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Por EDUARDO DAVIS
Columnista de EFE
Cuando faltan dos meses para la elección presidencial en Brasil, el socialdemócrata Geraldo Alckmin apuesta a su maquinaria, el ultraderechista Jair Bolsonaro parece estancado y el socialista Luiz Inácio Lula da Silva teje utopías en la cárcel.
Los brasileños irán a las urnas el próximo 7 de octubre sin mucha esperanza, al menos de acuerdo a recientes sondeos que revelan una decepción generalizada con la política, y bajo la sombra de una economía virtualmente paralizada y un agudo desempleo.
Deberán escoger entre trece candidatos, de los cuales solamente parecen tener alguna posibilidad Bolsonaro y Alckmin, junto con la ecologista Marina Silva y el laborista Ciro Gomes, y con Lula inmerso en una batalla judicial por inscribir su nombre.
Lula lidera los sondeos con un 30 %, pero está preso hace cuatro meses, condenado a doce años por corrupción, y la ley electoral dice que su condición jurídica le impide ser candidato, frente a lo cual porfía en los tribunales, que tendrán la última palabra.
Aún así, ha designado como candidato a vicepresidente, y eventual sustituto si finalmente es vetado, al exministro y exalcalde de Sao Paulo Fernando Haddad, un hombre de poco calado político y a quien los sondeos le atribuyen un 1 % de apoyo.
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El previsible escenario sin Lula lo encabeza Bolsonaro, radical de ultraderecha, nostálgico de la dictadura que imperó entre 1964 y 1985, pero con un escaso 17 % en un cuadro con 50 % de indecisos que serán el fiel de la balanza electoral.
Bolsonaro tiene esos mismos índices desde hace meses y ha elegido como candidato a vicepresidente al general retirado Hamilton Mourao, un militar de línea dura con el que comparte la admiración por el “orden” castrense.
Según coinciden los analistas, el talante militar de su fórmula puede alejar a un electorado mayoritariamente conservador, ajeno a radicalismos, y limitar su capacidad de atraer los votos necesarios para llegar al poder.
Entre los conservadores, y aún con un 6 % de las intenciones de voto, emerge la figura de Alckmin, exgobernador de Sao Paulo, reconocido como un gestor competente pero carente de todo carisma.
Alckmin es médico, especializado en anestesiología, y hay quien garantiza que es capaz de dormir a cualquier auditorio, pero aún así ha reunido la mayor incertidumbre que se presenta a las elecciones, con nueve partidos de centro.
Esas nueve formaciones controlan el Parlamento y tienen en total unos 3.000 de los 5.560 alcaldes, lo cual conforma una maquinaria política de enorme poder y presencia nacional que puede ser clave en un país de las dimensiones de Brasil.
De hecho, siete de los partidos que apoyan a Alckmin estuvieron, entre 2003 y 2016, en los Gobiernos presididos por Lula y luego por Dilma Rousseff, destituida por irregularidades fiscales, pero tras romper con esas fuerzas conservadoras.
Al contrario que Bolsonaro, los analistas creen que Alckmin sí puede pescar entre los indecisos, pero para ello debe superar la falta de carisma que él mismo admite. “Dicen que no tengo la dosis necesaria de pimienta”, pero “tengo seriedad”, sostiene.
La ecologista Marina Silva encara su tercer intento por llegar al poder tras quedar en tercer lugar en 2010 y 2014, pero lo hace sólo apoyada por su pequeño partido Rede y los Verdes, con un 13 % de intención de voto y casi sin recursos para una campaña de aliento.
Ciro Gomes, candidato del campo progresista mejor situado en las encuestas, con un 8 %, acusa el mismo problema y enfrenta el fuego cruzado de la derecha y la izquierda, atomizada por la delicada situación jurídica de Lula.
Por fuera corre el exministro de Hacienda Henrique Meirelles, candidato del partido Movimiento Democrático Brasileño (MBB), la mayor fuerza política nacional pero lastrada por la impopularidad del presidente Michel Temer, un aliado incómodo cuya gestión sólo es aprobada por el 3 % de la población.
Con un 1 % de respaldo en los sondeos, Meirelles apuesta en su pasado junto a Lula, con quien presidió el Banco Central entre 2003 y 2010.
La propaganda de Meirelles está de hecho apoyada en Lula, imagen recurrente en unas piezas proselitistas en las que casi no aparece Temer, lo cual muchos ven como un retrato de las alianzas ajenas a la ideología que han dominado la política brasileña en los últimos 15 años.
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