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La nariz en vidas ajenas

La nariz en vidas ajenas

“The Truman Show: Historia de una vida”, El filme protagonizado por Jim Carrey / web

Sergio Sinay*
Sergio Sinay*

22 de Enero de 2023 | 03:26
Edición impresa

Apenas nació Truman Burbank fue entregado a un matrimonio de actores contratados para desenvolverse como si fueran sus padres. Ellos lo criaron y Burbank creció y vivió una vida feliz, perfecta, sin contratiempos, en una pequeña ciudad suburbana llamada Seahaven en la que todo era armonía y la convivencia entre los habitantes resultaba ideal. Burbank tuvo una familia y desarrolló una eficaz carrera como agente de seguros. Lo que se dice una vida soñada. Y en realidad lo fue, porque el único que ignoraba que aquella existencia no era real y que todo en Seahaven resultaba falso era el propio Truman Burbank. La ciudad en la que vivía era una escenografía de cartón piedra construida bajo una gigantesca cúpula que la aislaba del mundo real. El cielo siempre azul era también escenográfico y el eterno sol un poderoso reflector eléctrico. El reluciente pasto de los jardines, las calles limpias y ordenadas, todo pura apariencia. Los vecinos no vivían allí, eran extras que se cruzaban estratégicamente con Burbank, e incluso la mujer de la que se enamoró y con la que formaría pareja era una actriz que seguía las líneas de un guión.

Durante treinta años todo esto funcionó. Truman Burbank ignoró que era protagonista de un show televisivo, un reality, de un alto rating alimentado por espectadores que seguían día a día y hora a hora la vida de él, que, manipulado desde el primer minuto de su nacimiento, no era una persona, sino un personaje creado para alimentar el consumo de esos espectadores, dispuestos a malgastar incontables horas de sus vidas espiando las peripecias de otro. El creador de ese exitoso espectáculo fue Christof, un productor obsesivo e implacable, dedicado casi por entero a hacer que el mundo ficticio de Burbank funcionara a la perfección y el rating se mantuviera. Lo consiguió durante treinta años, hasta que una serie de imponderables (la vida real es así, aun para quienes se creen demiurgos) puso al protagonista de cara a la verdad.

TIEMPO DE REALIDAD

Durante todo ese tiempo Truman fue una marioneta manipulada para satisfacer la avidez de miles de personas dispuestas a devorar como caranchos la vida de un prójimo. Para desesperación de Christof, que no admitía la autonomía y la libertad de su criatura y lo amenazaba con una desvergüenza psicopática, Truman Burbank (como alguna vez lo hizo Frankenstein, el monstruo triste) escapó de Seahaven hacia el mundo real, dispuesto a ser el dueño de su vida. Cuando Christof explicó las razones para haber creado aquel reality dijo: “Estábamos aburridos de ver actores interpretando emociones falsas”. Tanto él como los espectadores querían alimentarse de las emociones reales de una persona real, aunque para eso hubiera que usar a esa persona despojándola de una vida cierta.

Este es argumento de “The Truman Show”, película que el talentoso director australiano Peter Weir (un lúcido analista de fenómenos sociales y colectivos, como demostró en filmes como “La sociedad de los poetas muertos”, “La ola”, “La costa mosquito” y “Testigo en peligro”, entre otras) filmó en 1998, con Jim Carrey en el papel de Truman y Ed Harris en el de Christof. La película habilita reflexiones sobre varios temas. Por ejemplo: la realidad como ilusión, el derecho a una vida propia y autónoma, la manipulación irresponsable que se suele ejercer desde los medios sobre la mente de los espectadores, y la misma irresponsabilidad de esos espectadores cuando se entregan sin espíritu crítico a lo que se les ofrece consumir.

Quizás sea este último tema el que en estos días conecta poderosamente al “El Truman show”, con la realidad contemporánea. Apenas lanzado simultáneamente en varios idiomas y países, cosa que ocurrió viernes 13 de este mes, el libro “En la sombra” se convirtió en el que más ejemplares vendió en un solo día en el mundo de habla inglesa: un millón y medio de copias en 24 horas. También en Argentina centenares de personas corrieron a las librerías para pagar $8.599 por un tomo de 560 páginas en las que el príncipe Harry cuenta en plan bizarro, sin pudor, con agrio rencor, tanto sus propias bajezas (como vanagloriarse haber matado a 25 personas, como si fueran patos en una cacería, en Afganistán) y varios aspectos oscuros y miserables de la realeza de Windsor, de la cual él forma parte y que series como “The Crown” se cuidan de eludir.

En simultáneo con este dramón de palacio (y de los sótanos morales de ese palacio) Shakira, cuyas andanzas amorosas parecen ser menos exitosas que sus canciones a juzgar por lo que se conoce y recuerda de ellas, salió a facturar, según propia confesión, poniéndole una letra rudimentaria y una música elemental (con colaboración del pasadiscos Bizarrap, cuyo nombre artístico lo dice todo) a su trifulca post-divorcio con Gerard Piqué, futbolista en larga decadencia y empresario en alza. El despechado monólogo de la cantante colombiana, abundante en rimas simples e infantiles y carente de cualquier asomo de metáfora, devino, como el libro de Harry en otro plano, en avasallante fenómeno internacional que ocupó horas y páginas en medios gráficos y audiovisuales, en redes sociales y, lo más grave de todo, en las mentes y horas de vida de miles de personas que quizás no tienen cuestiones más importantes en su existencia o acaso las tienen y esto les viene de perillas para fugar de ellas.

PREGUNTAS EN ESPERA

En el orden local también hay contenedores con abundante desperdicio existencial para quienes tienen la compulsión de husmear en los sótanos y cloacas de vidas ajenas. En su versión de este año el programa “Gran Hermano” (deplorable uso de la categoría que el gran escritor inglés George Orwell creó en su novela “1984” con un significado muy distinto del presente) volvió a conseguir una cuadrilla de voluntarios dispuestos a destriparse emocional y psíquicamente durante las veinticuatro horas de cada día ante la mirada personas que, mientras se convierten en carne de ratting, encuentran un analgésico para el dolor que provoca el vacío existencial.

Probablemente de eso, del vacío existencial extendido como una pandemia de estos tiempos, es de lo que hablan fenómenos como Harry, Shakira y Gran Hermano. La impudicia de unos por desnudar su intimidad, su carencia de espacios interiores sagrados a resguardo de la intromisión ajena, su necesidad de existir solo bajo la mirada del otro, sin importar si esa mirada horada los rincones más oscuros de uno mismo. Y del otro lado la angurria de quienes no soportan explorar sus propias intimidades, preguntarse por sus necesidades, poner al día sus propósitos e interrogarse, al menos una vez, por el sentido de la propia vida. Porque la vida es una, el tiempo transcurre sin detenerse y hay preguntas que se abren ante nosotros desde temprano y se expanden a medida que pasan los años. Preguntas que solo puede responder cada persona y cuyas respuestas no pueden intercambiarse: ¿para qué nací? ¿Cuál es la huella que dejaré, en qué y en quiénes? ¿Hará esa huella que el mundo quede, tras mi paso, un poco mejor de cómo lo encontré? Se responde con una manera de vivir, con un modo de honrar el tiempo que nos es concedido. Y la respuesta es una cuestión de responsabilidad individual. No la dará ni Harry, ni Shakira, ni la tropilla de Gran Hermano.

 

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