 de marzo de 1888. No había desde entonces una versión española de este casi desconocido primer libro del autor de “Allá lejos y hace tiempo”, hasta que la Editorial Letamendia lo publicó en Buenos Aires en 2006 con la traducción hecha por Jurado.

En estas columnas se habló de “Allá lejos y hace tiempo”, de “Días de Ocio en la Patagonia”, de “Un naturalista en el Plata” o “La tierra purpúrea”, entre otras cumbres de Hudson que forman parte de las lecturas en escuelas de muchos países –entre otros, del Japón, en donde es un escritor venerado- pero la vida y la obra, todo lo de Hudson es sorprendente e inclasificable.

Fue lo que lo que Unamuno llamaba “especie única”. Hijo de estadounidenses, nacido al sur de Florencio Varela, se crió en la chacra “Los veinticinco ombúes”, donde hoy se encuentra el museo que lo recuerda. Y allí aprendió del campo argentino. Llegó a la elite de la ciencia en el mundo y fue un autodidacta. De él dijo Ezequiel Martínez Estrada: “nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca”. No copió el estilo nadie y ninguno pudo copiarlo.

El cuento “Ralph Herne” consiste también en otra suerte de exclusividad muy hudsoniana. Libro poco divulgado, trata sobre la fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires en 1871. “Si bien Hudson no la sufrió, porque se encontraba entonces en la Patagonia, no le deben haber faltado quienes le contaron minuciosamente sus horrores”, añade la prologuista.

El cuento trata de un joven médico inglés que se graduó en Londres, pero no conseguía revalidar su título en Buenos Aires, adonde había venido. “Al estallar la epidemia trabajó incansablemente con los enfermos, le otorgaron el título y terminó casándose con la muchacha de quien se enamoró, aunque antes de eso ambos cayeron enfermos y se recuperaron”, anticipa Jurado.

El estilo natural, casi perfecto –aún juvenil- de Hudson se vislumbra en este párrafo en el que describe el panorama que ofrecía Buenos Aires acosada por la epidemia: “….en las calles se observaba una cosa extraña: había empezado a crecer el pasto y donde se miraba se veían briznas verdes y tiernas en las juntas de los pequeños bloques cuadrados de granito; mientras que cerca de la vereda no era sólo pasto, sino una hierba trepadora con hojas redondas y una flor blanca diminuta parecida a una margarita”. La epidemia, según el relato de Hudson, convertía a la ciudad caliginosa del verano, en un jardín tropical, con habitantes afiebrados y lánguidos vagando sin esperanzas por una Buenos Aires desolada.

El libro traducido por Jurado está ilustrado en la tapa por el famoso cuadro del pintor uruguayo, Manuel Blanes, sobre la fiebre amarilla en Buenos Aires. Dice el historiador Daniel Balmaceda que esa pintura “se refiere específicamente a un hecho que tuvo lugar en la madrugada del 17 de marzo de 1871 cuando la epidemia ya empezaba a preocupar mucho y gran parte de la población de Buenos Aires se había alejado de la ciudad. Esa noche, el sereno Manuel Domínguez caminaba por la calle Balcarce. Era la una de la mañana. Advirtió que la puerta de la casa con el número 384 (de la numeración vieja) se encontraba abierta. Por lo anormal de la situación, golpeó para ser atendido. Repitió el llamado y decidió entrar. Allí encontró a una mujer tendida en el piso y encima de ella una niña que estaba aferrada a su pecho tratando de ser amamantada. Con la beba en brazos, buscó a su superior de guardia en la comisaría, José María Sáenz Peña, y le entregó la criatura. Ya en la mañana unos policías concurrieron a la casa de la calle Balcarce donde yacía el cuerpo de la mujer”.

La mujer muerta –añade Balmaceda- se llamaba Ana Bristiani, era italiana y su marido enfermo estaba en la Boca y “por lo tanto, ése no era su hogar. Pero en esa Buenos Aires abandonada, una casa vacía era tierra de nadie”. El cuadro muestra a los médicos Roque Pérez y Manuel Argerich observando la trágica escena.

