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Por HÉCTOR AGUER (*)
Los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia son: la dignidad de la persona humana, la primacía del bien común, la subsidiariedad y la solidaridad. Subsidiaria es “la acción o responsabilidad que suple o robustece a otra principal”. En el enunciado de este principio se afirma que es imposible promover la dignidad de la persona sin brindar cuidado y apoyo a la familia, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en suma, a aquellas expresiones de organización social, económica, cultural, deportiva, profesional, política, a las que las personas otorgan espontáneamente vida y que constituyen el ámbito de la sociedad civil. Es posible constatar el desarrollo homogéneo de esta enseñanza eclesial desde la célebre encíclica Rerumnovarum de León XIII (1891) hasta el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2004 por San Juan Pablo II, que se prolonga en el magisterio de los papas Benedicto XVI y Francisco. Para expresarlo más concretamente: el Estado no debe entrometerse allí donde los particulares y las instituciones de la sociedad -los cuerpos intermedios, solía decirse- se valen por sí mismos; le corresponde con verdadera exigencia tutelar, promover, fomentar esos esfuerzos y trabajos que son manifestaciones originarias de socialidad, respetando siempre la identidad de cada uno de los sectores que integran el todo social. Por su parte, el Estado no ha de descuidar, incumplir, aquellas funciones que solo él puede desempeñar, deberes indelegables y competencias suyas esenciales. Contrastan con el principio de la subsidiariedad ciertas formas de concentración estatal, burocratización, asistencialismo, y presencia excesiva del aparato público que restan responsabilidad a la sociedad. La suplencia institucional cumplida por el Estado se justifica solo en situaciones excepcionales, y no debe extenderse más allá de lo estrictamente necesario.
He comprobado que el principio de subsidiariedad es frecuentemente incomprendido, y aun no aceptado. Desde una posición autoritaria, estatista y populista se lo considera como una expresión de liberalismo o de neoliberalismo (¿qué significará el remanido neo?); la sociedad no podría funcionar como es debido sin la omnipresencia del Estado y su imposición totalitaria. Desde la otra franja, la postura liberal o neoliberal, resulta sospechoso de corporativismo o socialismo. En realidad, este principio responde a la naturaleza de la sociedad y es un tertium quid que por elevación dista de los extremos referidos.
El desarrollo del estatismo, por momentos exasperado, se ha convertido en una constante histórica en la vida nacional, con matices diversos y sorprendentes. La tendencia a aceptar como clientes esa configuración político-social se halla muy arraigada en la mentalidad y las costumbres; son multitud quienes no advierten que así se tergiversa el régimen republicano y que, por tanto, se vive paciente o alegremente un totalitarismo bajo la cobertura de un funcionamiento insincero, ficticio, de las instituciones, y en la “manganeta” de la constitucionalidad. Es una tentación recurrente en la que incurren políticos prepotentes y gobiernos impotentes, tanto civiles como militares. Me parece no exagerar si planteo como una hipótesis que la política nacional registra, en general, esa inclinación, quizá por razones atávicas; muchas veces se la adopta o padece de modo inconsciente, irreflexivo. Por ejemplo, existen muestras patéticas de irreflexión en los cuerpos legislativos.Se discute en ellos, pero no se piensa; el lógos de la naturaleza y de la sociedad parece ausente de los debates. Empleo estos calificativos con cierta precaución, porque tales actitudes propias de la praxis política contrastan con los enunciados teóricos y las declaraciones de principios.
Un caso paradojal es que el sindicalismo, constituído como un abanico de cuerpos intermedios, asuma muchas veces una impronta totalitaria, apoyado en algunas incongruencias del derecho laboral. Relaciono esta observación con un juicio que he oído no hace mucho y que eventualmente habría que probar con buenos argumentos históricos: la Argentina padecería una malsanaperonización, que afecta desde el presidente de la República hasta el último de los ciudadanos. La adjetivación malsana se justificaría porque nuestra sociedad -así se dice- ha encarnado los vicios del peronismo, y no sus virtudes.
En mi opinión, un lance prototípico ha sido la imposición del laicismo escolar, ardorosamente sostenido por la masonería, que tuvo un protagonismo indiscutible en los años ochenta del siglo XIX. Estrada, Goyena, Achával Rodríguez, Pizarro y otros líderes católicos lucharon contra el totalitarismo laicista en nombre de la libertad. El laicismo escolar de la célebre Ley 1420 es típicamente totalitario, aunque no se puedan negar los méritos de la organización de su sistema educativo que perduró exitosamente hasta que la erosión del tiempo y las disparatadas reformas lo redujeron a la triste situación que exhibe en nuestros días. En aquella imposición ideológica se revela claramente le incapacidad de reconocer la realidad objetiva del otro y la dimensión religiosa de la persona humana y de la comunidad.
Manteniendo la mirada puesta en el ámbito educativo, señalo dos hechos actuales. La pretensión de imponer a los salteños un laicismo contrario a su tradición y a sus leyes y abolir, en consecuencia, la enseñanza religiosa, que en su realización vigente en aquella provincia observa el pluralismo democrático. En la provincia de Buenos Aires, la Constitución de 1994 establece que los escolares bonaerenses deben ser formados según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de la conciencia. Los sucesivos gobiernos han incumplido esta norma, que se refiere, obviamente, a las instituciones estatales. Por otra parte, el Estado pretende imponer en el subsistema educativo de la Iglesia –que es también educación pública- contenidos curriculares contrarios a la doctrina católica. Este atropello se apoya en ordenamientos legales ilegítimos, contrarios al orden natural, que los católicos, en conciencia, no podemos aprobar, ni someternos a ellos, ya que contradicen la verdad sobre el hombre, accesible aun a la mera razón.
Los conatos del totalitarismo laicista surgen periódicamente, aquí y allá, con su pretensión de suprimir todo signo religioso cristiano en diversos ámbitos de la administración estatal; un caso concreto es el subrepticio exilio del crucifijo, que ha debido revertirse a causa de la protesta de los ciudadanos.
¡Libertad, libertad, libertad! proclama nuestro himno nacional. Tengo muchas veces la impresión de que la muchedumbre que lo desentona, henchido el pecho de orgullo patriótico o con neutral desgano, ignora lo que está diciendo; o peor: el enano totalitario que lleva dentro lo convence de que ese grito sagrado lo autoriza a obrar como le venga en gana.
(*) Arzobispo de La Plata,
Académico de número de la Academia Nacional
de Ciencias Morales y Políticas
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