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Séptimo Día |SELVA DIPASQUALE Y TAMARA DOMENECH

“El latido de la cantante”: una obra a cuatro manos

Este es el tercer título de una trilogía en la que conviven entrevistas, poemas, textos, dibujos y la música de quienes comparten su arte en el espacio público

“El latido de la cantante”: una obra a cuatro manos

Selva Dipasquale y Tamara Domenech. Las poetas realizaron un trabajo a cuatro manos donde se entrecruzan poemas, dibujos y entrevistas / Web

JUAN CARLOS MOISÉS

20 de Noviembre de 2022 | 06:07
Edición impresa

“El latido de la cantante” es el tercer libro de una trilogía que escribieron a cuatro manos Selva Dipasquale y Tamara Domenech. Se diría, también, a cuatro ojos, porque es singular la variedad visual, real o sugerida, de su contenido, y muy específicamente por el modo en que las autoras resuelven presentar entrevistas, poemas, textos y dibujos.

El libro reúne “la obra de personas y grupos que cantan y tocan música en el espacio público”. Ese espacio, que es de todos y de nadie en particular, se enciende en la valoración de las autoras: “La sonoridad permanente de la ciudad deja su estela, la música y el canto se abren en los espacios urbanos como flores inesperadas”.

La indagación comenzó en pandemia, pero tuvieron que esperar a que los músicos volvieran a las calles. Con un cuestionario base pudieron entrevistar a cinco hombres, pero no mujeres, aclaran en la introducción, como pregunta con respuesta pendiente. Había que detenerse, inmiscuirse, hurgar, para conocer de otro modo ese mundo en apariencia sumergido, borroso. Uno de los epígrafes que lo preceden es de Pascal Quignard: “Todo sonido es lo invisible. Las orejas no tienen párpados”. Los varios dibujos incluidos dan imágenes a esos sonidos: mediante líneas continuas, sin levantar la pluma, siguen las ondulaciones de melodías como formas libres que de la

página parecen saltar a los oídos. El libro está muy bien armonizado mediante formas breves que le dan fluidez al conjunto. El motivo es la música interpretada en condiciones muy particulares. La calle también es un escenario, pero ofrece el arte de lo instantáneo, como una estrella fugaz de la que no se aprecian los detalles. Es “lo inaudible que siempre está por llegar”, dicen las autoras. Los poemas entran y salen de la trama de voces y sonidos, de luces y sombras, que ofrecen los músicos.

Raúl Ressia, entrevistado, dice: “La música es dar y recibir cosas buenas”. Un artista siempre espera recibir en proporción a lo que ofrece. Y el público no siempre ofrece por lo que recibe. El artista de la calle y el público no están en igualdad de condiciones ante lo pasajero. En la calle la escena solo se ilumina de a ratos. Y cuando se ilumina, según Ressia, sucede que “hay quienes se ponen a llorar y te dicen que les alegraste el día.” En Avenida Boedo e Independencia lo escuchan “que toca la guitarra ahuyentando el silencio de la ciudad”. Y en el poema que acompaña el texto la música produce su efecto: “Llueven / estrellas negras / sobre el corazón / de la ciudad”.

La moneda tiene dos caras. “Lo que me gusta de mi trabajo es que es un poco más libre, sos escuchado, y lo que me disgusta es cuando te miran mal”, dice Matías Cáceres. Recuerdo haber leído que Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, de vaqueros, remera y gorra de béisbol, interpretó a Schubert en el metro de Washington, y los pasajeros pasaban, no sólo sin advertir quién era, sin siquiera detenerse a escuchar su música. No sólo tienen que hacer bien su arte, también tienen que sobreponerse a la indiferencia, al prejuicio o al clima social.

El libro tiene el movimiento de la música. En el tren escuchan: “hoy por la mañana sentí nuevamente / esas pocas ganas de quererme bien / Y sin proponérmelo, / me siento muy fuerte / sólo por saber que amo a mi mujer.” Y reviven “ese momento / treinta años después / de solo repetir el nombre Vox Dei”. Esto ocurre, claro, cuando el músico es escuchado.

“Trabajo en el subte hace diez años”, dice Oscar Sce, que se formó “desde los 8 años en la música clásica”, aunque le gustan los músicos de todos los géneros; del tango, Gardel, Troilo, Piazzola y el guitarrista Roberto Grela. Cuando quieren grabarlo en el subte Línea D, Estación Palermo, Oscar termina su interpretación y se dirige a otro vagón. El espacio público tiene la celeridad de la vida misma. El dibujo parece un laberinto sin salida, pero la poesía viene a despejar esas líneas engañosamente confusas para fijar el instante: “Un árbol / en la boca / del músico / se abre / y te golpea la brisa / de ramitas tintineantes”.

“Hace tres años que me dedico a pleno al arte callejero (…), por suerte me da para pagar alquiler, comer, salir y juntar algo de dinero”, dice Francesco Bassilio, para quien la calle es una caja de sorpresas: “la gente anda cada vez más metida en su propio mundo”, y asimismo gracias a la música viajó por medio continente y conoció gente hermosa. Las autoras lo escuchan y el poema surge: “Me subo, floto y salto jugando a la rayuela inestable. Estoy en el cielo. La gente me llama pero no puedo volver”.

Ariel Mich toca en el subte, bajo el Obelisco, y tiene además una banda. Toca temas de Gilmour, Ceratti, Van Hallen, Hendrix, Lennon, entre otros. Dice que le gusta la reacción de la gente. El poema lo entrevé en “un mar en el que hay peces / medusas / y tortugas / mientras la gente deja dinero dentro de estuches / los músicos abren lo que pasa.” El dibujo hace volutas, trepa en el aire, envuelve y parece reír.

En el epílogo, Laureana “Buki” Cardelino dice: “Los días son siempre diferentes y la calle sorprende.” Y Dolo Trenzadora: “ganarse la vida también es saber habitar y cuidar estos lugares”. Y no podemos no estar de acuerdo, porque es uno de los logros de este libro singular.

 

“El latido de la cantante”
SELVA DIPASQUALE Y TAMARA DOMENECH
Editorial: Villa Los Aromos: Ediciones A capela, 2022
Páginas: 42
Libro digital, EPUB.

 

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