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Las grandes ciudades, entre ellas la de Buenos Aires, inspiradoras de obras literarias. Algunas reales y otras imaginarias, como Macondo. El sello intemporal de Borges y de Arlt en la historia porteña
Jorge Luis Borges / web
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
Los críticos afirman que desde inicios del siglo pasado las grandes ciudades del mundo se volvieron tema literario. Ellas inspiraron a escritores famosos o, acaso, fueron estos los que le dieron identidad fidedigna a cada una de ellas. Una suerte de toma y daca entre dos polos necesitados uno del otro.
Dublin es Joyce como Buenos Aires es Borges. Praga es Kafka, Estambul es Orhan Pamuk y también hubo grandes escritores que inventaron ciudades de fábula, como Macondo, que es García Márquez.
Pero entre las ciudades de verdad enriquecidas por la literatura –por novelas, poemas, ensayos y obras de teatro- desde luego que, de todas las argentinas, Buenos Aires es la más representativa, la más universal.
Existe además un reducido cuarteto de ciudades en el planeta, que tiene un folklore local, vertebrado en letras y músicas salidas del amasijo profundo de sus calles, de las razas que se fraguaron, de sus mitos.
Ellas son y serán para siempre Buenos Aires, con el tango como bandera, Lisboa con el fado, Paris y Atenas con las canciones populares francesas y griegas.
Las cuatro ciudades se hermanan también en el hecho de que cada una de ellas tuvo y tiene un trovador eminente, un intérprete paradigmático de ese folklore callejero. Ellos fueron Gardel, Amalia Rodrigues, Edith Piaf y Nana Mouskouri, respectivamente. Ciudades y artistas como espejos enfrentados.
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En el caso porteño, si hubiera que remontarse a los orígenes, a las pretéritas raíces coloniales, fue Borges el que se encargó de mostrarlas, ya nítidas y a la vez sugeridas, en su poema “Fundación mítica de Buenos Aires”, en donde se pueden percibir los primeros rastros de la nacionalidad.
Así empieza: “ ¿Y fue por este río de sueñera y de barro/ que las proas vinieron a fundarme la patria?/ Irían a los tumbos los barquitos pintados/ entre los camalotes de la corriente zaina”.
Hay que seguir, porque el poema es revelador: “Pensando bien la cosa, supondremos que el río/ era azulejo entonces como oriundo del cielo/ con su estrellita roja para marcar el sitio/ en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron./
Llegarán después la historia, la humanidad, el desconsuelo: “Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron/ por un mar que tenía cinco lunas de anchura/ y aun estaba poblado de sirenas y endriagos/ y de piedras imanes que enloquecen la brújula”.
Ya está el extravío, la alucinación, entrevista e instalada hace más de 500 años: “Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,/ durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,/ pero son embelecos fraguados en la Boca./ Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo./ Una manzana entera pero en mitá del campo/ expuesta a las auroras y lluvias y suestadas./ La manzana pareja que persiste en mi barrio: /Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.”
Ya los argentinos eran los que son y también lo que dejaron de ser. Había que iniciar un camino, crear costumbres unívocas, afianzarse en algún pasado: “Un almacén rosado como revés de naipe/ brilló y en la trastienda conversaron un truco;/ el almacén rosado floreció en un compadre,/ ya patrón de la esquina, ya resentido y duro./
Todo habría de servir y vienen, como juntos, el final y el principio: “El primer organito salvaba el horizonte/ con su achacoso porte, su habanera y su gringo./ El corralón seguro ya opinaba “Yrigoyen”,/ algún piano mandaba tangos de Saborido./ Una cigarrería sahumó como una rosa/ el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,/ los hombres compartieron un pasado ilusorio./ Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente./”
Y entonces el poeta finaliza negando esa realidad y, a la vez, confiado en una salida metafísica: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ La juzgo tan eterna como el agua y el aire.”.
En los próximos días se cumplirán cien años de la edición de “Fervor de Buenos Aires”, el primer libro de Borges. En el prólogo a la edición de 1969, dijo un Borges pensativo: “He sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos de Schopehauer, de Stevenson y de Whitman”.
