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Los platenses, en las colas antes de ingresar a votar en el cuerto oscuro / Roberto Acosta
SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
En la noche del domingo 22, mientras se empezaban a conocer y confirmar los cómputos de las elecciones, se reproducían las reacciones en las redes sociales. Había de todo. Festejo, decepción, sorpresa, estupor. En los medios los conductores, los analistas, los politólogos profesionales y los de ocasión intentaban, con mayor o menor desparpajo, acomodar sus reflexiones a los resultados, de modo que pareciera que nada les sorprendía y que todo respondía a sus previsiones. Entre cientos de miles de posteos, con sus diferentes cargas ideológicas, de estado de ánimo, de mal o buen humor, había uno que decía: “Este país no es para mí”. Cosechaba decenas de “me gusta” y una larga lista de comentarios favorables. No era el único que se expresaba en ese sentido, aunque este resultaba, por su contundente y sintética conclusión, un buen ejemplo de una sensación compartida por buena parte de la sociedad.
Como en tantas situaciones, muchas más de las que tenemos consciencia, la vida nos pone ante la obligación de decidir. En la mayoría de los casos no habrá garantías sobre el resultado de nuestra elección. En la sucesión de circunstancias existenciales a las que nos vemos sometidos no hay promesa sobre lo que obtendremos (cuando las hay suelen ser falsas, interesadas o manipuladoras). Sin embargo, nuestra mente es una verdadera maraña de sesgos, esos atajos que ella fabrica y toma para escapar de la tarea que significa dudar, evaluar, comparar, experimentar, y todo aquello que, en suma, define al pensamiento crítico. Los sesgos limitan la facultad de pensar y la orientan en una dirección única y rígida. Son la argamasa de prejuicios y preconceptos. Sesgos y emociones en estado bruto (sin el tamiz reflexivo que proporciona el razonamiento) resultan factores determinantes de nuestras decisiones y elecciones más importantes. Entre ellas el voto.
Un sesgo es dar por sentado que el candidato que votamos será el ganador. Y que su triunfo significará la solución de nuestros problemas y el cumplimiento de nuestras ilusiones. Las personas (aunque resulte incómodo escucharlo, leerlo o pensarlo) votan pensando en sí mismas, aun cuando hablen en plural (“Nuestro país”, “Nuestra sociedad”, “Nuestro futuro”, “Que nos vaya bien a los argentinos”, etcétera). A lo sumo la palabra “nuestro” abarca a la familia, los amigos y poco más. Hay una tendencia atávica a construir tribus y blindarlas herméticamente para protegerlas de los otros, los ajenos, para que “ellos” no nos amenacen ni nos priven de lo “nuestro”. En momentos de crisis esa pulsión se hace más intensa y terminante. También en esas circunstancias el pensamiento mágico se impone al pensamiento crítico. Y se ve en el candidato elegido al mesías, a los Reyes Magos, a Papá Noel, a David Copperfield o al personaje providencial que, librándonos de todo esfuerzo y responsabilidad, nos permitirá despertar al día siguiente de las elecciones en el Paraíso perdido.
Una vez conocidos los resultados se avizoran dos sesgos. Uno el de los ganadores, que suelen confundir mayoría con totalidad. Pero ocurre que toda sociedad está integrada por personas diferentes entre sí. La humanidad entera está compuesta de ese modo. Si se hace necesario votar es precisamente porque no somos todos iguales, no pensamos todos de la misma manera, tenemos aspiraciones, necesidades y prioridades distintas y se nos ofrecen también caminos diferentes para abordarlas. Toda comunidad humana es la suma de una variedad de minorías. Y la que gana una elección es una minoría más numerosa que otras, pero menor a la suma de las demás minorías. Ser la minoría más numerosa no otorga derechos sobre las otras. Una de las funciones de la democracia, y la razón por la cual es necesario entenderla y defenderla, es que nació para garantizar la existencia y los derechos de las minorías. Su opuesto, el totalitarismo, es el que confunde mayoría con totalidad.
El otro sesgo está expresado en el posteo mencionado en el comienzo de este texto: “Este país no es para mí”. Expresa la creencia de que solo es posible y admisible vivir en un país que funcione a imagen y semejanza de las propias expectativas, deseos y exigencias. Y que cuando se vota es para vivir en un país así o de lo contrario hay que darle la espalda o irse. Lo real es que vivimos en el país que vivimos y que las sociedades no son abstracciones, no existen en el aire ni existen por sí mismas. Su cultura, sus hábitos, sus tendencias, su identidad, se forjan a partir de los comportamientos, las costumbres, los modos de convivencia que sus integrantes expresan en el día a día. Para bien o para mal, para gusto o para disgusto, para alegría o para tristeza habitamos el país y la sociedad que cada uno construye y sostiene con su comportamiento cotidiano en la familia, en el trabajo, en el barrio o consorcio en el que vive, en sus interacciones con otras personas, en su respeto a las leyes y a las normas.
Es desde allí, desde los 40 centímetros cuadrados que cada uno ocupa en el espacio, donde podemos influir en la totalidad de la que somos parte, de la misma manera en que un grano de arena hace la playa o una gota de agua hace el mar. Si ese grano de arena dijera “Esta playa no es para mí” o la gota de agua dijera “Este mar no es para mí”, no solo le restarían a la playa y al mar, sino que fuera de esa playa y ese mar no serían nada.
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La afirmación de que “Este país no es para mí”, no solo confirma que se votó pensando en el propio ombligo y no en el cuerpo entero, sino que transmite un tufillo de superioridad moral, lo que siempre deviene en moralismo. Da a entender que los otros (el resto de la sociedad) no están a la altura del dicente. Además de enojo y frustración transmite desprecio. Pero ocurre que ningún país (ni el más avanzado, equitativo, justo o equilibrado) está forjado a gusto de quienes lo habitan. En el mejor de los países todos deben ceder algo en beneficio del bien común, y lo hacen respetando las leyes, pagando los impuestos, honrando los códigos de convivencia, interpelando a los gobernantes y recordándoles que estos son empleados de la sociedad, a la que deben rendirle cuentas, y no dueños de ella. En sociedades sanas y funcionales los convivientes se adaptan a la comunidad (el origen de esta palabra es “común unidad”) y no ésta a ellos. Curiosamente, o quizás no, el síntoma de la pretendida superioridad moral está presente en los dos grandes sesgos mencionados aquí. En quienes sienten que pertenecer a la minoría más numerosa los hace propietarios de una verdad y les da derechos sobre todo y sobre todos, y en quienes se sienten ofendidos, traicionados y ajenos al devenir común porque su voto no se confirmó como la única verdad admisible.
Como bien señala el filósofo francés André Comte-Sponville, la democracia solo es posible si se la acepta incompleta y limitada, si se entiende que no solo se trata de votar, sino de un modo de vivir y convivir, que no trae la solución a todos los problemas personales y colectivos y, sobre todo, que “la democracia no es una religión, el pueblo no es un Dios, el sufragio universal no es una consagración”.
(*) Escritor y ensayista, su último libro es "La ira de los varones"
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