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Una caminata en círculo

Una caminata en círculo

El aislamiento de la pandemia pudo haber sido un buen momento para reflexionar

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

17 de Octubre de 2021 | 08:58
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Durante meses nos preguntamos cómo y cuándo terminaría la situación sin precedentes en la que nos vimos sumergidos de pronto a partir de marzo de 2020. Y mientras las olas de lo inesperado, lo impensado y lo imprevisible nos arrastraban hacia orillas desconocidas, surgían diferentes especulaciones sobre cómo nos encontraríamos, cómo seríamos al final de la misteriosa travesía. Así pasaron los meses, y al cabo de un año y medio un día nos despertamos con la noticia de que todo lo que se nos había prohibido estaba permitido, todo lo peligroso había dejado de serlo, todas las amenazas sobre nuestra vida y nuestra salud habían caducado. Donde antes no podíamos reunirnos ahora podíamos amontonarnos a gusto y placer, las horas prohibidas se convirtieron en horas libres, podíamos volver a los bares y restaurantes que no habían cerrado o quebrado a raíz de las prohibiciones, abrazarnos e intercambiar rocíos de saliva celebrando un gol, viajar cómo y a dónde se nos ocurriera sin toparnos con trincheras humanas o materiales que nos lo impidieran. Las aulas clausuradas durante un año, como si fueran el origen del mal, se abrieron de un día para el otro y ya no había peligro de que los alumnos perecieran masivamente. Los argentinos que estaban en el exterior por trabajo o por temas familiares y habían sido considerados desertores o traidores a la patria, a quienes se les impediría el regreso, podían volver sin problemas. ¿Había sucumbido el virus, derrotado por vacunas oportuna y equitativamente aplicadas al 100% de la población? Ni soñarlo. ¿Era el resultado de una política sanitaría de excelencia, librada de mala praxis y oscuros tejes y manejes con laboratorios? Error. ¿Se había certificado la esperada inmunidad de rebaño? Ni ahí. ¿Ya nadie era víctima de Covid-19 ni moría por esa causa? Respuesta equivocada. ¿Un milagro? Tampoco.

EL FACTOR MENOS PENSADO

Tan inesperado como el comienzo fue el final (¿final?) de la pesadilla. La solución estaba en donde menos se la esperaba. En el resultado de unas elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO). Sin saberlo, los ciudadanos que masivamente se inclinaron por candidatos ajenos al oficialismo infligiéndoles una derrota fueron los grandes gestores de la súbita transformación. Tanto en su versión nacional como provincial el gobierno castigado borró con el codo lo impuesto con la mano (y transgredido impunemente por varios de sus integrantes) para congraciarse con los votantes como quien intenta ganarse la voluntad infantil regalando caramelos.

Quizás esto llegue a funcionar. El egoísmo es una pandemia más antigua y más silenciosa, que viene asolando a las sociedades contemporáneas desde hace décadas y se acentuó especialmente en lo que va de este siglo, al calor de un consumismo voraz, del aislamiento y encapsulamiento mental producido por la explosión de las redes sociales, que aíslan a las personas entre sí bajo la apariencia de una comunicación que solo es conexión, y de ciertas prácticas pseudo espirituales y pseudo terapéuticas que inducen a ocuparse de uno mismo en nombre de un crecimiento personal que, para seres sociales por naturaleza como los humanos, es impensable sin el otro, el prójimo. Pero el egoísmo puede inducir a muchas personas a olvidar principios e ideas una vez que se les masajea (mediante dádivas, concesiones, promesas y permisos) el interés personal.

Mientras transcurrían los meses del encierro, el aislamiento y el temor (a menudo manipulado e incentivado desde discursos intencionados y desde las “fake news” que se consumen como el pan de cada día) se escucharon voces, se viralizaron textos, audios y videos que parecían portados por el arcángel Gabriel, bíblico mensajero divino. Anunciaban buenas nuevas. El virus había sido enviado, como en su momento el Diluvio Universal o el Apocalipsis, para despertarnos, decían, para llamarnos a la reflexión y devolvernos a la solidaridad, a la fraternidad, a la generosidad, al cuidado de la tierra. De esta pesadilla despertaríamos mejores.

El chileno Daniel Loewe, doctorado en Filosofía Política y Moral en la Eberhard Karls Universität Tübingen, de Alemania. Muestra su escepticismo respecto de esto. En su ensayo “Ética y coronavirus” (lúcida y profunda exploración de este vínculo) señala: “Hay que estar bastante obnubilado por los deseos de cambio para suponer que, por un virus, que nos hace aislarnos de los otros para buscar protección, vamos a ampliar nuestra comunidad global en lugar de volcarnos sobre nosotros mismos (…) Tampoco hay razones para pensar que después de la pandemia la sociedad será una mejor sociedad”. El pensamiento mágico nunca ha transformado la realidad. Y, tanto en el orden personal como en el social, ningún cambio verdadero y profundo puede producirse si no comienza por el reconocimiento de aquello que se quiere cambiar y la aceptación de la propia responsabilidad en el estado de las cosas que se pretenden modificar.

TRABAJO POR HACER

No es demostrable que el coronavirus haya sido un mensaje ni una advertencia. Pero si pudo haber sido una oportunidad de reflexionar, tanto individual como colectivamente, sobre ese tipo de conductas, actitudes, acciones, decisiones y elecciones de las cuales somos protagonistas y acerca de cuyas consecuencias (siempre negativas) terminamos preguntando, con fingida ingenuidad: ¿qué nos pasa? La respuesta nunca será externa. Requerirá sinceramientos a menudo dolorosos, cambios trabajosos, abandono de conductas, creencias, prejuicios y actitudes que se han naturalizado. “Las crisis, siendo excepcionales, son muy malos momentos para establecer tendencias y aventurar qué es lo que va a pasar con la calidad ética de la sociedad”, apunta Loewe. Y agrega: “No hay razones para aventurar que la sociedad va a transformarse en algo demasiado distinto a lo que conocemos”.

Como para darle la razón, hay algunos hechos que siguieron a la ligereza conque se permitió lo que hasta dos minutos antes se prohibía. En los estadios no se respetan los aforos, los hinchas se apretujan sin barbijos ni certificados de vacunación y la transgresión queda impune debido a intereses políticos y deportivos que así lo determinan. La liberación de la circulación nocturna no acompañada de medidas y políticas de seguridad redunda en el crecimiento inmediato de asaltos y asesinatos. Los boliches nuevamente habilitados, y con controles tan leves como siempre, remplazan al territorio liberado que eran las fiestas clandestinas para todo tipo de consumos y de riñas. Son apenas algunos ejemplos. Una cultura, una manera de vivir, una anomia pandémica, una política clientelista se establecen a lo largo del tiempo, por repetición de conductas, y echan raíces profundas en una sociedad que no las previene. No se erradican con un virus, por letal que resulte. Solo una extendida toma de conciencia que se traduzca en nuevos hábitos, nuevas conductas y modelos de vida y de relación pueden transformarlas. Mientras tanto, es posible que nos encontremos igual que cuando esto empezó, pero dos años más viejos tras haber caminado en círculo.

 

(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"

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