Entre los propósitos que tuvo al escribir ese libro, menciona: “remedar ciertas fealdades (q Los títulos de los poemas de ese libro son realistas, definen lugares –Las Calles, La Recoleta, El Sur, La plaza San Martín, Arrabal- pero la luz y la inmensa llanura que rodea a la ciudad se encargan de encandilar y diluir todo objeto: “Las calles de Buenos Aires/ ya son mi entraña./ No las ávidas calles,/ incómodas de turba y ajetreo,/ sino las calles desganadas del barrio,/ casi invisibles de habituales,/ enternecidas de penumbra y de ocaso/ y aquellas más afuera/ ajenas de árboles piadosos/ donde austeras casitas apenas se aventuran,/ abrumadas por inmortales distancias,/ a perderse en la honda visión/ de cielo y llanura.”
Un poco después, casi al mismo tiempo, apareció en el universo porteño Roberto Arlt –compañero de Borges en el diario Crítica- que, en cambio, sí se instaló en las “ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo” y para quien la realidad fue un ring de box, una fábrica desolada, un laboratorio de alucinados inmigrantes ricos en pobreza y en desesperación. Hace casi un siglo que con Arlt nació la distopía, el género que hoy está de moda entre los novelistas.
Otro escapado a duras penas de la ciudad borgiana, fue su más profundo amigo, Adolfo Bioy Casares, que en 1969 publico Diario de la guerra del cerdo, que cuenta la persecución desatada en Buenos Aires por los jóvenes contra los viejos. Cuenta la cruel historia de un jubilado que un día descubre que los jóvenes han decidido terminar con la vejez.
Esa historia de Bioy fue, de algún modo, retomada pero con mucho mayor gravedad por el periodista-novelista Horacio Convertini, autor entre otras de la novela Los que duermen en el polvo, en donde una raza extraña de “bichos” (algo así como zombis) toma la ciudad de Buenos Aires, con el solo barrio de Pompeya que se resiste.
En esa novela se lee de pronto: “Prendí el televisor e hice zapping en busca de alguna película que pudiera interesarme, pero no encontré ninguna y dejé la CNN en español en mute. Me capturaron unas imágenes extrañas, filmadas con pulso nervioso, desde la ventana de un piso alto: tres personas tiradas sobre una cuarta, arrancándole pedazos de carne a los mordiscones. Un sobre impreso decía: Horror caníbal en la Argentina”.
Cinco siglos después la ciudad de Buenos Aires, tan eterna como el agua y el aire, vuelve al punto de partida. Al punto donde ayunó Juan Díaz y los indios comieron. La novela de Convertini habla de un país devastado, reducido al barrio de Pompeya sitiado por criaturas hambrientas que integran una suerte de impersonal mancha ocre.
Así como los escritores se copian a sí mismos, las ciudades también lo hacen. Hace quinientos años Ulrico Schmidl, testigo y relator de la desquiciada expedición de Pedro Mendoza, primer fundador de la ciudad de Buenos Aires, contó que tras haber sido sitiados por los indios querandíes, los españoles no tenían ya que comer y que habían ahorcado a tres de ellos por actos de indisciplina.
“Ni bien se los había ajusticiado, y se hizo la noche y cada uno se fue a su casa, algunos otros españoles cortaron los muslos y otros pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí los comieron. También ocurrió entonces que un español comió a su propio hermano que había muerto. Esto ha sucedido en el año de 1535, en el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires”. Esta cruel escena fue ficcionalizada con maestría por Manuel Mujica Láinez en su Misteriosa Buenos Aires editada en 1950.
En los próximos días se cumplirán cien años de la edición de “Fervor de Buenos Aires”
Entre las ciudades enriquecidas por la literatura, Buenos Aires es la más representativa
En Buenos Aires, el tango; Lisboa con el fado; París y Atenas con sus canciones populares
Jorge Luis Borges / web
Macondo, el pueblo de García Márquez / web
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