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Séptimo Día |UNA MIRADA HACIA EL SUR

El reconocimiento que se le debe a los patagónicos

31 de Marzo de 2019 | 08:53
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Se llegaba al Sur argentino en aviones con las ventanillas cerradas, para que nadie, desde arriba, viera nada de día y para que de noche, desde abajo, nadie viera las luces de un avión. En la cabina los pilotos le mostraban a periodistas de confianza las precarias pistas alternativas diseminadas en la meseta patagónica, habilitadas para aterrizajes de emergencia, ubicadas en estancias o en desérticas tierras fiscales. Algún avión que volvió averiado de Malvinas pudo aterrizar en una de ellas.

Los autos de todas las ciudades del sur tenían los faroles pintados de negro, para no violar los reiterados oscurecimientos totales que de continuo se realizaron sobre Río Gallegos, San Julián, Comodoro Rivadavia, Capitan Sarmiento, Rawson, Caleta Olivia y otras localidades cuyas miles de ventanas se ponían del color de la tinta china en un santiamén. Hubo que aprender a andar a oscuras, guiados sólo por la luz de la luna o de las estrellas. Los gerentes de los hoteles debieron habilitar subsuelos como eventuales refugios subterráneos. Los refugios tenían agua y ropas de abrigo.

Entre abril y junio de 1982 en la Patagonia sobró conciencia de la guerra

 

Entre abril y junio de 1982 la Patagonia entera vivió la guerra como algo absolutamente serio. En ese escenario, sobró conciencia de la guerra. Hubo preocupación, pero no pánico. Se tomaron previsiones, pero se vivió ese tiempo con normalidad, sin que nadie acaparara comestibles u otras mercaderías o intentara sacar patente de héroe.

En cada club de barrio se enseñaron primeros auxilios a la población. Se cuadruplicaron las reservas en los bancos de sangre. Las escuelas y hospitales pintaron una cruz blanca sobre sus techos.

Las versiones sobre posibles desembarcos o bombardeos ingleses en el continente no dejaron de circular. Hubo mucho de psicosis, claro, pero lo que sobró también fue una población disciplinada.

Descendientes de galeses que habitualmente se reunían en clubes y pubs formaron un cuerpo armado al que denominaron “Rifleros de Comodoro”. Escopetas y fusiles en ristre, se mostraron dispuestos a combatir contra los ingleses, si alguna partida británica pisaba el continente. Por las noches salían a practicar tiro al lado del océano.

Esa alternativa, la de algún desembarco, no fue nunca desestimada ni resultaba ser tan alocada: las tropas inglesas habían llegado dispuestas a cobrarse la rendición del 2 de abril. La foto de los soldados británicos rindiéndose ese día con las manos en alto había lastimado al imperio.

Cuando llegaron y varios de sus barcos –entre ellos el temido “Invencible” resultaron hundidos o dejados fuera de servicio por los aviones de combate argentino- ¿quién podía dudar demasiado sobre una represalia de esa naturaleza? Los 140 mil habitantes de Comodoro temieron todo el tiempo un bombardeo británico. Algunas radios clandestinas ubicadas fuera de nuestras fronteras, que sirvieron a la inteligencia inglesa, anunciaban todos los días esos tipos de ataques.

Los colegios de médicos patagónicos convocaron a sus matriculados a permanecer en estado de vigilia constante. El estado de cosas obligaba a tener todas las guardias en alto, no sólo las médicas. Los movimientos de tropas fueron continuos. No sólo estaban acantonados los soldados que en cualquier momento pasaban a la isla. También estaban los soldados que habían vuelto heridos y que, ya restablecidos, se quedaron y compartieron la vida de los sureños.

Centenares –no es una exageración, centenares- de periodistas extranjeros y argentinos pululaban por el sur, imposibilitados de ingresar a las islas por una inexplicable torpeza (una más) de nuestros militares. Los corresponsales extranjeros fueron literalmente expulsados del sur a mediados de abril, antes del primer ataque inglés a las islas. En las islas sólo estuvieron dos periodistas argentinos, en realidad empleados” del gobierno, es decir de ATC y de la agencia Telam.

Los patagónicos dialogaron serenos y firmes con la guerra cercana. Supieron de entrada -porque así lo comprobaron, también de entrada- que esa guerra había sido un disparate gigantesco del gobierno militar, pero el juego había empezado y había que jugarlo. Tampoco vieron a la guerra por TV ni se distrajeron con el Mundial de Fútbol en España.

Los sureños sentían desde mucho tiempo atrás que el “Norte” –que para ellos empezaría a la altura de Bahía Blanca- les debía regalías, medios de transporte, recursos de todo tipo. Pero no les importó y se entregaron al servicio del país, sin buscar siquiera reconocimiento o gratitud alguna. Sentían que debían hacerlo y lo hicieron lo mejor posible. Se les debe un reconocimiento.

 

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