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Acercamientos literarios a los autores de robos singulares. Un raro sentimiento de afecto y el éxito de la serie “Lupin”, de Netflix. El caso presentado en “La odisea de los giles”. El primer santo de la Iglesia
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
La literatura de ficción ha sido tan fecunda que en muchas de sus obras logró instalar en la cultura popular –o en todo caso, reflejar de ella- un sentimiento de afecto hacia determinados ladrones. Inclusive en épocas como la actual, habitadas por oleadas de delincuentes que tiran a matar y derrochan perversidad a mansalva, una productora vigente como Netflix logró imponer en las últimas semanas la serie francesa “Lupin”, inspirada en el célebre personaje literario Arsenio Lupin, creado por Maurice Leblanc. La llave maestra de esta obra pasa por el hecho de presentar a un ladrón sonriente, menos beligerante, que roba para poder vengar la muerte de su padre a manos de una familia rica.
El personaje principal de “Lupin” se llama Assane Diop que a lo largo de su historia se ocupa por usar todo lo que aprendió en los libros de Leblanc. Este escritor francés, nacido en Rouan en 1864, hijo de una familia acaudalada y abogado, había admirado al Sherlock Holmes de Conan Doyle, de modo que puede decirse que ya como escritor ubicó en la vereda de enfrente del detective inglés –pero con el mismo estilo algo zumbón- a su imaginativo y pícaro personaje.
También se dice que Lupin desciende literariamente de Rocambole, un aventurero y ladrón gentilhombre creado por Pierre Alexis Pondson du Terrail, que tuvo pleno éxito a comienzos del siglo XIX. Aunque asimismo se le asignan a Leblanc influencias literarias de Octave Mirbeau, considerado como uno de los precursores modernos de la figura del “ladrón de guante blanco”.
La visión del ladrón caballero o del ladrón no violento campeó en muchas novelas
En la serie “Lupin” el suntuoso escenario elegido es París y si se quisieran más atractivos podría señalarse que Assane –un senegalés ingenioso- logra orquestar un robo espectacular: el de un collar de diamantes que había pertenecido a María Antonieta y que se encuentra expuesto en el Museo del Louvre. De esa manera consigue dañar a la familia, heredera del collar, que mató a su padre para ocultar corruptelas, aunque el argumento se interna luego en complejidades.
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La visión del ladrón caballero o del ladrón no violento campeó también en muchas otras novelas y películas de los últimos tiempos. En nuestro país es reciente la muestra ofrecida en “Odisea de los giles”, una película argentina dirigida por Sebastián Borensztein y protagonizada por Ricardo Darín y Luis Brandoni.
En realidad, el guión deriva de la novela de Eduardo Sacheri titulada “La noche de la Usina” y el argumento se relaciona con la reacción de un grupo de vecinos que en un perdido pueblo bonaerense descubren que los ahorros que tenían en el banco lugareño fueron robados por un abogado y el gerente del banco. Ese dinero pensaban destinarlo a la creación de una cooperativa que diera trabajo a la gente, de modo que entre todos conforman una “banda” ingenua y reivindicatoria, que lo único que busca es recuperar lo perdido.
El cine argentino también aprovechó las características especiales del recordado robo al Banco Río de Acassuso, en donde los ladrones utilizan armas de juguete porque en ellos, acaso, prevaleció más el interés en demostrar su sagacidad que en vaciar cajas de seguridad y llenarse de dinero. Eso es lo que literalmente dice alguno de los ladrones, conocedores, además, de que el robo a un Banco suele merecer menos condena social que el de una cartera a una jubilada.
El tema es delicado, ya que remite a veces al concepto de acatamiento a las leyes que todo el mundo debería respetar. Bien se sabe que con la excusa de Robin Hood, que robaba para los pobres, se liberaron en el mundo algunas empresas libertarias que, finalmente, terminaron por quedarse con las tajadas más suculentas de los botines logrados. Es muy poco lo que la ficción se ha ocupado de esas iniciativas fraudulentas.
Borges –un admirador de delincuentes rudimentarios, que retrató alguna vez al temible Billy the Kid como “el casi niño que al morir a los veintiun años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes – “sin contar mejicanos-”, escribió páginas memorables sobre esos hombres cuyos rostros se veían dignificados por las cicatrices de los duelos. En esa línea también estuvo tiempo antes Ambrose Bierce, con su épica sureña de ahorcados y de prófugos.
El cine argentino aprovechó las características especiales del robo al Banco Río
En el caso de Borges, su filosofía acaso escéptica e irónica entraba en pausa cuando describía a malvivientes con estilo, como ocurrió con los malevos de los suburbios porteños a los que convirtió, por encima de sus crímenes y fechorías, en cultores y últimos reservorios del coraje.
