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Incertidumbre, la única certeza

Incertidumbre, la única certeza

Pier Paolo Pasolini / Web

SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)

10 de Julio de 2022 | 07:46
Edición impresa

En la noche del 2 de noviembre de 1975, en Ostia, un descampado cercano a Roma, Pier Paolo Pasolini fue golpeado de manera brutal, hasta morir desfigurado. Giussepe “Pino” Pelosi, un lumpen de 17 años, que fuera detenido, procesado y encarcelado por el asesinato, murió a su vez el 21 de julio de 2017, a los 59 años, en el hospital romano Gemelli, víctima de un cáncer. En su tumba yace el misterio de lo que ocurrió entre ellos aquella anoche fatídica, en la que Pasolini lo contactó en un bar aledaño a la estación ferroviaria de Termini, en Roma, y lo invitó primero a cenar en una trattoria y luego a dar una vuelta en su Alfa Romeo plateado. Católico creyente, homosexual confeso, marxista declarado, poeta, ensayista, novelista, inspirado cineasta y una de las mentes más penetrantes y lúcidas de su época, Pasolini tenía entonces 43 años y ya había creado algunas de las grandes obras maestras del cine universal, como “El evangelio según San Mateo”, “Medea” (con María Callas), “El Decamerón”, “Teorema”, “Accatone”. Y había declarado lo siguiente: “Devoro mi existencia con un apetito insaciable. Cómo terminará todo esto, lo ignoro.”

Respecto de la segunda parte de su declaración, a todos nos cabe el sayo. Nadie sabe cómo terminará su propia vida, a menos que se proponga ponerle fin por su cuenta. En cuanto al primer tramo de la declaración, cada persona es responsable de la respuesta. Las preguntas a contestar serían estas: ¿estás viviendo tu existencia enteramente sumergido en ella, arriesgándote a explorándola a fondo, despierto, atento, procurando develar su sentido aún en los más simples sucesos? ¿O simplemente tratas de conservarla, previniéndote de cualquier riesgo, pertrechándote contra el diario acontecer, buscando anticiparte al devenir? De ser así, ¿para qué quieres conservarla? ¿Solo para perdurar en el tiempo?

NADA NUEVO

Aunque incómodos e inquietantes, como pueden resultar para muchos, los interrogantes planteados en el párrafo anterior se acomodan perfectamente a los tiempos que vivimos aquí y ahora. Una era de incertidumbre, de ominosa ambigüedad. Nada se sabe, nada se puede afirmar, es posible esperar cualquier cosa, o ninguna, o la contraria. Las predicciones más descabelladas están a la orden del día. Se afirman y difunden cosas absurdas, sin precisar fuentes. Se desparraman creencias delirantes. La irresponsabilidad de los líderes y dirigentes campea en todos los ámbitos, son capitanes ineptos de un barco a la deriva. Hasta la naturaleza con sus manifestaciones (virus, sequías, inundaciones, incendios, tsunamis, erupciones, temblores) aporta lo suyo al muy surtido menú de lo incierto, de la imprevisible, de lo aleatorio, de lo inesperado, de lo desconocido, de lo temido.

Como Pasolini, ignoramos cómo terminará todo, no solo en lo personal, sino también en lo colectivo. Y acaso nos asalte la sospecha de ser objetos de un acontecer inédito. Sin embargo, al revisar la historia de la humanidad podemos comprobar que no poseemos semejante privilegio. Ya la vida era incierta para nuestros primeros y rudimentarios antecesores “sapiens”, que estaban a merced de predadores y fenómenos naturales capaces de eliminarlos en un instante. Y en toda su trayectoria, incluida la actual etapa de desbocado desarrollo tecnológico, la evolución de nuestra especie ha estado bajo la sombra de un gigantesco signo de pregunta.

La incertidumbre es un ingrediente esencial y definitorio de la vida. Lo que sabemos respecto del futuro es nada respecto de lo que ignoramos, por mucho palabrerío que gasten los futurólogos, los tecno eufóricos e incluso los celebrantes de las disciplinas esotéricas. En todos esos campos (como en la economía, la política, e incluso la ciencia) se verifica frecuentemente lo que el lúcido e implacable ensayista libanés Nassim Nicholas Taleb (que alumbró la categoría de “cisne negro” para los eventos altamente improbables que aun así ocurren) define como “estupidez de confundir profecías con previsiones”. Al referirse a la pretensión de predecir el futuro, y por lo tanto de controlarlo, Taleb dice en su libro “¿Existe la suerte?” que la probabilidad, en la que tantos “expertos” se centran, trata siempre sobre el pasado y de ahí deduce que es posible que algo ocurra porque ya ocurrió en otro momento, pero nada puede aportar sobre el futuro, porque lo que no ocurrió es indemostrable.

Pese a esto, la compulsión humana a prevenirse de lo que no ocurrió, y a imaginarlo de mil maneras posibles dándolo por cierto, no afloja. Y el resultado suele ser una vida temerosa, empequeñecida, paranoica, de certezas ilusorias. Así, si compramos en cuotas no se debe solo a que quizás no disponemos de del dinero para pagar al contado sino, porque, como bien lo explica el economista, filósofo y epistemólogo belga Christian Arnsperger en su trabajo “Crítica de la existencia capitalista”, en un nivel inconsciente creemos estar comprando tiempo de vida. En ese plano nos decimos que estaremos vivos durante el tiempo que duren las cuotas para así pagarlas. Y creemos que nadie nos daría esos plazos si no creyera que viviremos para pagarlos. Como esta, nos rodeamos de trampas inconscientes destinadas a reforzar la ilusión de que podremos domar la incertidumbre y lo imprevisible. Nos vacunamos todas las veces que nos instiguen a hacerlo (aunque las vacunas estén en fase de experimentación), compramos seguros contra todo lo que fuere, consultamos a una variada fauna de pitonisas y pitonisos, nos desvelamos hasta el insomnio viendo programas de televisión en donde videntes de la política o la economía describen futuros incomprobables o buscamos respuestas “googlizadas” que calmen nuestras ansiedades, aunque solo las aumentan porque se contradicen unas con otras.

CITA CON EL DESTINO

Y así seguimos, aferrándonos al “por las dudas”, al “por si acaso”, a las prevenciones más ilógicas y delirantes. Compramos toda apariencia de certidumbre, orden o permanencia que se nos ofrezca y una parte sustancial de la vida se nos va en preservarla antes que en explorarla, en hacerla más larga y no más ancha. En prevenirnos de vivir. A pesar de todo eso se sigue cumpliendo aquello que aseveraba el gran fabulista francés Jean de la Fontaine (1621-1695), autor de “La zorra y el cuervo” y “La cigarra y la hormiga” entre otros relatos inmortales: “A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.”

Desesperados buscadores de certezas, contamos con una sola: la de que somos finitos en el tiempo y, aunque no sepamos cuándo, vamos a morir. Es la certeza que tratamos de ignorar a través de los medios y las conductas más absurdas y patéticas. Esta certidumbre debería ser un estímulo para descubrir el sentido de nuestra vida, la de cada uno, y no para inmovilizarla. “Se mide la inteligencia del individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”, apuntaba el pensador alemán Emmanuel Kant (1724-1804), uno de los pilares de la filosofía moderna. Obsesionados por cerrarle el camino a cada riesgo real e hipotético, lógico o absurdo, previsible o impredecible, terminamos por olvidar que la cuestión central, más allá de sobrevivir, es cómo y para qué vivir.

 

(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"

 

 

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