LOS CUATRO PAÍSES

Se podría decir que Hudson tuvo cuatro países en su corazón. En la Argentina y en Inglaterra (a esta última la consideró su verdadera patria) vivió y se sintió uno más. Sobre el Uruguay escribió un libro de culto “La tierra purpúrea”, escrito en 1885 cuando ya vivía en Inglaterra. Se trata de un maravilloso retrato de la Banda Oriental, en sus tiempos coloniales.

“La tierra purpúrea” es uno “de los muy pocos libros felices que hay en la tierra” dijo Borges. En ella se narra el viaje de un inglés por la convulsa Banda Oriental (el actual Uruguay) y su regreso a Buenos Aires. La mayoría de los críticos considera que fue la obra principal de Hudson y la valoran esencialmente como una suerte de adoración del autor a un reino perdido.

El crítico español José María Guelbenzu escribió en El País: “Para muchos lectores, entre los que me cuento, “La tierra purpúrea” es un libro legendario… Un libro soberbio, una oportunidad como pocas de alcanzar con la imaginación y, permítaseme decirlo, con las manos y los sentimientos a la vez, un mundo, un orbe de cultura, una lección de vida inolvidable y un verdadero canto por la tierra amada”.

JAPÓN

Hudson parece renovarse. Su nombre y su obra le dan la razón a Joseph Conrad, cuando dijo “Hudson es una fuerza de la naturaleza”. Todo sobre lo que habla se ve rodeado de vida. Así describió a la Patagonia al recordarla desde Inglaterra: “He pasado noches en el desierto, y al despertar allí, en los amplios espacios abiertos y llanos, la primera claridad del cielo por oriente, el grito del tinamú y el perfume del campo, me han parecido siempre una especie de resurrección”.

Horacio de Dios escribió en La Nación el artículo titulado “Japoneses en la Argentina y una lección de vida”, en donde cuenta la veneración que los japoneses sintieron por Hudson a mediados del siglo pasado: “Esta historia tiene punto de partida en 1958, cuando el embajador japonés Masao Tsuda se indignó al saber que la casa de Los 25 Ombúes, descubierta por Fernando Pozzo en 1929, se había convertido en una tapera con intrusos y corría el riesgo de quedar destruida. Denunció el hecho en una carta de lectores. El entonces gobernador Oscar Alende lo llamó y comenzó a revertirse el proceso, que llegaría a feliz término con la gestión de Violeta Shinya (sobrina japonesa de Hudson)”.

Sus restos descansan, junto a los de su esposa, en el cementerio de Whorting

 

Sigue diciendo De Dios: “El diplomático era presidente de la Asociación Hudsoniana de Tokio. El dato es simbólico, porque nuestro gran autor es leído en las escuelas y respetado por todos desde el término de la Segunda Guerra Mundial. En aquel momento, Japón decidió profundizar el conocimiento del idioma inglés sin perder sus costumbres. Y Hudson era la respuesta, porque en sus 24 libros también amaba a la naturaleza”.

“El mismo Tsuda recomendó a la profesora Violeta para la nueva tarea. Era hija de Yoshio Shinya, el primer inmigrante japonés que llegó al país en la Fragata Sarmiento porque había sido un cicerón imprescindible en Tokio. Aquí se casó con Laura Delholm, sobrina de Hudson, y fueron padres de Violeta en 1910, que se convertiría luego en la primera universitaria nikkei, argentina de ascendencia japonesa. La sobrina nieta del escritor dirigió el parque hasta su muerte, a los 80 años, en 2003”.

Cabría señalar que Tsuda escribió el libro “Las huellas de Guillermo Enrique Hudson”, atraído por el naturalismo y el misticismo del escritor. A su vez, la colectividad japonesa en nuestro país se sintió también atraída por esa suerte de panteísmo tan oriental y cercano a la cultura japonesa de Hudson, que alguna vez escribió: “El cielo azul, el oscuro suelo debajo, los pastos, los árboles, la lluvia y las estrellas no son extrañas para mí, porque yo estoy en ellas y mi carne y el suelo son uno y el calor de mi sangre y el ardor del sol son uno y el viento y la tempestad y mis pasiones son uno”

Respetado como científico, admirado como escritor, Hudson, que había nacido el 4 de agosto de 1841, murió el 18 de este mismo mes, en 1922, hace casi un siglo. Sus restos y los de su esposa Emily Wingrave descansan en el cementerio de Worthing, al norte de Londres.

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