A su vez, en su artículo titulado “Literatura bandida”, el escritor Tomás Villegas presenta la figura del ladrón porteño, pero privado de características épicas que les dio la mirada borgiana y modificada ahora por Roberto Arlt en sus novelas. Dice que en el temido “bosque de ladrillos” las fieras arltianas “deambulan, acechan, aguardan y se aburren, encandiladas por la tecnología y acorraladas por la angustia y el abarrotamiento de una ciudad céntrica que las aprisiona y que se presenta, al mismo tiempo, como el botín por excelencia a conseguir”.
Agrega que “así lo expresa el protagonista de Los siete locos, ante la posibilidad de una revolución estrafalaria: “[Erdosain] ferozmente alegre como un tigrecito suelto en un bosque de ladrillo, escupió la fachada de una casa de modas, diciendo: ─Serás nuestra, ciudad”.
Claro que existen ladrones malos y peligrosos. Pero que hay de los otros, los hay. Tanto es así que el primer santo de la historia de la Iglesia católica es San Dimas, que era un ladrón. Fue uno de los crucificados junto a Jesucristo, el que estaba a la derecha y que lo reconoció como hijo de Dios, al decirle: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” y Jesús le respondió algo que no le había dicho jamás a ningún otro hombre: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. A Dimas se lo conoce mejor como “el buen ladrón”.
En uno de los evangelios apócrifos, el llamado Protoevangelio de Santiago, se ofrecen datos del frondoso prontuario policial de Dimas. Dice allí José de Arimatea que se dedicaba a saquear a los judíos; que robó los libros de la ley en Jerusalén, que desnudó y así expuso a la hija de Caifás y que había robado un depósito secreto de Salomón guardado en el templo.
Caso curioso el de San Dimas. Su canonización jamás fue declarada oficialmente por la Iglesia, pero ocurre que fue el mismo Jesucristo el que lo santificó. De modo que en el santoral católico figura que el 25 de marzo es el día de San Dimas.
Hay otros casos notables, como el de San Agustín, considerado como uno de los principales pensadores y escritores de la doctrina católica. Se le llama “doctor de la Iglesia”. Ocurre que en su juventud y casi hasta los 30 años de edad el hombre fue un gran pecador –entre otras debilidades, le gustaban las mujeres y disfrutó de ellas a más no poder- y a pesar de ser de familia acomodada también fue ladrón. Se lo recuerda por el famoso “robo de las peras”.
El propio San Agustín explicó: “Quise robar y robé. No lo hice obligado por la necesidad, sino por carecer de espíritu de justicia y por un exceso de maldad. Porque robé precisamente aquello que yo tenía en abundancia y aún de mejor calidad. Ni siquiera pretendía disfrutar de lo robado, sino del robo en sí mismo, del pecado de robo”.
Algunos hicieron llorar a generaciones, como el “Ladrón de bicicletas” del novelista italiano Luigi Bartolini, que inspiró la memorable película de igual nombre que dirigió Vittorio de Sica. Se afirma que Bartolini quiso dejar un aguafuerte de los ladrones de Roma durante la segunda guerra, una ciudad agotada por la pobreza y la miseria ética. El personaje central, claro, es la víctima y no el ladrón.
Según el escritor José Luis de Juan, en su artículo “Todos somos ladrones”, Bartolini “se acusa de no haber sabido prever y reprobar tenazmente la perversidad, pues es culpa de los poetas “que estallen las guerras “ y que, en definitiva, ladrones y asesinos se multipliquen, vacíos de ontología y de grandezas.
Ladrones para todos los gustos. Ladrones de cadáveres, profanadores de tumbas, en Robert L. Stevenson. Allí están para siempre el patético Oliverio Twist, el polémico Jean Valjean. Robos a bancos, asaltos a trenes, piratas modernos que abordan los contenedores de los supertanques. Las ambiciones siguen en pie. Y el autor más terrible del siglo XX, el heredero de Rimbaut, el francés Jean Genet que en su “Diario de un ladrón” no dudó en izar banderas negras cuando dijo: “Reconozco en ladrones, traidores y asesinos, en el despiadado y la astucia, una profunda belleza, una belleza hundida”.
Es variada y multicolor la gama de los bandidos. El arte se ocupa de ellos
Es variada y multicolor la gama de los bandidos. La literatura y el arte se ocupan de ellos. Pero frente a la violencia que desatan, todavía rescatan las nobles excepciones de ladrones casi pacifistas, que se alejan de la brutalidad y que utilizan artes para hacerse de bienes que, de algún modo, no pertenecen a nadie o eran de ellos y un banco se los arrebató, como ocurrió con las pensiones de tres ancianos, en la película “Un robo con estilo”, protagonizada por Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin. ¿La solución hallada por el trío? Asaltar al mismo banco y convertirse luego en filántropos. Un robo convertido en comedia simpática, sólo por gracia de las metáforas propias del arte.
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El protagonista central de la serie “Lupin”, de Netflix
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