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Espectáculos |TEATRO CRITICA

Actualidad del grotesco criollo

Por JORGE MONTELEONE

Actualidad del grotesco criollo

Pasaje de

26 de Abril de 2008 | 00:00
Las obras de Armando Discépolo (1887-1971) forman parte de los grandes clásicos del teatro argentino. Fue el máximo exponente del "grotesco criollo", esa estética tan propia de nuestra cultura: unió, en una combinación inédita, el mundo del sainete y la representación de los problemas sociales de la inmigración, la pobreza y las contradicciones del proyecto de la argentina liberal de los años veinte que desembocan en el golpe militar de 1930, con las nuevas tendencias del grotesco en el teatro occidental (desde Chiarelli a Pirandello). "El organito", estrenada en 1925, fue la única pieza compuesta por Armando Discépolo con su hermano, Enrique Santos Discépolo, el genial poeta del tango que en la crisis del treinta compuso "Yira yira" y cuya ironía cruel se adivina aquí y allá: la idea de que la caridad es "grupo" porque dar limosna "sólo le sirve a la gente para lavarse del mal que ha hecho" o la pintura del mundo picaresco de los hijos que buscan desesperadamente "ese mango que los haga morfar", muy lejos del mundo del trabajo y bordeando la ilegalidad, tienen su impronta. Pero todo el mundo de El organito es típico de las grandiosos grotescos de Armando Discépolo: la acción desarrollada en el interior del conventillo (por eso se habla de la "interiorización del sainete"), la mezcla indiscernible entre comicidad y tragedia, el uso del cocoliche para caracterizar el habla de los inmigrantes, la lucha feroz entre padres e hijos, la derrota y desaparición de grupos sociales por vía de la exclusión.

Como en todas sus obras, la historia de "El organito" es terrible, pero los extremos del ridículo tocan a los personajes que provocan a la vez risa, horror y piedad. Un inmigrante italiano, que utiliza el lejano organito con su lorita de la suerte, en su afán por aumentar sus magros ingresos, decide expulsar de su "sociedad" al cuñado y aliarse con un "hombre orquesta". "Yo siempre he dado lástima" dice Saverio. Comenzó pidiendo limosna, obligando a sus hijos a parecer discapacitados, y ahora esconde moneda tras moneda ganada con su organito, privando a su familia del sustento inmediato, para que en un brumoso futuro los hijos no repitan su destino. Pero la miseria engendra miseria y amoralidad. No hay virtud en la pobreza, salvo desesperación y locura, o una rabiosa mezquindad destructiva de cualquier núcleo afectivo. El inmigrante fracasa; sus hijos lo odian y están a punto de transformarse en lo que más teme: ladrones los hijos varones, prostituta la hija; su mujer se vuelve alcohólica y está unida a él por fatalidad y sacrificio; su cuñado planea matarlo aunque ni siquiera tiene fuerzas para ello; el hombre orquesta se asocia porque desea a su hija, pero es un autista social.

Norberto Barruti resuelve su puesta con inteligencia y un profundo respeto por el clásico de los hermanos Discépolo. Su primer acierto fue la elección de los actores: cada uno de ellos responde, con su presencia y su vestuario, a una imagen muy acabada de aquellos tipos sociales: los inmigrantes y sus hijos porteños. Bajo una luz que parece virar al sepia, en esa pobre habitación del conventillo, el espectador se asoma a otra época en la transfiguración de la escena. La actuación y la dicción del cocoliche del patético Saverio (Horacio Martínez), cuya derrota mal disimula su autoritarismo y de la sufrida Anyulina (Martha Moyano) son exactas y los acompaña en ello el sombrío Mama Mía (Oscar Mainoldi). Nicolás (Javier Batic) da el tono justo a su cinismo sentimental. Florinda (Leonor Fernández Blanco) y Payasito (Manuel Ovelar) transforman su inocencia en extravío, aunque su buen trabajo con la voz podría todavía alcanzar mayor precisión. La extravagante imagen de Felipe (Alejandro Piro), el hombre-orquesta, está muy lograda, aunque su crispación gestual tal vez se exceda hacia la caricatura. A veces la marcación actoral en esta puesta, que subraya los intensos rasgos dramáticos, difumina la rabiosa comicidad que también debe prevalecer en el grotesco, pero se trata de una elección estética.

Esta obra tiene una dolorosa actualidad y sin esfuerzo podríamos imaginar que el doliente organito de ayer fue reemplazado por el carrito del cartonero. La sola decisión de un grupo teatral universitario de representar con una dignidad ejemplar un clásico como éste debe celebrarse en sí misma, porque dispone para nuestra comunidad de una autorreflexión sobre la sociedad argentina de una agudeza aún lacerante.

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