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SERGIO SINAY*
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“Escuchar es mucho más que dejar hablar al otro mientras nos da la oportunidad de responderle, escuchar es prestar plena atención a los otros y darles la bienvenida en nuestro propio ser”. Esta bella y sensible descripción de la escucha pertenece a Henri Nouwen (1932-1996), sacerdote holandés que exploró con lucidez la espiritualidad más allá del límite de lo religioso. Escuchar es una forma de hospitalidad que invita a los extraños a convertirse en amigos, decía Nouwen, y enfatizaba que la belleza de escuchar consiste en que el escuchado comienza a sentirse aceptado, toma sus propias palabras más en serio porque las percibe valiosas y eso le ayuda a explorar su yo verdadero.
Nouwen comprendía que la palabra es un precioso puente de comunicación entre los humanos y sufría cuando la encontraba despreciada. En “Escritos esenciales”, libro en el que Robert Jonas reunió varios de sus textos fundamentales, el sacerdote holandés escribe: “La función principal de la palabra, la comunicación, ha dejado de realizarse. La palabra ya no comunica, no fomenta la comunión ni crea comunidad y, por tanto, no da vida”. Podría decirse, entonces, que, a oídos sordos, palabras muertas. Nouwen notaba que hoy las palabras se multiplican sin límite, pero no necesariamente son escuchadas. Oír no es escuchar. Los oídos no tienen párpados, de modo que, si no hay problemas fisiológicos, todos los sonidos penetran en ellos. Pero escuchar requiere voluntad, atención, respeto al otro. Escuchar es una ofrenda. Cuando no existe esta actitud las palabras son ruidos que apenas se registran. Así, señala Nouwen, los alumnos salen de las clases, las personas salen de las misas, los concurrentes salen de actos políticos o los amigos salen de reuniones con la sensación de haber oído “puras palabras”, nada importante.
Escuchar es prestar plena atención a los otros y darles la bienvenida en nuestro propio ser”
Escuchar es, también, hacer silencio. No simplemente enmudecer, sino abrir un espacio fértil para el encuentro. Es que muchas de las palabras más fecundas, escribe Nouwen en otro sus textos esenciales, nacen del silencio. Por eso, apunta, “cada vez me convenzo de que permanecer en silencio con los amigos es tan importante como hablar con ellos”. Por supuesto, se refiere a un silencio amable, afectuoso y, valga la paradoja, comunicativo. No al de la indiferencia, al que proviene de aislarse del mundo para conectarse obsesivamente a una pantalla, al que nace del muro que se levanta entre las personas cuando estas (sean parejas, amigos, familias, etcétera) se enfrascan en sus celulares y pueden pasar el tiempo en una especie de soledad grupal, haciendo caso omiso del otro, del presente, del prójimo (que significa próximo), convirtiéndolo en inexistente. Del silencio fértil y comunicante nacen palabras cargadas de sentido, que han germinado antes en la mente y el corazón de las personas.
“¿Por qué no puede ser así? Yo hablo, tú escuchas. Es así de fácil, ¿no?”, se pregunta el terapeuta familiar Michael P. Nichols en su libro “El perdido arte de escuchar”. Y él mismo responde: no es fácil. Hablar y escuchar, señala Nichols, es una relación única y dinámica, en la que el hablante y el oyente se intercambian continuamente los roles y hasta compiten por imponer sus necesidades y prioridades por sobre las del otro. “Trata de contarle un problema que tengas a otra persona y fíjate lo poco que tarda en interrumpirte para describirte una experiencia similar u ofrecerte un consejo que, sin duda, será más apropiado para él que para ti, y que responde más a su propia ansiedad que a lo que le estás intentando explicar”, advierte Nichols. La que describe es el tipo de escucha más frecuente. La escucha reactiva, en la cual lo que el otro dice es menos importante que aquello que el oyente piensa. Este modelo excluye la empatía. Escuchar con empatía, describe Nichols, es como leer un poema con meticulosidad; es asimilar las palabras y llegar a lo que hay detrás de ellas. Aunque la empatía requiere una actitud y es por ello activa, en el fondo resulta ante todo receptiva. Y este es el tipo de escucha que, como nunca, requiere ser hoy aprendido y ejercitado. La escucha receptiva. La que Nouwen llama hospitalaria. Ella demanda comprender que quien nos habla, quien nos confía un problema, una experiencia, una duda, una vivencia, no nos está pidiendo forzosamente una solución o un consejo. Antes que nada, nos está pidiendo que escuchemos. Y a menudo no más, pero tampoco menos, que eso.
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Escuchar nos desafía a ser humildes y a ejercitar la aceptación, porque, indica Nichols, es un arte que requiere aceptar la singularidad de cada uno, así como las diferencias. Se trata de escuchar lo que el otro dice, el modo, el tiempo en que lo dice, y no lo que uno desea oír ni la manera en que le gustaría hacerlo. Aprender a escuchar, sobre todo a las personas cercanas, es más fácil cuando recordamos que no son espejos de nuestras expectativas, sino seres autónomos y diferentes de nosotros. Y nunca hay que olvidar que la escucha necesita de tiempo. Cuando escuchamos hacemos un ejercicio de generosidad verdadera, que consiste en dar al otro algo que necesitamos y no algo que nos sobra.
En el Talmud, libro milenario que recoge las reflexiones y discusiones que los rabinos han sostenido a lo largo de los tiempos acerca de las leyes, costumbres y parábolas inscritas en el antiguo testamento, se dice que se nos dio dos orejas y una boca para que escuchemos el doble de lo que hablamos. Nunca tan necesario como hoy recordarlo y, sobre todo, mantener despejados esos oídos, mantenerlos destapados de artefactos tecnológicos, de prejuicios y de indiferencia.
* El autor es escritor y periodista. Su último libro es “La aceptación en un tiempo de intolerancia”
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